— Caballos de tiro— señalé— Gracias, Mauriz.
Por una vez, su taimada mente thetiana había sido útil. De no ser por él y su astucia, habríamos cabalgado hasta el agotamiento por el otro valle, que según comentó Palatina cuando volvimos a reunimos, era un sitio ideal para llevar a engaño: tras descender al fondo del valle, la senda era de piedra, por lo que habría sido imposible que se conservasen las huellas.
— De modo que se trata del valle Matrodo —comentó Persea mirando entre la lluvia las cargadas nubes que cubrían todo el valle— , ¿Puedes ver bien a mucha distancia con esa visión tuya, Cathan?
— Sí, pero tendría que hacer un poco más de magia.
— Mientras tanto, aquí tenéis un catalejo —repuso Bamalco sacándolo de su mochila— Pensé que sería práctico. Son unos auténticos anteojos thetianos de larga distancia, no ésos de calidad inferior que fabrican los tanethanos.
Nos fuimos turnando para otear el horizonte del valle, en busca de cualquier señal delatora, humo, edificaciones, luces, pero fue en vano. De cualquier modo, nadie pensaba que pudiésemos hallar nada así, de forma tan sencilla. El escondite debía de estar situado a mucha distancia y mucho más arriba, quizá oculto detrás de un peñasco o en un pequeño valle lateral, bien difícil de encontrar y digno de alguien como Alidrisi.
— ¿Hasta qué distancia podemos ver? —le preguntó Persea al explorador— O lo que es más importante... ¿desde qué distancia podrían vernos ellos mirando desde arriba?
— Si somos realistas, entre dos y tres kilómetros. Es probable que nos vean antes que nosotros a ellos, a menos que seamos muy cuidadosos.
— Por eso queríamos ir de noche —repuso Tekraea.
— Ahora no hay diferencia entre el día y la noche, con estos relámpagos.
— ¡Maldito sea este condenado tiempo! Quizá Sarhaddon tuviese razón; es evidente que Althana no hace nada por ayudarnos.
— No culpes a Althana de las tormentas —replicó Palatina— Puede que todavía necesitemos su ayuda.
El irregular grupo que formábamos comenzó a ascender el embarrado sendero hacia la entrada del valle. Matrodo era más zigzagueante y tortuoso que la ruta que acabábamos de dejar, con riscos sobresaliendo de la montaña a ambos lados y precipicios bordeando buena parte del trayecto. En algunas ocasiones, los peñascos nos protegían contra el viento. Pero, en otras, éste nos empujaba haciendo que nuestras capas volasen a nuestra espalda casi horizontalmente. Eso era lo peor, pues el sendero era demasiado traicionero y cambiante para distraer la vista de lo que nos esperaba delante, y la lluvia caía directamente sobre nuestros rostros. Sentí como si un centenar de pequeños ríos me bajara por el cuello empapándome hasta los pies. La oscuridad era allí más penetrante que en el valle principal, con las montañas alzándose cada vez más altas a cada lado, y los repentinos rayos centelleaban, fascinantes, iluminando rocas que parecían a punto de caer y aplastarnos. Los truenos resonaban de un extremo al otro del cielo sucediéndose en un aluvión casi continuo, y, en alguna ocasión, cuando me atreví a levantar la mirada, vi los remolinos de nubes, apilándose una sobre otra, mientras los huecos entre ellas se encendían con esporádicos rayos. Hasta donde podía determinar, el viento no se movía siguiendo la banda climática. Eso significaba que estábamos ante una auténtica tempestad invernal, que rugía probablemente desde Turia hasta Taneth.
Ascendimos curva tras curva, con el sendero volviéndose cada vez más empinado. Mauriz y el explorador cabalgaban al frente siguiendo las huellas de Alidrisi, una tarea de por sí difícil que hacía casi imposible la lluvia y el hecho de que éste y sus hombres habían arrastrado ramas tras ellos para borrar su rastro. Eso a la vez era un consuelo, pues confirmaba que íbamos por el camino correcto. ¿Para qué tomarse tanto trabajo si no? Ravenna estaba en algún sitio de esas montañas, y con ella (era mi deseo) la clave para hallar el Aeón; quizá incluso, me atreví a aventurar, algún modo de acabar con las tormentas.
