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Authors: Varios autores Juan Manuel Domínguez

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

Kijû Yoshida. El cine como destrucción (15 page)

Con relación al público, pasa algo particular, al menos en Japón. Cuando alguien de mi generación o la que le siguió ve una película trata de entenderla y si no puede entenderla porque suceden cosas o se cuentan o abordan de manera distinta a la que están habituados, entonces la rechazan. Por el contrario, las nuevas generaciones no tienen esta carga digamos histórica o contextual, por lo que sus cuestionamientos devienen de una relación proyectiva con la pantalla. Cuando particularmente sucede con mis películas me siento muy afortunado, porque están accediendo a ellas como
cine puro
.

¿Y cómo cree que su cine influenció a los realizadores actuales?

Bueno, no debería ser yo quien responda esa pregunta sino ustedes
(risas)
¡Estoy esperando para escuchar todos sus comentarios! Porque tal vez encuentre un nuevo Yoshida en sus críticas, en sus reflexiones, y eso es más asombroso para mí.

Me gustan sus preguntas. ¡Son muy buenas preguntas!
(risas)
.

Con relación a "Eros + Massacre" (1969). ¿Cómo piensa el binomio cine y violencia?

Pienso que nunca hice una película que trate sobre la violencia, pero en el contexto en el que hice
Eros + Massacre
había una violencia inherente a la sociedad japonesa. Y no había violencia sólo en el sentido literal, sino también una violencia sexual. Y el título de la película es bastante impactante, pero no filmé violencia, ni violencia sexual. Sí hay violencia como tema, sería la violencia que imponía el Estado, el gobierno, que mata a los protagonistas.

En su momento Jean-Luc Godard, Serge Daney y Susan Sontag anunciaron la muerte del cine y de la cinefilia. ¿Cómo se imagina o ve el futuro del cine?

Morir significa renacer. Tal vez el cine existente muera, pero nacerá un nuevo cine. Creo que ellos querían decir lo mismo. El control político, de los Estados sobre el cine son elementos negativos. Cuando pienso que un nuevo cine nacerá, me refiero a los que no consideren esos elementos.

Publicada originalmente en
Grupo Kane
.
www.grupokane.com.ar
, Abril de 2011.

YOSHIDA ESCRIBE

Mi teoría del cine:

La lógica de la autonegación

Por Kijû Yoshida

La oportunidad de hacer mi primera película llegó en medio de las manifestaciones contra el Tratado de Seguridad entre EE. UU. y Japón, en 1960.

Recuerdo que el 15 de junio terminé de editar la película que recién habíamos rodado y, al agregarle música, me sorprendió un nuevo día.

En cierto sentido, esta fecha podría tener un significado accidental.

Diez años pasaron desde entonces. Durante este intervalo, intenté hacer películas a un ritmo relajado, pero ya había doce a mi nombre. Cuando recuerdo esa época, no puedo evitar pensar que el hecho de haber intentado hacer películas ricas y variadas hizo que repitiera torpemente lo mismo una y otra vez. ¿No me había comprometido a plantear la paradoja de intentar negar al cine estando en la posición de poder hacer películas?

¿No se me había debilitado el cuerpo debido a esta apuesta imposible, esta pasión contradictoria por distanciarme del cine lo más que se pueda estando en su centro al mismo tiempo? Hoy siento fuertemente que así fue.

Es cierto que mi cine comenzó desde adentro de la industria. El hecho mismo de que se me haya dado la oportunidad de hacer películas por encargo de la industria bien puede haber sido una coincidencia.

Sin embargo, mi primer encuentro con el cine convirtió a esto en algo inevitable.

Lo que no podía dejar de cuestionarme en esa época era el miedo de que estuviésemos haciendo películas que ya habían sido realizadas, las hubiésemos discutido y las hubiésemos vuelto a hacer.

La industria que invierte capital en el cine. Los cineastas que lo reciben y producen. Y el público que reacciona.

La relación entre estos tres grupos parece ser equilibrada, y cada uno de éstos parece cumplir su rol de forma consciente. La red de distribución de películas puede ser tanto una luna de miel fortuita como una siesta fingida, pero, para un cineasta, esta relación implica nada menos que una discontinuidad que limita su libertad. El realizador establece firmemente el alcance de las reacciones del público, y completa un producto acorde a estas medidas.

Y el público está entrenado para aceptar esto en un estado de obediencia ambiguo, como lo es dentro de la estructura de un “film interpretado”.

