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Authors: Varios autores Juan Manuel Domínguez

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

Kijû Yoshida. El cine como destrucción (16 page)

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Una imagen, el movimiento de los actores que existen en ella, un rayo de luz, un sonido; todas estas cosas trascienden las intenciones del realizador, y comienzan a describir, sin reservas, su interior.

Por supuesto, no hace falta mencionar que esta inclinación del cine a trascender el Yo tiene una influencia idéntica en el público.

El público, encerrado en un cuarto oscuro, no llegará hasta donde se lo intenta llevar.

El público trascenderá libremente a la obra y al realizador, y les pondrá un punto final cuando lo disponga. Esta libertad también incluirá un cuestionamiento del conservadurismo del mismo público. Así, el público tampoco podrá salir ileso.

Creo que esta contraposición infinitamente igual entre realizadores y espectadores es la esencia del cine.

Acabo de terminar mi obra más reciente:
Eros
+
Massacre
.

La película trata de un escándalo sublime ocurrido en 1916, el incidente de la Casa de Té Hikage, entre los anarquistas Osugi Sakae e Noe Ito y Miss K.

No tengo intención de recrear el incidente, que ha sido enterrado en la historia hace más de medio siglo.

Pretendo tener discusiones con el público acerca de nuestra libertad, aquello que conecta a nuestra época con los años 10 y los años 20.

He insertado el siguiente título como prólogo del film:

Charla decadente y alegre sobre la rebelión y la erotología de Noe Ito, quien vivió una violentamente oscilante vida de belleza, y Osugi Sakae, quien recitó el poema: “Estrangulado hasta la muerte en el mes primaveral de marzo, mi alma se arremolinará entre las flores del cerezo”, que llevará a la ambivalente complicidad entre nosotros, los jóvenes, yo o ustedes.

Lo que se desarrolla aquí es la lógica de la autonegación.

Esa es también mi teoría del cine.

Publicado originalmente en
Eiga Gejitsu
, septiembre de 1969.

Un pañuelo en el viento, la foto de una estrella

Ensayo de cine

Por Kijû Yoshida

No cabe duda de que cualquier persona que evoca su primer encuentro con el cine parte de un recuerdo feliz. Lejos de ser un vago recuerdo de la infancia, la sorpresa de ver una película por primera vez es una experiencia sagrada. Sobre todo antes de que apareciera la televisión, la pantalla de cine tenía el mágico poder de subyugar a los niños. A diferencia del aparato de televisión ubicado en el espacio cotidiano de la casa de familia, la sala de cine, oscura y cerrada, aunque ubicada en una bella y animada callecita, transportaba a los niños a otra dimensión. Ver una película era un verdadero evento.

Por supuesto, un cineasta no es otra cosa que uno de esos niños. Por ejemplo, Jean Renoir, en su autobiografía, recuerda el día en el que vio una película por primera vez: “Apenas nos sentamos, se hizo la oscuridad. Una máquina aterradora emitió un rayo luminoso que atravesó peligrosamente la sala. En la pantalla aparecieron imágenes incomprensibles. Todo esto venía acompañado del sonido de un piano, por un lado, y de una suerte de martilleo que provenía de esta máquina infernal, por el otro. Yo pegaba mis gritos habituales, y tuvieron que sacarme de la sala”.

La historia —París, fines del siglo pasado— cuenta el momento en que el joven Renoir, acompañado por Gabrielle, su niñera, vio una de las películas mudas en la época en que los grandes comercios, símbolos de progreso y modernidad, proyectaban para atraer a la clientela. Una película muda que “mostraba un gran río y, en una esquina de la pantalla, podíamos descubrir un cocodrilo”. Pero Renoir, quien aún no tenía siquiera cinco años, no podía tener recuerdos tan precisos, y esta historia se la contó en realidad Gabrielle una vez que él se convirtió en adulto y cineasta.

¿Y en cuanto a mí? Lo primero que vi en la pantalla de una oscura sala de cine, acompañada por un rayo de luz, no fue una bestia aterradora como el cocodrilo sino un pañuelo. Un pañuelo que flotaba en el viento; ése fue sin duda alguna mi encuentro con el cine. Pero a pesar de las diferencias entre un cocodrilo y un pañuelo, los recuerdos de Renoir llamaron mi atención porque comparten algo con los míos y se superponen. Efectivamente, el joven Renoir no estaba solo cuando vio esta película. Estaba acompañado por su joven niñera, Gabrielle, como a mí me acompañaba mi criada.

En las familias de preguerra, los empleados que ayudaban en las tareas domésticas eran numerosos, pero en casa las cosas eran diferentes. Antes de terminar la escuela primaria, mi criada había perdido a sus dos padres y, huérfana, había sido adoptada por mi familia. Tenía apenas veinte años cuando yo comenzaba a tener conciencia. En esa época se ocupaba de todo en casa y era considerada un miembro de la familia. Ocupó también para mí el rol de madre.

