Una ola se extendió por su cuerpo al sentir que la mano se deslizaba desde su mejilla hacia abajo. Recorrió el cuello, tocó el esternón y se desvió púdicamente hacia el brazo. Estalló un agudo dolor en el hombro opuesto. La caricia era embriagadora. Entonces Damián consiguió que se filtrase un poco de luz en su retina. Entrevió una acuosa escultura coronada por un sol derretido en bucles. Hizo fuerza, pero la red de sus pestañas no conseguía desatar los nudos y apenas logró corroborar que se trataba de una mujer. Las cuerdas vocales le permitieron emitir un ronquido. La mano de la ignota mujer tenía dedos largos, cubiertos de anillos; no cesaban de moverse, como las olas apacibles de una playa.
Damián fue asaltado por otro sacudón. La mujer se incorporó, quizá decepcionada. Él abrió por fin los ojos y alcanzó a ver que un vestido claro cerraba tras de sí la puerta.
El monitor alertó a la enfermera, que acudió al instante y le transmitió palabras tranquilizadoras. La herida cerraba bien, sin complicaciones. Sus funciones se habían estabilizado. Aún molestaban los efectos de la anestesia, pero en unas horas podría ingerir líquidos. No tenía motivos para preocuparse.
—¿Dónde estoy?
—Le suturaron el hombro derecho —repitió la enfermera a la pregunta que él formulaba por cuarta vez—. Tuvo mucha suerte. Quédese tranquilo. El doctor Cabanillas es un genio; ¡ni le quedará marca!
Damián tosió para despejar sus alicaídas cuerdas vocales. En su mente se agolparon los sucesos del viaje al norte y empezaron a reproducirse las escenas del tramo final, con el tiroteo incluido. Lo habían herido en el hombro: sintió un dolor agudísimo que lo tumbó. Antonio Gómez corrió hacia él con la pistola en su mano; ¿había sido el autor del tiro? Sería increíble. Su ceño encapotado y su boca abierta denotaban tensión, bronca, desconcierto. ¿Había sido una pesadilla? Damián no lograba recuperar la voz. A medida que recordaba, más se le empacaban las cuerdas vocales. Ayudándose con las manos insistió en que la enfermera dijese dónde estaba.
—En la residencia de la familia Castro Hughes.
Se le desataron de golpe los nudos de las pestañas y abrió muy grandes los ojos.
En el parque de la residencia cantaban los jilgueros. El sol se extendía sobre los macizos de flores. Sobre un rosal zumbaban dos abejas.
—Tuvo suerte —dijo Wilson mientras se sentaba.
Damián le agradeció con una inclinación de cabeza y revolvió las gotas de limón que había vertido en su té. Nadie era testigo de esa conversación, que sostenían sentados en crujientes sillones de mimbre.
—Yo le advertí —agregó el dueño de casa—. Las investigaciones que pretenden tocar directamente los nervios de un sistema pueden convertirse en un bumerán.
Tomó un canapé y lo comió de un solo bocado. Se le hincharon los carrillos mientras masticaba. Luego dijo:
—El narcotráfico es un negocio inventado por el demonio.
—Lleno de trampas —completó Damián, interrogativo, mientras hacía girar la cucharita.
Wilson le sostuvo la mirada con aparente afecto.
—Exacto. ¿Podría mencionar algunas de esas trampas?
—Usted debe de conocerlas mejor que yo. No voy a sorprenderlo.
—Ja, ja... Supongo que las incluirá en sus artículos. ¿Va a escribir sobre este viaje?
—Lo estoy evaluando.
—¡Cómo le gusta el misterio, chico! Tal vez en el futuro publique novelas policiales. Eso sí, sería menos riesgoso que el periodismo de investigación. Pero dígame: ¿le fue útil la ayuda de Antonio Gómez?
Damián bebió un sorbo y no contestó.
—El pobre me confesó, muy lastimado —prosiguió Wilson en tono confidencial—, que vino a pedirle disculpas por su cobardía. La cobardía lo encegueció. Le pidió disculpas a usted, pero él no se perdona a sí mismo. Así dice. La verdad, yo tampoco lo perdono. Con su experiencia, no se justifica semejante barbaridad.
