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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (49 page)

BOOK: Los iluminados
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Wilson saboreaba el ron y trataba de no perder la objetividad. En el máximo riesgo había que aferrarse a la máxima calma. Como en Vietnam, como en Panamá, como durante la guerra antisubversiva. ¿Por qué la fuga de Dorothy a Little Spring habría de tener inevitables resonancias graves? Ella no sabía todo ni disponía de un cerebro alerta; sólo se ocupaba de los asuntos frívolos, era una persona superficial, irreflexiva. En cambio, suponían alto riesgo las investigaciones del diputado Solanas, los obstáculos que se disimulaban en el ministerio, el accidente de Ricardo Lencinas y las relaciones de Mónica con Damián Lynch. Wilson nunca había aceptado que Dorothy fuese a Texas por dos razones: primero, para preservar el secreto sobre el verdadero origen de Mónica; después, para evitar que viera en forma directa el gran negocio que él había montado con Oviedo y Bill. Intentó calmar su tormenta interior.

—Bill controla perfectamente su campo y sabrá cómo manejar a la hermana, ¿no es así, Tomás?

Tomás repasó los pasos cumplidos hasta ese momento.

—Coincido: Bill sabrá manejarla.

Wilson entornó los párpados y sus ojos castaño claro adquirieron el brillo de la mirada de los tigres cuando miden al adversario. ¿Tomás era absolutamente leal? En los últimos tiempos citaba demasiado a Bill: hasta había llegado a decir que el profeta se le aparecía en sueños. ¿Qué pistas significaban esas descuidadas palabras? No había vuelto a pronunciarlas, porque no era tonto. Pero Wilson no las olvidaba. ¿Se había entablado un lazo clandestino entre esos dos hombres, sin que lo hubiesen participado? La alianza se basaba en el originario vínculo de él con Bill, no de Bill con Tomás, pero en las guerras surgen situaciones inverosímiles. Se acercaban momentos de prueba. Siguió contemplando los lentos movimientos de Tomás, que parecía tranquilo, inexplicablemente tranquilo.

Antes de que Dorothy entrara en esa crisis, incluso antes de que Damián fuese enviado hasta Yacuiba para terminar como héroe muerto, desde Paraguay descendieron por el río Paraná tres barcos de carga en cuyos contenedores iba más droga de la que podía confiscar la gendarmería nacional en cinco años. Previamente, una empresa de Wilson Castro había vendido a Paraguay toneladas de carnes y mariscos congelados. Una parte del cargamento descendió en Asunción y fue distribuida en el mercado local. Otra parte, bastante significativa, se utilizó para envolver en gruesas capas los kilos de cocaína que habían reunido sus socios en galpones cercanos al puerto. De esa manera, aunque hubiese una inspección de aduana, saldría una caja de mariscos tras otra sin que pudieran llegar al núcleo donde se escondía el verdadero botín. La comida es la mejor técnica de empaquetamiento, ya que hasta el más obsesivo de los vistas teme echarla a perder y no insiste en llegar hasta el fondo.

La merca arribó en perfecto estado a Buenos Aires mientras los agentes de la DEA y porciones enteras de la gendarmería se ocupaban de rodear los caminos que desembocan en Garín. Los periodistas celebraron la audaz maniobra que hizo caer a Lomas; también hubo ascensos y medallas para quienes habían tenido una participación de riesgo. Wilson Castro exigió a los funcionarios locales y extranjeros que respetasen su bajo perfil, porque la verdadera meta era luchar contra el flagelo, no aparecer en los medios de prensa.

Cuando se acallaron los comentarios sobre el golpe maestro de Garín, los barcos ya navegaban victoriosos hacia América Central, donde se realizaría la fragmentación de su carga para un ingreso más seguro en los Estados Unidos. Los voluminosos contenedores entrarían por el puerto de Galveston y los más pequeños atravesarían la frontera mexicana. Hasta esa noche todo funcionaba según lo previsto. Camarones culminaría en pocos días y reportaría millones de dólares a Wilson, Tomás y Bill.

—Reconozco que la coincidencia es desafortunada —repitió Tomás—, pero no debería preocuparnos demasiado. Ya hablé con nuestro hombre de Miami. Mantenemos el control.