La ciudad de Fukui, situada en la región de Hokuriku, fue arrasada por los bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial y el sismo que sufrió poco tiempo después. Los paisajes que recuerdo hoy han desaparecido sin dejar ningún rastro. La Fukui de entonces, sin ser particularmente bella, era una ciudad tranquila, organizada alrededor de las ruinas de un castillo. Como estaba ubicada en una región de producción de seda y
habutae
[21]
, los talleres de tejido alineaban sus edificios uno al lado del otro, y, sin que se vieran fábricas ni grandes construcciones, las casas de tejas negras y resplandecientes se disponían ordenadamente. La casa donde nací se encontraba relativamente cerca de las ruinas del castillo; a su alrededor se alineaban las fábricas de hilados y desde las casas de
degoshi
[22]
se escuchaban los sonidos suaves y lejanos de los bastidores. Mi familia no tejía, pero tenía un comercio que se especializaba en seda y
habutae
. En la entrada del negocio donde las claraboyas dejaban filtrar los rayos de sol, se amontonaban las piezas blancas de
habutae
, sobre las que me gustaba trepar de niño. Su textura suave y fresca me fascinaba.

La empresa familiar había sido fundada por mi abuelo, pero luego él se retiró dejándole el cargo a mi padre, que desplazó el negocio a Tokio, en el barrio de Nihonbashi. El no venía casi nunca a Fukui, por lo que me criaban mis abuelos. De hecho, para esta época mi madre ya no estaba. Había muerto poco después de dar a luz. El recuerdo más lejano que tengo de ella es su ausencia. Nadie decía una palabra al respecto; miraban con compasión a ese “niño sin madre”, y me hablaban con el mismo tono. Crecí así, obligado a cargar no sólo con la muerte de mi madre sino también con la sombra de otros ausentes. Luego de haber llorado durante seis meses la muerte de cuatro personas, los vecinos nos señalaban con el dedo como a una familia maldita.

La razón de nuestra desgracia era una enfermedad incurable en la época: la tuberculosis. Los hermanos de mi padre eran muchos; parece ser que nueve. Sólo cinco de ellos alcanzaron la edad adulta. El menor fue al Liceo de Tokio pero, luego de contraer la tuberculosis por tomar frío bajo la lluvia durante un entrenamiento militar, tuvo que volver para curarse. La tuberculosis afectó a sus dos jóvenes hermanas y murieron unos después de otros. Por ser la esposa del mayor, mi madre se encargó de cuidarlos pero se contagió ella también y murió con nada más que veinte años. En seis meses, cuatro ataúdes salieron de la casa y la gente empezó a hablar con naturalidad de una familia maldita, pero la imagen que conservo está lejos de ser tan oscura. El comportamiento de mis abuelos era muy valioso, pero sin dudas la presencia de la criada alegraba la casa. Era bajita y demasiado joven para ser mi madre, pero evidentemente fui educado como un “niño de criada”.

Este recuerdo data del período en el que frecuentaba la escuela primaria: el cielo estaba oscuro y el tiempo se anunciaba lluvioso cuando, en el campo de deportes, que podía verse desde la ventana de la clase, apareció de repente la criada. A pedido de mis abuelos, había venido a buscarme con un paraguas y me esperaba en una esquina del campo desierto, sentada en una hamaca. Muerto de vergüenza por esa situación frente a mis compañeros de clase, le pedí que nunca volviera al colegio, y ella me respondió: “Como nunca terminé la escuela primaria, me gusta venir”. Me quedé en silencio.

La criada y yo teníamos un secreto. En efecto, teníamos la costumbre de ir al cine a escondidas de mis abuelos, que eran demasiado estrictos. Al principio, ella iba a ver las películas que le gustaban, mientras yo lloraba en su hombro. Pero yo no podría recordar esto. Si hubiese querido —como Jean Renoir con Gabrielle— compartir mi primera película con ella, no habría podido porque mi niñera ya estaba muerta. Poco después del final de la guerra, cuando un sismo acabó con Fukui, fue sorprendida por el derrumbe de mi casa cuando intentaba socorrer a mi abuela y murieron las dos, una sobre otra.

