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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Inquisición (58 page)

Tenía que acabar pronto. Me tranquilicé al constatar que no podía durar mucho más, quizá unas dos semanas, cuatro con mala suerte. Había sido un año bastante malo. Y quizá por eso el invierno se alargaba un poco más. De hecho, todavía no se había anunciado nada al respecto por parte del Dominio o del instituto.

Pero ya no sentía que el invierno fuese a durar para siempre. Unos cuantos días más de mal tiempo y cambiaría: las nubes se disiparían y subirían las temperaturas. Y podía imaginarme Qalathar en mejor momento, libre del azote del clima, de esa sucesión de inviernos y veranos que vivía el planeta y que nadie comprendía.

De acuerdo con el relato de la Historia, todo había sido mucho más simple y menos abrupto antes de la guerra (¿para qué mentiría Carausius al respecto, si es que había faltado a la verdad en algo?). En aquellos tiempos había unos pocos meses un poco más fríos y cargados de lluvias, pero eso era todo. El sol solía brillar incluso entonces, y tanto en la tropical Thetia como en Qalathar, algunos días de invierno no se podían distinguir de los de verano. ¿Por qué se había transformado ese suave frescor en los endemoniados meses de oscuridad? Eso era un misterio para todos, y diría que incluso para el Dominio o el instituto. Quizá ése fuera uno de los secretos que podía revelar el Aeón.

Estaba pensando aún en la llegada del verano cuando los valles de olivos quedaron atrás y ascendimos al siguiente nivel: bosques y pastos. Las colinas se elevaban ahora a ambos lados y el empedrado del camino empezaba a mostrar desperfectos, agujeros aquí y allá y bordes irregulares en algunos tramos. Ya habíamos pasado los poblados de la llanura y el tráfico de gente era mucho menor. Habíamos visto dos jinetes y aparecía un carruaje en la siguiente curva, pero nada más. Para ser la carretera principal de Qalathar no resultaba demasiado impactante y me pregunté si eso se debería al Dominio o al invierno. Lo sabríamos en unos días, cuando el invierno acabase.

Charlé durante un rato con Persea, hasta que el camino viró de repente rodeando un gran promontorio rocoso, y la lluvia comenzó a caer con fuerza contra nuestras caras. Las colinas de la derecha se volvían cada vez más altas y rocosas, pero la ruta todavía no se bifurcaba.

— ¿Es mi imaginación o hace más viento? —me gritó cuando dimos la vuelta y pudimos volver a levantar la cabeza.— No es tu imaginación —contesté mirando al cielo, donde se congregaban oscuras y amenazadoras nubes grises. Una nueva tormenta, y según mis cálculos, aún no era mediodía. No llevábamos ningún reloj de éter para saber la hora.

— También llueve más fuerte. Es típico. Será una noche horrible.

— Espero que sea peor para ellos que para nosotros. Un kilómetro más adelante nos detuvimos para que descansasen los caballos en medio de las ruinas de lo que debió de haber sido un pequeño hostal de paso, abandonado hacía muchos años. Según contó la amiga de Persea, existían muchas posadas semejantes, construidas por Orethura como postas de viaje, testigos del mismo destino que tantas otras cosas durante la cruzada. Éste en particular no ofrecía señales de haber sido incendiado, y no me pareció probable que los ejércitos de los cruzados llegasen tan lejos. La población del Archipiélago se había rendido antes de que cualquier enemigo pusiese siquiera un pie en la propia Qalathar. La destrucción de las islas Ilahi y el saqueo de Poseidonis les habían enseñado una lección y habían provisto al ejército de un suculento botín.

Bamalco repartió las provisiones que, afortunadamente estaban secas, porque habían sido guardadas en una bolsa recubierta de aceite. Disfrutamos de una especie de almuerzo mientras los caballos descansaban y comían. Ya podrían volver a hacerlo más tarde, mientras yo intentase entrar en la villa, fortificación o lo que fuera. ¡Por favor, Thetis, que Ravenna esté allí! Me importaba poco que ella quisiese o no acompañarnos, ya que eso podía negociarse. Pero tenía que estar allí. Después de todas esas semanas de espera y de no hacer nada, sorteando la sombra de la Inquisición... Luego montamos y volvimos a ponernos en marcha, atravesando valles cubiertos de bosques, uno tras otro, hacia la izquierda, hacia el sur... A lo lejos podían verse montañas cada vez más altas, pero colinas aún. Cruzamos a continuación un río casi torrencial sobre un puente de piedra muy desgastado y, cuando alzamos las cabezas, divisamos por fin la sierra. Enormes siluetas oscuras contra un cielo gris, irguiéndose borrosas ante nosotros. Las cumbres estaban ocultas y apenas podía apreciarse una masa grisácea detrás. Quizá en un claro día estival hubiese podido ver con claridad el hueco que se abría justo delante de nosotros, extendiéndose a lo largo de la ensenada hasta el extremo de Tehama. Pero ahora era imposible.