—Yo hablé con Bill. Mandó a Aby al aeropuerto de Houston con una limusina y alojará a Dorothy en la fortaleza.

—Sería mejor si la llevara a un hotel.

—No; es mejor la fortaleza; allí estará vigilada noche y día —explicó mientras observaba a su hombre de confianza con pupilas de felino.

—Sin embargo, me parece que... —Tomás frunció los labios, siempre tranquilo, siempre ajeno a las súbitas sospechas de su socio—. Creo que un hotel la mantendría lejos del trajín que significará el desembarco de la merca.

—Dorothy sólo tiene ojos para las joyas, las pieles y la decoración. No verá sino la austeridad carcelaria de la fortaleza. No aguantará esos baños con olor a amoníaco. Querrá volverse enseguida. Me parece lógico que Bill la instale donde no soportará quedarse más de veinticuatro horas.

—Tengamos en cuenta su amistad con Evelyn.

—Evelyn está acostumbrada a callar como una tumba. —Bebió el resto del café con fuerte sabor a ron. —Lo que me da mucha rabia, Tomás, es que haya decidido irse justo para allá. Me enteré tarde y no la pude detener. —Se golpeó las rodillas. —¿Por qué no eligió París, Roma, Miami? Le propuse un tour por Escandinavia...

Tomás Oviedo lo miró interrogativo.

—¿No lo sabes? —exclamó Wilson— ¡Fue a Little Spring para implorarle un milagro a Bill! ¡Fue para que le borre esa depresión de mierda!... ¡Mujer ridícula!... Tú crees en los milagros y esas vainas, ¿no? —Sus ojitos de tigre se afinaron más aún. —Me dijiste que el profeta se metía en tus sueños. —Ahora sus pupilas se habían convertido en lupas que pretendían reconocer el más leve signo en los músculos faciales del socio.

—Presiento que todo saldrá bien. —También Oviedo vació el pocillo, pero sin aparente emoción. —Estás en lo cierto: Evelyn no va a hablar más de lo necesario, ni Dorothy va a captar lo que pasa. Algo percibirá, pero todo el clima de la fortaleza es tan raro que la va a confundir completamente. Bill sabrá construir una versión creíble; es un experto en crear versiones creíbles. Ja, ja.

Al rato divisó las torres del rancho. Era una especie de cuartel rodeado por un cerco de mampostería, maderas y alambradas de púa que se perdía en lontananza. Ya más próximo, dejó de asemejarse al castillo que solía describir Wilson; tenía una siniestra semejanza con los campos de concentración nazis. Dorothy evocó al doctor Sinclair, quien había tartamudeado al informar a sus padres que, entre las secuelas de la encefalitis, podía figurar la paranoia. “Nada grave”, tranquilizaba a continuación, para disminuir la desesperanza familiar. Pero ese viejo dato adquiría una significación agobiante y le produjo angustia. Quién sabía en qué había convertido Bill la granja.

Dorothy nunca se había interesado por reunir datos precisos acerca de su hermano. Era un excéntrico al cual finalmente se había unido su mejor amiga, que, bastante ingrata, se olvidó del mundo al conseguir su objetivo. Quedaba como su amiga de infancia y juventud, no su amiga del alma.

La propiedad llegaba hasta el pie de las colinas, donde había puestos de observación. Dorothy ignoraba que el lugar se había expandido hasta alcanzar una superficie de doscientas cuarenta hectáreas. Fuera del edificio central, localizado sobre el antiguo casco —que también había sido agrandado con nuevos bloques—, se despejaron campos de tiro y entrenamiento disimulados cuidadosamente a la detección de eventuales inspecciones aéreas. Las pocas construcciones rodeadas de verjas o matorrales parecían establos. Pero debajo de esos establos existía una suerte de ciudad subterránea que Dorothy nunca conocería. Se bajaba por espaciosos montacargas. Varios túneles comunicaban grandes espacios con adecuada ventilación. Una sala concentraba armas y municiones, en otra se ordenaba la documentación y una tercera se dedicaba a la comunicación por vía satélite. Cada sección estaba a cargo de un jefe, ayudado por asistentes rotativos, que debía informar en forma directa al reverendo. El trabajo empezaba luego de la oración matutina y debía interrumpirse para la catequesis de la tarde. Disponían de café, bebidas y sándwiches a discreción.