De nuevo, pienso que un pañuelo selló mi encuentro con el cine. No se trata de un vago recuerdo de mi infancia: al sentir físicamente lo que llamamos cine, lo que por primera vez me permitió tomar conciencia de su misterioso ser fue un pañuelo. Ese día, la película que mi criada y yo fuimos a ver a escondidas se llamaba
Saiyûki
[23]
y estaba protagonizada por el actor cómico Enoken, quien gozaba de una gran popularidad en ese entonces. En el camino hacia la lejana India, el monje budista Sanzô es raptado por unos monstruos. Son Gôku, interpretado por Enoken, llama a su nube y, gracias a un arte de la navegación aérea, emprende el socorro del monje en peligro: esta película repetía una intriga convencional. Pero ni el comportamiento juguetón de los monstruos ni las historias y gestos de Enoken fueron lo fascinante para mí. El pañuelo de Enoken, que lanzó a su nube mientras se dirigía a socorrer al monje, y que flotaba en el viento, fue mi fuente de placer y lo primero que me reveló la misteriosa identidad del cine.

Si lo pienso hoy, este pañuelo no era más que un recurso cinematográfico bastante infantil. Para dar la impresión de que volaba en el aire, un pañuelo surgía del cuerpo de Enoken y flotaba con el viento. Gracias a este recurso, se podía resaltar el vuelo de Enoken, y esta carrera hacia el socorro del monje en peligro duplicaba el suspenso. Pero el niño que yo era no podía distinguir las técnicas del cine ni los artificios de los adultos. Tenía los ojos clavados en ese pañuelo en el aire y quería convertirme en él. Me encontraba frente al espejo, con el cual los niños aún no tienen una clara conciencia de la separación entre uno mismo y el otro, y lloran cuando ven a otro niño de la misma edad caerse, convencidos de que se trata de sí mismos. Me identificaba con ese pañuelo, me confundía con él, y abandonaba mi cuerpo frente a esta sensación de velocidad. En la oscura sala de cine, contenía mi respiración y esperaba. Desde el momento en el que el peligro amenazara a Sanzô, Gôku sin dudas aparecería, encaramado sobre su nube. Pero, más que la aparición de Gôku, esperaba el retorno del pañuelo en el viento. La película, como si escuchara a mi corazón, multiplicaba las escenas en las que Gôku volaba. Cada vez, su pañuelo en el viento me absorbía y me regocijaba.

Mi encuentro con el cine, el poder mágico de la expresión cinematográfica, rápidamente se trasladó a mi mundo infantil. En mis juegos solitarios e infantiles, el pañuelo se convirtió en un accesorio de primer orden. Cuando corría, para aumentar la velocidad, me ataba un pañuelo detrás y lo hacía volar.

Imaginación muerta sustituye

El original Buñuel

Por Kijû Yoshida

Buñuel mexicano: frente al extremismo de la expresión contemporánea, a la imposibilidad de que la “imaginación muerta imagina” de Samuel Beckett sea indicio, ¿acaso estas palabras no resuenan como el soplo de una vida animista?

Las razones por las cuales Buñuel partió hacia América Central pueden imaginarse fácilmente. Habiendo tomado partido en la guerra de Cuba a fines del siglo pasado, su padre se habría instalado en esta colonia donde habría hecho fortuna. Luego de volver algunos años más tarde a España, Calanda, en el Bajo Aragón, se habría casado con una joven muchacha veinticinco años menor con quien habría tenido a Buñuel. El mito de este nacimiento, digno de su surrealismo, dibujaba el circuito subterráneo que pronto conduciría a Buñuel, aclamado sobre todo por
Un perro andaluz
en la capital cultural de París, a instalarse en América Central. Pero, por supuesto, la razón que lo llevó a huir a México era en realidad el fascismo contemporáneo.

Una vez llegado a Estados Unidos en protesta contra la usurpación del poder por Franco, habría vivido anónimamente en Hollywood como un simple montador. Luego de la guerra y de anticipar tempranamente la caza de brujas llevada a cabo por McCarthy, cruzó la frontera y pasó a México. El rumor según el cual habría sido expulsado de Hollywood luego de la calumniosa denuncia de su antiguo amigo Salvador Dalí no habría podido embellecer el mito de la huida de Buñuel.

A la luz de mi propia estadía en México
[24]
, me empeño radical y fuertemente en negar este mito porque no he podido encontrar nada de lo íntimo ni del profundo lazo de sangre que sugiere este “Buñuel mexicano”. Por el contrario, las relaciones entre este país y Buñuel rechazan estas teorías, y si acaso hubo relaciones convendría describirlas como exteriores y heterogéneas. Reemplazaremos entonces a este “Buñuel mexicano” por un “Buñuel y México”. Sin embargo, la mayoría de la gente del cine que allí frecuenté, casi sin arriesgarse a nombrar a este exiliado, reaccionaba a mis preguntas con incomodidad. Para explicarlo, podríamos adelantar la imagen de un original “visitante” indeseable proveniente del Viejo Continente. Para el mundo del cine mexicano, esta reacción era de lo más natural.

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