—Me pidió disculpas, es cierto —concedió Damián mientras trataba de perforar la mente de Wilson—. Lloró, casi. Me explicó diez veces que el tiroteo, los gritos y la presencia de tantos delincuentes juntos lo desequilibraron. No sabía quién era el enemigo. Menos mal que lo detuvo un agente de la DEA.
—¿Usted le cree?
Damián bebió otro sorbo. El hombre que tenía junto a él en la perfumada glorieta del parque irradiaba cordialidad y procuraba mostrarse confiable. Su leve acento cubano sugería amistad. Era el padre de Mónica, pero en lo único que se parecían era en la firmeza del carácter. Su poder en la Argentina, pese a sus esfuerzos por mantener el bajo perfil, corría como un secreto a voces. Era un empresario temido entre quienes disponían de buena información. La sinceridad no debía de ser uno de sus rasgos cardinales. Ante semejante titán había que medir la respuesta.
—A veces se “decide” creer.
—¡Qué buena frase! —celebró Wilson, y levantó el segundo canapé—. “Se decide....” Yo decidí creer en la invasión a la Bahía de los Cochinos, y fui un necio, porque en el gobierno de los Estados Unidos no existía la decisión política de llevar las acciones hasta sus últimas consecuencias. También decidí creer en la guerra de Vietnam; otro error. Ambas, sin embargo, me dejaron enseñanzas buenas.
—¿Por ejemplo?
—No ceder ante el infortunio.
—¿Hubiera preferido tener otra historia?
—¡Eso sí que no me lo he preguntado nunca! Con otra historia quizá no hubiera venido a la Argentina, no hubiera tenido una hija como Mónica... —Le palmeó la rodilla. —Ni lo hubiera conocido a usted.
Damián percibió la hipocresía.
—¿Por qué me ha alojado en su casa, Wilson?
—Muy sencillo. Usted fue herido en una emboscada de la DEA. Se descubrió un importante cargamento de cocaína gracias al esfuerzo de mis hombres, entre los que figuraba usted, que fue la única baja. O semibaja. Si lo llevaban a un hospital, la prensa no le hubiera dado resuello, y la limpieza del operativo se hubiese malogrado.
—Antonio insinuó varias veces que yo sería el héroe de la jornada.
—¿Eso dijo? Ja, ja... Se ve que usted supo ganarse su simpatía. Esto hace más imperdonable su confusión.
—Tal vez no lo dijo sólo por simpatía —reflexionó Damián mientras le clavaba la mirada.
Wilson se endureció un segundo, pero al instante recuperó su actitud amable.
—Lo invito a quedarse en mi casa por lo menos una semana, chico, hasta que la noticia desaparezca de los diarios. Es mejor para la DEA y para usted; hace rato que atiendo el bienestar de varios frentes. Aquí no lo molestarán ni los curiosos ni la prensa.
—Una semana es demasiado. Dígame, Wilson. ¿por qué ni siquiera trascendió que hubo un herido?
—En el galpón no había periodistas. Llegaron después, cuando decomisamos la merca. En su caso, la bala apenas cortó fibras musculares, y usted perdió el conocimiento. Mis hombres lo retiraron en el acto. Sólo trascendió que hubo un desmayado. Como le dije, no le haría bien a nadie... ni a la DEA ni a mí ni a usted... que se supiera la verdad. Cayó un grupo local, y eso cierra de maravillas.
—Cierra tan bien que hasta me hace pensar muchas cosas. Yo sé que fue planeado.
—¡Chocolate por la noticia! —Vibraron las sienes de Wilson. —Claro que sí. Planeamos la emboscada. Pero no las torpezas de Antonio. Antonio debe ser preservado de las requisitorias porque es un informante, sabe mucho. Y puede arruinar futuros operativos.
—Ahora yo también sé algunas cosas, Wilson... ¿Y Tomás Oviedo?
—¿Qué tiene? —Le tembló brevemente un párpado, como si fuese un tic.
—Pregunto.
—Vino a saludarlo, ¿no?
—Me refiero a su opinión sobre lo ocurrido.