Con frecuencia, cuando llegábamos a un lugar con una buena vista, hacíamos un alto para que yo utilizase mi visión de la Sombra y observara con detalle la mágica negrura de las montañas. Llegué a distinguir cuatro construcciones, cuatro enormes peñascos fortificados, una de ellas apoyada de forma inestable en la cima de un saliente, dando la sensación de que en cualquier momento perdería el equilibrio y caería sobre nosotros, en el valle inferior. Pero en ninguna parecía haber señales de vida, ninguna tenía esa peculiaridad que las hace más acogedoras y cálidas que cuanto les rodea.
— ¿Por qué nadie vive en ninguna? —le preguntó Palatina a Persea mientras luchábamos contra una irregular pendiente que sucedía a otra más convencional en una colina más pequeña, de espaldas a la ladera de la montaña.
— Ni idea —respondió Persea— Quizá estén encantadas o a punto de derrumbarse. O quizá las habían abandonado deliberadamente. No sabía a qué clan pertenecían exactamente esas montañas; podían ser de Tandaris o de Kalessos. O quizá fuese territorio de Tehama, aunque no me pareció probable. Aunque no podía decir a qué altura estábamos, debía de ser a mucha, pues que yo recordase, en ningún momento habíamos descendido ni un paso. Había la altura suficiente para que empezase a sentir la falta de aire, así como fuertes dolores de tanto cabalgar; sin duda, una mala señal. Se suponía que el mar quedaba a unos cuantos kilómetros, pero, aun así, debíamos de estar muy por encima de él, y seguíamos subiendo. ¿Habría más adelante precipicios? Recordaba haber visto en el mapa de los oceanógrafos que la ensenada estaba rodeada de rectos acantilados por todos lados excepto por el interior, donde estaba Tehama (allí donde se había construido el puerto ahora en ruinas, sobre un cráter con forma de cuenco). Esa zona era inaccesible desde donde estábamos, y en teoría también lo era ahora desde Tehama.
Pero las huellas que seguíamos no se desviaban, no cambiaban de dirección. De modo que continuamos avanzando hasta que ya no hubo un milímetro en todas mis ropas que no estuviese empapado (hacía ya bastante que la crin del caballo se había convertido en una húmeda maraña sobre su cabeza). ¡Y el frío! ¡Por todos los Elementos! ¡Esto era tan malo como nadar por la helada corriente de Lepidor!
Se oía chapotear a cada paso que daban los caballos. Ya no me importaba que hubiese barro en mis botas. En algunos sitios, las piernas me rozaban directamente con la montura a través de la ropa empapada, así que el dolor aumentaría con las horas. Aquí y allí veíamos abrirse valles laterales, pero no parecía haber ninguna manera de llegar hasta ellos a no ser que fueras una de esas cabras montesas cuyos balidos oíamos cada tanto. En Qalathar había también tigres y leones, pero sin duda esas criaturas más sensatas estarían cobijadas en algún espacio cálido y seco, como los gatos monteses, las aves y cualquier otro animal con una pizca de sentido común. Excepto nosotros.
En una ocasión ascendimos lo que nos pareció ser la cima del valle, pues no se veía nada que fuese más allá. Pero cuando por fin llegamos allí no notamos ninguna diferencia, salvo por un ligero declive y un conjunto de rocas bastante plano en un lado. Y, como comprobé poco después, un sendero lateral.
— ¡Deteneos, retroceded! —ordenó Palatina— Aquí estamos demasiado expuestos.
La oscuridad era casi absoluta, con un cielo que, salvo durante los ocasionales rayos, era de un color entre azul grisáceo y negro penetrante. Por eso, me pareció que nadie podría vernos ni aunque quisiese. Sin mi visión de la Sombra, yo mismo no habría podido distinguir las montañas que nos rodeaban. Así que decidí utilizarla y mi espectro visual se amplió en el instante mismo en que volví a abrir los ojos. Los acantilados estaban hacia la derecha, pero entre dos colinas a la izquierda había un hueco, una grieta que conducía a una abertura muy alta y estrecha. En un extremo, casi oculta entre unas rocas, había una construcción, que no estaba en ruinas. Distinguí el techo, pero mis sentidos estaban por entonces un poco atontados y no podía asegurar si salía humo o se percibía calor en el interior. Tampoco vi luz, pero eso bien podía ser porque las ventanas estuviesen cerradas.
— No puedo asegurar nada —dije volviendo a la visión normal tan pronto como pude y sintiéndome un inútil. Les había dicho que podría encontrar la casa en medio de la oscuridad: por eso habíamos recorrido de noche toda aquella distancia. Pero allí estaba, medio cegado por los rayos e incapaz de decirles si ése era el sitio que buscábamos.