Con las montañas a la vista, aceleramos el paso durante un rato y cabalgamos bordeando el límite de un alto prado en el que pastaban varias cabras. Era el primer signo de vida que habíamos visto fuera de la carretera, salvo por el chillido de las aves que parecían sobrevolar los más recónditos rincones. No pude distinguir a ningún pastor, pero supuse que estaría en algún sitio. Del otro lado del camino, por encima del arroyo, había una irregular pila de piedras que pudo haber sido una vivienda.

Nos cruzamos con otra pequeña comitiva que viajaba en sentido contrario, la primera en un buen lapso de tiempo. Era evidente que cabalgaban a toda prisa para cruzar las montañas antes de que la tormenta estallase con toda su fuerza. Y, entonces, en lo que a primera vista parecía un barranco irregular como cualquier otro, vimos la línea gris de un camino que conducía hacia un lado, subiendo una pequeña colina. Lo seguí con la mirada y divisé una curva muy cerrada a unos doscientos metros de distancia, y luego otro trozo del sendero recorriendo la colina siguiente. Incluso desde tan lejos parecía irregular y en mal estado, pero no había dudas de adonde llevaba. Habíamos llegado a la primera bifurcación. Aminoramos la marcha y recorrimos la zona con sumo cuidado. Sentí que los músculos de las piernas comenzaban a dolerme, pero no tanto como había temido. De cualquier modo, quedaban aún varios kilómetros de cabalgata, y eso no haría más que empeorar. Palatina había cogido unos ungüentos de palacio, que en su opinión resultaban excelentes tras una marcha a caballo demasiado larga. Deseé que tuviese razón.

Persea echó una mirada alrededor tras detenernos después de la bifurcación, para comprobar que nadie nos siguiese. Nos rodeaban matas de arbustos y el bosque se encontraba unos pocos metros a la izquierda del camino. ¿Dónde estaba el explorador? Aunque había salido con dos caballos al amanecer, tenía que investigar muchos sitios y, en consecuencia cabalgar mucho más que nosotros, así que era posible que todavía no hubiese llegado.

Pero entonces oímos un grito y salió un hombre entre las rocas que había más abajo del camino.

— ¡Aquí estamos! —lo llamó Palatina— ¿Ha salido todo bien? —le preguntó cuando se acercó.

Él asintió con cansancio. —Salid del camino para que no os vea nadie. Hay una cueva aquí abajo.

Se trataba de otra de las mejoras de Orethura: una cueva ampliada y profundizada, convertida en refugio, donde varias personas podían guarecerse del mal tiempo. En un espacio lateral había sitio para los caballos. Fue un descanso inesperado para todos.

— ¿Cuántos caminos hay? —preguntó Palatina nada más sentarnos en los anchos salientes de piedra de la cueva. Había incluso donde encender una fogata, aunque el respiradero estaba obstruido y no teníamos leña.

— Cinco bifurcaciones —informó— La que acabáis de ver y dos más bastante cercanas entre sí a unos seis kilómetros de distancia. Otra a catorce kilómetros y una última a unos diecisiete kilómetros. Si Alidrisi viaja con coche de caballos, como afirma Persea, ha de ocultarlo en algún sitio mientras sube, o éste sigue camino sin él.

— ¿Cómo explicaría que el carruaje llegase sin él a Kalessos? —Eso pensé— asintió el explorador, con el rizado cabello cayéndole sobre los ojos. Lo echó a un lado con un gesto de extrañeza y siguió hablando— Por eso busqué sitios donde pudiese esconderlo. No hay ninguno a menos de tres kilómetros de la bifurcación más lejana, ni a un lado ni a otro. Y el camino que sigue es demasiado empinado. Tanto el cruce que hay a catorce kilómetros como los dos que están a unos seis tienen escondites bastante cerca. Y he encontrado rastros evidentes de que alguien ha detenido un coche de caballos hace muy poco en el más cercano de todos, quizá durante la semana pasada. Todos los caminos suben hacia las montañas. No me adentré demasiado porque no me dio tiempo. ¡Ah!, la bifurcación en la que estamos no tiene donde ocultar ningún carruaje. Y lo que es más interesante, vi huellas de cascos recientes a unos pocos metros del primero de los dos desvíos situados a seis kilómetros.

— Echemos una mirada al mapa —sugirió Palatina, y Persea le tendió un mapa de hule de la zona, que habíamos cogido de la sala de cartografía del palacio. Lo desenrollamos en un espacio seco del suelo de la caverna.— Estamos aquí —informó el explorador, señalando un punto en el que no había marcada ninguna desviación— Las dos siguientes y la última están indicadas en el mapa aquí y aquí. La que está a catorce kilómetros no figura, pero se encuentra aquí, junto a este pequeño lago.

— Éste es el valle Sidino... Matrodo... y la que está a catorce kilómetros ni siquiera tiene nombre. La última es Prothtos.

— No podemos cubrir todas las desviaciones —dijo Bamalco— Parecía factible cuando estábamos en Tandaris, pero no ahora. Si enviamos a alguien a vigilar la más lejana y Alidrisi coge una de las cercanas, otra persona deberá ir a alertar a quien se encuentra en el extremo y luego ambas tendrán que regresar. De modo que sólo dos personas deberían hacer treinta y cinco kilómetros de cabalgata. Eso es casi la distancia que hemos recorrido hasta aquí. Otro debería cubrir veintiocho kilómetros más hasta la bifurcación situada a catorce kilómetros, lo que es casi tan difícil como lo anterior. Digo, a menos que haya una buena razón para descartar esas dos bifurcaciones.