—Estamos de acuerdo. Es mi secretario y —se asomaron los dientes en su forzada sonrisa— tiene que coincidir.
—¿En qué?
—En varios puntos. Por ejemplo, Antonio Gómez. Ese hombre ya no sirve para tareas delicadas. Su confusión anuncia otras. Pienso que terminará en un asilo, porque anda desesperado, con ideas suicidas. Lo despediré con una buena indemnización antes de que cometa una locura. Lo mejor es alejarlo.
—Necesitaría hablar de nuevo con él. Cuando vino a disculparse, yo estaba mareado y sorprendido. No alcancé a hacerle algunas preguntas, y en el viaje fue reservado en extremo. —Miró fijo otra vez a su interlocutor. —Acabado el operativo, no tendría por qué negarse a desembuchar ciertos datos. Por lo menos a mí.
—¿Datos? Fue entrenado para cuidarse de los periodistas; tal vez por eso no contestaba a sus preguntas.
—Uno de sus jefes se llama Abaddón. —Se le tensaron las comisuras de los labios. Tengo urgencia en saber quién es, dónde vive, a qué se dedica.
Los ojos de Wilson emitieron un destello.
—Extraño nombre...
—El Ángel Exterminador.
—¿Eso significa? Wow! ¿Y qué quiso decir Antonio cuando lo identificó como “uno de sus jefes”? —se hizo pantalla con la mano. —No olvide que el jefe de Antonio soy yo.
—Digamos que se trata, efectivamente, del señor Wilson Castro, ¿qué le parece? —Damián hablaba con la garganta seca y a cada rato sorbía otro poco de té: —O que opera por debajo del señor Castro, en lo que podríamos llamar una cadena de mandos de estilo militar —cerró los puños, porque se había metido otra vez en las arenas movedizas.
—¡Ja, ja, ja! —se llevó ambas manos a las mejillas. —¡Qué imaginación! Conozco las cadenas de mando, porque fui militar, pero mis empresas no son un regimiento, ni mis oficinas, un cuartel. —Wilson soltó otra carcajada.
Damián se examinó las uñas mientras calculaba la siguiente maniobra. Tal vez estaba cometiendo la mayor torpeza de su vida.
—Es la primera vez que oigo la palabra Aba... ¿cómo era? —Las mejillas de Wilson enrojecieron levemente. —No me gusta su sonido ni lo que significa. ¿Por qué le interesa un Ángel Exterminador?
—Curiosidad teológica.
Wilson se acarició la garganta.
—Ah... también teológica —y evocó a Bill.
DIARIO DE DOROTHY
Recién se me fue la jaqueca. He tomado más medicamentos que un enfermo terminal.
Nunca me venían tan seguido. Creo que la causa reside en la locura que me está desbarrancando. O en la fuerza que hago para no desbarrancarme del todo.
Se hicieron más seguidas con la aparición de Damián, porque intensifican mis conflictos con Mónica. Damián me hace recordar los años en que yo era joven, limpia y podía enamorarme de verdad. Me ha hecho perder el tenue control que aún podía ejercer sobre mí misma.
Hace rato que me he alejado de Mónica, al punto de volverme inaccesible. Lo sé y lo padezco. Tal vez ni sospecha que no me divorcié de Wilson para protegerla, porque Wilson es capaz de todo.
Nunca podría contarle a mi hija la cruda verdad, los extremos de mi sometimiento. Opté por alejarme, ponerme máscaras, simular sueño, para no decirle lo que me desgarraba. Ni siquiera prestaba atención a sus historias de adolescente porque tenía pánico de que ella captase la bazofia escondida. Lo mío era imperdonable: me había convertido en el peor de los modelos.
Si ella supiera que es una hija adoptada... Pero eso es lo de menos. Hoy en día ya nadie se desgarra las vestiduras por haber ocultado un hecho así. Pero “lo otro”, eso que llamo “lo otro”... ¡Cómo diablos hacerle comprender “lo otro”!
Sólo Tomás se ha enterado de que
Wilson
la recogió de un campo de detención clandestino al morir su joven madre. La inscribió en debida forma y los papeles están en orden. Nadie podría reclamarla. Pero a los pocos días de su séptimo cumpleaños, que celebramos con tanta alegría, vi esa película espantosa que recorrió el mundo. A partir de entonces se me instaló una angustia terrible.