En esta relación se valoran más el carácter individual del realizador y su técnica refinada a la hora de dirigir, mientras que él espera de su público una actitud apreciativa de moderación y buen juicio. Este equilibrado intercambio de emociones se intensifica hasta el infinito y de forma paralela, a una velocidad acorde al principio de la relatividad, y se expande de forma aleatoria hacia todas las direcciones posibles. Y cuando por fin nos damos cuenta de esto, ¿no nos vemos de narices raspando la tierra cruel? Y cuidado, porque la realidad es aún más miserable.

Parece como si no hubiera nadie que se haga responsable por esto, y que todo lo que queda en esta situación es la ruina del cine.

En este sentido, tal vez haya comenzado pensando que quería hacer no “películas ya completadas”, sino más bien “películas aún no realizadas”, o “películas que no son películas”.

Puedo ser bueno proveyendo sólo si le presento al público la imagen de una película que ya está completada dentro de mi cabeza como “una cosa” ya hecha.

Sin embargo, difícilmente se necesite mencionar que todo esto se reduce a proveer un producto, o sea, “una cosa” sobre la cual el público pueda sentirse seguro, debido a su carácter de “algo que ya han visto”, y sobre la cual la valorización está predeterminada.

Crear una obra implica que el resultado es algo que me trasciende, que me va a empujar más cerca de lo desconocido. Pero para el público receptor, también trasciende como “una obra que les está siendo mostrada”, y se convertirá en algo que ellos mismos crearán. En esta nueva relación, el cine deja de ser una entidad determinada que se le provee al público, y pasa a ser un concepto relacional que permite un diálogo y un intercambio libres entre el director y el espectador. Liberarme en este campo visual: ésa fue la primera imagen que me obsesionó.

Sin embargo, eso implicaba que debía darle la espalda por completo al cine. Porque el cine establecido estaba aferrado fuertemente a la anquilosada noción que lo enfatizaba como una mera entidad.

Los opuestos estaban esparcidos por todos lados. Comencé rechazando la naturaleza narrativa del cine. Esto, en otras palabras, se reduce a vender emociones. Siempre y cuando el film esté enterrado dentro de la catarsis emocional que se intercambia entre el realizador y el espectador, ambos permanecerán encerrados en las paredes construidas por ellos mismos, y no les será posible romper con su actitud conservadora. No tendremos nada que decir en nuestra defensa al ser criticados por nuestra ociosa ceguera, tumbados como estamos en la cómoda cuna de la emoción; no viendo lo que deberíamos ver.

Sin embargo, es muy difícil hacer una película mientras se rechaza el acto de narrar.

Nuestra educación nos dice que crear es equivalente a narrar o retratar algo y, habiendo sido entrenados de esta manera, en el proceso de destrucción nos encontramos accidentalmente con nuestro Yo conservador que le informa a nuestro subconsciente.

El arma que escogí para mi oposición se convierte en un cuchillo afilado que apunta hacia las partes de mí que todavía no se han despertado. He dejado de pelear con las cosas que convertí en mis propias ataduras.

Deberíamos hacernos preguntas idénticas respecto de la actuación en cine. El actor encarnará completamente el rol que le ha sido dado en el momento en que aparece en pantalla, y se desvanecerá junto con los créditos finales. Pero seguramente no sea el único que siente algo no-libre e incierto en semejante actuación brillante, casi clásica. ¿Por qué deberían los actores vivir solamente dentro del cuadro? ¿Es ése su destino? No lo creo.

¿Es duro decir que esto probablemente se deba a que ellos han sido tomados como herramientas para conseguir el valor predestinado = emoción en el cine? Los actores deberían trascender el cuadro elegido por el director y exponer sus caras, su total personalidad como actores. Una expresión, el brillo de un ojo o la contracción de un músculo tienen mucho más poder que la actuación calculada para destruir al drama con argumento. Lo único que puede afectar la connivencia tácita entre el público y el director es el cuerpo del actor. A veces filmo escenas sin darles ninguna indicación a los actores. Pero ellos están ahí, y como director no hay placer más grande que esos momentos en los que su presencia se convierte en una crítica de mí mismo.

Definitivamente, esto no significa que yo mire desde arriba la actuación. ¿No es esencial aceptar firmemente que los actores no expresan algo utilizando sus cuerpos sino que la expresión son esos mismos cuerpos? Siguiendo el camino preconcebido, sólo llevará a un espectáculo anticipado. No importa cuán soberbia sea la actuación, no será más que una repetición infinita de algo que “ya existía”.