— Yo he hecho esos trayectos y puedo afirmar que no es ninguna broma —afirmó el explorador.

— Supongo que tienes razón —dijo Palatina analizando el mapa con detalle.

— No, tiene razón —añadió rotundamente la amiga de Persea. Era más alta y musculosa que la mayoría de los qalatharis. Se me ocurrió que podía ser del sur del Archipiélago, como Laeas— A menos que dejemos gente apostada y quedar en que emprenda el regreso a determinada hora.

— Eso tampoco es práctico —objetó Bamalco.

— Su escondite podría estar en el valle Prothtos —intervino Tekraea de pronto— Mi clan tiene terrenos escarpados allí arriba, que limitan con los de Kalessos. Aunque son tierras muy expuestas y no nos agradan demasiado. No sé si Alidrisi correría tantos riesgos.

— Gracias —comentó Palatina— La siguiente bifurcación me parece más atractiva. No figura en el mapa, ni siquiera parece haber espacio para un camino y resulta muy difícil de acceder.

— Pero está bastante limitado —interrumpió el explorador— Ese camino es muy empinado y rocoso. Ya que debemos eliminar algunos, podríamos hacerlo con éste porque es casi imposible subir a caballo.

— Bien, bien —dijo Palatina, pensativa. No le gustaba nada tener que dejar de vigilar algunos senderos, pero yo me mostré de acuerdo con los demás. Aquella bifurcación estaba demasiado lejos. Si Alidrisi no cogía ninguno de los tres primeros caminos, podíamos suponer que se había dirigido al siguiente. Y si él y Ravenna no estaban allí, entonces nos habríamos equivocado o, como último recurso, Tekraea podría pedir ayuda a la gente de su clan. Con un poco más de tiempo, habríamos hecho las cosas mejor, pero la última noche habíamos pensado que no podíamos posponerlo. Dos días más tarde, era el Día de Ranthas, e ir cabalgando por ahí habría resultado sospechoso. Debíamos actuar en aquel momento o arriesgarnos a otros tres días de espera.

Finalmente decidimos que cuatro de nosotros vigilarían la doble bifurcación; el explorador había dicho que desde cualquiera de tos dos senderos se podía ver el otro. Palatina, Tekraea, Bamalco y yo nos dirigiríamos allí, mientras que Persea, su amiga y el explorador permanecerían en el primer camino donde estábamos.

— Por desgracia no en esta fresca cueva —lamentó Palatina— Si se detienen aquí, la mirarán sin duda, de modo que en ambos sitios tendremos que encontrar puntos estratégicos donde podamos ver sin ser vistos y desde donde podamos enviar un mensajero a caballo sin que lo note la gente del carruaje.

— Quizá entonces lo mejor sea el bosque.

— No si oscurece —repuso el explorador— No conviene tener a alguien vagando entre los árboles, intentando encontrar la manera de regresar al camino. Podría perderse.

— Si eso sucede todos nos preocuparemos —añadió Palatina— Persea, en caso de que no se detengan en la primera bifurcación, tú y los demás esperaréis. Luego montaréis y os ocultaréis. Otra alternativa es que enviéis a alguien cabalgando a través del bosque hasta la siguiente curva del camino.— Lo podría hacer yo —se ofreció el explorador— Pero en otro caballo. El mío necesita un largo descanso.

— ¿Y tú no estás exhausto? —le preguntó Palatina.

— No tanto —dijo sonriendo— No se me presenta con frecuencia la oportunidad de participar en algo tan importante.

— ¿A cuánta distancia de aquí estará ahora Alidrisi? —preguntó Palatina mirando todavía el mapa— No tengo mucha idea de carruajes recorriendo largos trayectos.

— Si salió cuando estaba previsto, una media hora después que nosotros... entonces ha de estar a una hora o una hora y media de aquí. —Pero él no se habrá detenido a descansar, de modo que será mejor que nos pongamos en movimiento. Las horas que tenemos por delante serán incómodas para todos, y el tiempo empeorará. Tened cuidado de no ser arrastrados por los torrentes que bajan de las montañas. ¿Alguien sabe qué extensión tienen los valles en esta zona?

Palatina señalaba el cruce doble situado a seis kilómetros de distancia, donde los caminos de dos de los valles laterales convergían en un mismo punto del mapa.

— Matrodo mide unos dieciséis kilómetros de largo y va a dar al mar —informó Tekraea— O eso creo. Por encima de los acantilados. El otro parece más extenso en el mapa pero no sé con seguridad si lo es realmente.

— También ése termina en el mar —dijo la amiga de Persea.

— ¿Estamos seguros de que es imposible navegar por la ensenada? —pregunté— Si todos piensan que lo es, ¿no sería la mejor de todas las defensas tener una raya atracada al lado del acantilado y lista para huir?

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