Con el tiempo, al comprobar que nadie la reclamaba y que ella crecía como auténtica hija nuestra, la angustia disminuyó. Para todo el mundo y para ella misma, Mónica era la hija biológica de Wilson y Dorothy, sin el menor asomo de duda. Pero sobrevino algo peor: “lo otro”. Entonces no supe cómo conciliar esta situación horrenda con mi papel de madre. No me sentía con derecho a darle un consejo, ni siquiera a opinar sobre su ropa.
Yo me había convertido en una inmundicia.
Interrumpo para secarme las lágrimas.
Soy un asco. Me desprecio.
Siento culpa por no haber sido la madre que Mónica merece. Estoy tan descontrolada que se me ha fijado el deseo de levantarme a su novio. Huelo peor que excremento. No puedo más. Debo alejarme de aquí.
¡Bill! ¡Bill! ¡Te necesito! ¡No tengo a nadie más en el mundo!
El cuarto de huéspedes en el que dormía Damián se encontraba en la planta baja y una puerta lo conectaba con el parque. Despertó en medio de la noche. Con los pies había corrido las sábanas, para ganar algo de fresco. La luz velada que penetraba en su habitación le deshizo las últimas telarañas del sueño. Los tules que caían a los lados de la puerta ondulaban como velas en mar quieto. La decoración de su cuarto había desaparecido: los cuadros al óleo apenas se distinguían en la violácea pared como rectángulos agujereados. Enfrente se alzaba el espejo de una cómoda, y a su derecha, el contorno de una lámpara. Sacó un pie de la cama y palpó el libro que se le había caído al dormirse.
Dio vueltas sobre el lecho durante un cuarto de hora. Algo lo llamaba desde el parque. Se sentó y amontonó las almohadas tras su nuca. Un perfume intenso de flores abiertas avanzaba a su encuentro y, gracias a un soplo de brisa, le envolvió la cabeza transpirada. Se levantó con pereza, estiró el arrugado piyama y caminó descalzo hacia la noche estival. La luna estaba cubierta por nubes cuyos bordes daban paso a débiles rayos. Cruzó la galería y bajó por los escalones de granito hacia el césped mojado. El sendero zigzagueaba como una víbora gris rumbo a los matorrales del fondo, tras los cuales se alzaban los árboles. Parecían haber crecido y daba la impresión de que sus cimas se estiraban hacia las penumbras del cielo. A lo lejos se insinuaba el río.
La tranquilidad de la noche armonizaba con la multitud de insectos, ranas y lombrices que pululaban con incesante ritmo. Por sobre el croar que emergía de una acequia retumbaba el canto de los grillos y aleteaban las libélulas. Vibraban los tallos bajo el movimiento de las hojas que intentaban rozar la hierba.
El parque de los Castro Hughes parecía haberse dilatado. Damián se detuvo a contemplar los enigmáticos bloques negros que lo rodeaban, mientras sus pulmones gozaban del aire cargado de polen. Entonces ocurrió lo imprevisto. Oyó crujir ramas, como si se acercase un animal. Pensó que era un perro, tal vez una comadreja. Enseguida corrigió su error: no habían crujido las ramas, sino el pedregullo. Apenas dio vuelta la cabeza se topó con una figura blanca que ondulaba como la cortina de su habitación. La sorpresa no lo dejó reaccionar. Se trataba de un espectro escondido bajo una túnica que descendía del cráneo a los pies. Antes de que pudiese articular una palabra, dos brazos de mujer le rodearon el cuello. Damián perdió el equilibrio, pero ella lo sostuvo sin violencia. El cuerpo firme y cálido se apretó al suyo con sensualidad mientras la mano suave, osada, le revolvía el cabello. La otra mano se deslizó rápido hacia sus costillas y llegó al muslo. Damián sintió que una boca entreabierta se adhería a sus labios. Se besaron y frotaron con delicadeza. Todo ocurría con demasiada velocidad. O en cámara lenta, como en las películas.