Los documentos acumulados y procesados servían para hacer el seguimiento de las actividades que cumplían las organizaciones con las que existía alguna semejanza, aunque no tuvieran contactos directos con ellas. Había carpetas, fotografías y disquetes sobre la Resistencia Blanco-Aria, la Alianza Nacional, el Instituto para el Movimiento Histórico, el Comité de los Estados, la Liga para la Defensa de los Patriotas Cristianos, los Extremistas de Internet, los Caballeros del Ku Klux Klan, el Posse Comitatus, el Grupo de Acción-SS, el Nuevo Orden y el Pacto, Espada y Ejército del Señor.

El objetivo de la comunidad Héroes del Apocalipsis consideraba que esas organizaciones podrían colaborar en algunas etapas de la guerra inminente, pero el liderazgo no sería de ellas. La ardua y peligrosa faena que comandaba Bill Hughes ya proveía frutos grandiosos y el Señor apreciaría su obra por sobre la de los aliados circunstanciales.

Dorothy calculó que hacía entre veinte y veinticinco años que no veía ni a su hermano ni a su amiga. Hasta le costaba medir el tiempo. ¿Descubrirían, antes incluso de que ella abriera la boca, que en Buenos Aires la felicidad había durado poco y su marido la había transformado en una despreciable “operadora sexual”? Mejor que no; de lo contrario no darían crédito a su confesión y tampoco sabrían cómo ayudarla. Se restregó las manos para quitarles el temblor. Volvió a abrir su cartera y extrajo los adminículos de maquillaje. El espejo le devolvió una cara horrible. Se espolvoreó las mejillas irritadas, delineó las cejas, estiró las pestañas y se pintó los labios. Pidió un vaso de agua.

La limusina se detuvo ante un par de hombres que reconocieron al chofer pero, no conformes aún, abrieron la puerta y miraron cuidadosamente adentro, incluido el baúl de la limusina. Aby los saludó con un gesto, pero no se movió de su lugar. Había que respetar las rutinas de la vigilancia.

—¡Hola! ¿Todo bien?

—Todo bien.

Cerraron y uno de ellos accionó el control remoto; el portón de acero se corrió despacio. Cruzaron un perímetro equivalente a los fosos que rodeaban los castillos medievales, por donde circulaban hombres vestidos con ropa de trabajo, y se detuvieron frente a un segundo portón. Dorothy fue invitada a descender. Aby ordenó que le llevaran el bolso mientras la acompañaba a los aposentos del reverendo.

Atravesaron un largo corredor y al cabo de unos minutos se encontró frente a la imponente figura de su hermano. Aún conservaba el metro noventa y uno de estatura, la nariz pequeña y el bigote fino, pero sus cabellos habían emblanquecido. Su mirada perforaba como una aguja. De sus hombros bajaba la bíblica túnica que portaba desde sus años de Elephant City. Avanzó hacia ella con mareante balanceo, pero se detuvo a cierta distancia para evaluarla con actitud paternal. ¿Cuántos años habían pasado desde la última vez? Veintitrés o veinticuatro, más que la edad de Mónica. Bill, solemnemente, tendió sus largos brazos. Advirtió las señales de aflicción en la cara de Dorothy, con evidencias del llanto reciente. No esperaba verla tan triste, aunque mantenía su antiguo garbo. Cuando joven había sido jovial y optimista; ahora tenía la belleza de una alegoría trágica. Se sintió sorprendido, porque su cuñado nunca le había dicho que ella estaba mal. Despidió a Aby Smith con un movimiento de cabeza y la acompañó hasta su cuarto. Casi ni hablaron, él por su tradicional parquedad, ella para no quebrarse.