Traté de rechazar la noción de que la actuación es una herramienta para transmitir cierto mensaje, como parte de una película que ya existe, y en la cual los actores sólo cumplen con el rol que les ha sido dado. Sin embargo, mi forma de aproximarme a las imágenes es idéntica. Mientras ésta esté autocontenida en cierto significado o sentimiento, no será más que una imagen, una herramienta preparada por los realizadores o, en otras palabras, algo “que será visto” por el público o que estará hecho “para serle mostrado”.

Asumamos que se nos está mostrando el plano de un hombre que camina lentamente por un paisaje desierto. En este caso, ¿necesitábamos este plano para mostrar que el hombre caminó desde un lugar al siguiente lugar predeterminado?

¿El realizador eligió un paisaje desierto para expresar algo sobre el estado interno de este hombre?

En ambos casos, el plano ha sido filmado con esperanzas de que un significado le sea añadido a él.

Sin embargo, ésta es una maquinación en la cual elegimos las imágenes como si fueran palabras. Podemos, por ejemplo, interpretar esta imagen como la de un hombre que “está deambulando”. Si la imagen copia de esta manera las palabras que los realizadores están intentando transmitir y es homogénea a las palabras, entonces el cine es sólo una explicación simple, por medio de imágenes, de cosas que deben ser transmitidas. Y si un film se realiza como una serie de operaciones semejantes, definitivamente no podrá ser algo que trascienda al propio realizador. En los casos en que este último es absolutamente superior, y ya sabe todo en forma de palabras, su individualidad es cuestionada, y uno terminará escandalizado por la perspectiva trivial de cómo mostrar el drama de forma realista.

En esta situación, el mundo negativo por el cual el realizador debe responder como creador es ignorado por completo.

Las limitaciones propias del realizador quedan, por lo tanto, totalmente ocultas.

Siempre y cuando sólo los creadores sepan el comienzo y la conclusión del film, debe ser fácil retratar esto por medio de las imágenes más adecuadas.

Sin embargo, esto equivale a vivir una vida que ya ha sido vivida, e implica que el realizador esté ausente desde el comienzo mismo. También, en el caso de las imágenes, si éstas están auto-contenidas en un significado o en un sentimiento, aun si fueran de una belleza suprema, entonces ya han sido violadas por la mano del realizador y ya no poseen vida. Definitivamente, las imágenes no toman vida por sí solas.

Están ahí sólo un instante, a fin de concebir nuevas imágenes y conectar infinitamente, para ser negadas en sí mismas. Pero eso no es todo. Las imágenes no dicen nada.

Los únicos que pueden ponerles palabras a las imágenes son los espectadores. Las imágenes son transmitidas por el realizador como un movimiento físico interno, pero es el público el que puede conectarlas y darles significado a futuro; no es de ninguna manera el director. En ese sentido, las imágenes no pertenecen al realizador, y yo tampoco puedo poseerlas.

Lo único a lo que me he aferrado de forma persistente durante estos diez años ha sido mi expectativa frente a películas que, aunque hayan sido hechas por mí, no puedo poseer. Es la inversión de la relación entre los realizadores y el público. En otras palabras: mirar = ser mirado. No es más que la comprensión de la paradoja en la que, mientras me exponga completamente durante el proceso de realización de un film, éste va a dejar de ser mío.

Películas que romperán con el demasiado estático sentido de solidaridad al reproducir algo ya existente dentro del realizador y mostrándolo. Películas cuyo realizador es incierto, que se mueven constantemente hacia atrás y hacia adelante, y se ponen en acción. Películas que son arrojadas hacia la audiencia y a las que, antes que nada, el público les aporta creación. Pero tal vez ésta sea sólo mi imagen imposible.

Sin embargo, estoy convencido de que la razón por la cual el cine, a pesar de su corta y superficial historia, ha ganado semejante simpatía yace en el hecho de que tiene la inevitabilidad innata de la participación del público.

El realizador no es sólo un actor; no sólo está siendo visto. También termina conociéndose a sí mismo a través de las imágenes que ha filmado. Dentro del ilimitado movimiento reflejo que surge al estar encerrado entre los dos espejos transparentes de mirar = ser mirado, el cine adquirirá riqueza. Esto podrá ser difícil de llevar a cabo, pero no hay nada más honesto que el cine para exponer el conservadurismo de uno.

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