Enseguida apareció Evelyn. Si Dorothy lucía demacrada a los ojos de Bill, Evelyn parecía mayor que Dorothy. En sus cabellos había mechones grises y la piel seca demostraba que la mujer de un pastor no usa cosméticos. Ambas se acercaron dudosas, mirándose a los ojos húmedos y evocando imágenes turbias, deformadas por el tiempo. Cuando sólo las separaba un tembloroso metro de distancia, tendieron las manos y se estrecharon con fuerza. Un alud de emociones intensas las mantuvo abrazadas. Después se estudiaron con sonrisa y llanto. ¡Qué dolor! No podían explicarse cómo habían dejado pasar la vida.

Ante la parálisis de Evelyn, Bill actuó de cicerone. Abrió cajones y puertas para mostrar a su hermana que dispondría de comodidades, aunque ella no había llevado equipaje.

—Compraré en el pueblo lo que me haga falta —se justificó Dorothy—. No es problema.

Evelyn los seguía con un nudo en la garganta y rozaba de continuo el brazo de su amiga. La observaba con unción, como si fuese la portadora de un mensaje largamente esperado. Aguardó que Bill se apartase y preguntó en voz baja por Mónica, su “sobrina”.

Dorothy advirtió la indisimulable congoja y le puso una mano en el hombro.

—Está bien. Muy bien. Estudia Ciencias de la Comunicación y ama a un joven brillante.

Evelyn parpadeó; le parecía mentira que Mónica cursara esa carrera y estuviese de novia. Quería saber más, pero no se atrevía a irritar a su marido. Después, quizás al día siguiente, se enteraría de otras noticias.

DIARIO DE DOROTHY

Estoy revuelta. El reencuentro con Evelyn y mi hermano ha sido más chocante de lo previsto. Él no ha cambiado mucho ni en aspecto ni en carácter, lo cual me hace temer en cuanto a las expectativas que he puesto en su comprensión y su ayuda.

Evelyn parece mi madre, como si por ser la esposa de un pastor hubiera debido convertirse en alguien poco deseable. ¿Qué se ha hecho de sus sueños juveniles? Quería ser la mujer de un príncipe santo, gozar de cabalgatas románticas, florecer en eterno amor. Pero usa la ropa anónima que adoptó en Pueblo cuando se volvió mística y Bill la ignoraba. No cuida su piel del sol ni de los años. Tampoco se arregla el cabello de forma atractiva, sino que se lo sujeta a la nuca como algo que debe ocultar. No se maquilla, no se perfuma. ¿Así mantiene el afecto de su esposo?

Mi
hermano es tan extravagante que quizá le guste una mujer ajada, como la abatida Virgen María al pie de la Cruz.

¿Hice bien en venir?

Esta granja me da miedo. Es disciplinada y silenciosa como una cárcel. O como un monasterio. O como el castillo de Drácula. No sé. Todavía no pude conversar con la gente de su comunidad. Deben de ser tan anormales como mi hermano. Pero si están aquí es porque mi hermano, de algún modo, fue su salvación.

Por más que Wilson lo niegue, Bill consigue algo extraordinario con las personas que lo escuchan. Lo mismo hizo con él. En aquellos tiempos las ideas suicidas de Wilson eran cotidianas.
Yo tuve la iniciativa y el coraje (que no tendría hoy) de pedirle que dijese cómo
se
iba
a
matar
para
que
le
naciera
el
rechazo
al
suicidio.
Cuando me
hablaba
de
pegarse
un
tiro
en
la
sien,
le
contaba
que
una
vez
leí
de alguien
al
que
la
bala
le
entró
por
un
lado
y
le
salió
por
otro,
pero
lo dejó
ciego.
Si
el
tiro
se
lo
daba
en
la
boca,
le
describía
el
trabajo
que tendrían
en
limpiar
los
fragmentos
de
hueso
y
de
seso
que
salpicarían las
paredes.
Si
optaba
por
el
veneno,
recurría
a
las
descripciones
que leí
en
novelas
sobre
convulsiones
y
ahogos
terribles.
En
fin,
fueron
años llenos
de
zozobras
en
que
sacaba
fuerzas
de
no

dónde
para
ayudarlo. Ahora
pienso
que
tal
vez
no
estaba
tan
decidido
a
matarse
y
lo
decía para
que
yo
entendiese
cuánto
dolor
le
producía
no
tener
hijos.

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