— No importa —afirmó Palatina— Parece probable que lo sea.
Mauriz y el explorador siguieron adelante un trecho y se detuvieron en la siguiente curva. Ninguno desmontó, pero los vi dar vueltas observando el terreno. Mauriz dijo algo y el otro hombre negó con la cabeza, pero el thetiano pareció insistir. Tras un momento los dos avanzaron en direcciones diferentes, Mauriz siguiendo el sendero lateral y el explorador el principal.
— ¿Por qué tengo la sensación de que alguien nos está tomando el pelo otra vez?— comentó Persea.
— ¿Quién, Mauriz?
— O él o Alidrisi. No lo sé. Puede que nos haya engañado con una pista falsa.
— Alidrisi tendría que haber sido thetiano —intervino Bamalco— Mauriz es el único lo bastante retorcido para seguir todo esto.
Él y el explorador regresaron de prisa para informar que, por segunda vez, Alidrisi y sus hombres habían fingido coger un camino diferente. En este caso, al parecer, la treta era más sutil, pero esencialmente la misma.
— Dicho y hecho, supongo. Probablemente, Mauriz ha utilizado varias veces ese mismo truco —añadió Bamalco cuando retomamos la marcha, mientras la fugaz esperanza que yo había tenido de encontrar nuestro destino se evaporaba por completo.— ¿Crear pistas falsas para eludir reuniones del clan? —aventuró Telesta con una leve sonrisa. Se había mantenido en silencio durante la mayor parte del trayecto, dejando que Mauriz hablase. Quizá ella no tuviese una fe tan ciega como él— Creo que Alidrisi está siendo descuidado debido a la tormenta. No le parece que nadie vaya a seguirlo en estas condiciones. El camino ha de ser más sencillo en verano, pero seguir su rastro sería bastante complicado. Nadie comentó nada, concentrados como estábamos en permanecer sobre las monturas con la vista fija en el camino. Aún continuaba la tormenta y nadie pensaba que fuese a parar. Podía durar varios días. ¡Si al menos pudiéramos descansar cuando llegásemos! Pero después de alcanzar nuestra meta vendría una nueva e interminable cabalgata para bajar al valle, y sólo Thetis sabía cuándo estaríamos a salvo.
Cuando volvimos a detenernos, calculamos entre todos que llevábamos unas tres horas de marcha. Incluso a paso de tortuga, teníamos que estar a punto de llegar al final del valle. Ahora todo estaba oscuro y seguíamos por un camino apenas iluminado por los rayos. Las huellas de cascos aún eran visibles cuando el barro estaba todavía húmedo, y pasamos junto a las ruinas de una construcción y otro sendero que conducía a ella, un camino lo bastante amplio para permitir el paso de los caballos. A los truenos y el quejido del viento, casi una constante salvo cuando nos resguardaba un desfiladero, parecía haberse sumado un nuevo acompañamiento. Algo que sonaba como si un demoníaco percusionista tocase enloquecidamente sus instrumentos, en especial los platillos.
— Aquí hay algo que no me cuadra —grité, mirando entre la lluvia la senda, que mostraba una ligera pendiente— ¡Deteneos!
Lo hicimos, y alcé la vista justo cuando el siguiente relámpago iluminó el paisaje.
— ¡Thetis!
— ¡Santa madre del mar!
Me tambaleé, conmovido. En mi mente quedó grabada una única imagen: un panorama de rocas, agua y montañas a mucha distancia, pero que daban la sensación de estar muy próximas, vastos e inasibles bloques de piedra empequeñeciendo todo lo que nos rodeaba. Acantilado tras acantilado, tan altos que acababan desapareciendo entre las nubes, una visión tan poderosa que reducía lo demás a una triste insignificancia. Y, debajo, en el fondo de un abismo que parecía extenderse hasta el infinito, acosando con la espuma la oscura roca empapada por la lluvia, estaba el mar. La ensenada, donde blancas olas se estrellaban al pie de los precipicios, olas inmensas incluso vistas desde aquella altura. Una masa de negras aguas contenidas y rodeadas por el blanco de las rompientes, arremolinándose de forma inquietante. —Tehama— dijo Persea, y la palabra casi fue ahogada por el estruendo. —El final del camino— susurró Mauriz— Por Thetis, no hay nada como esto en todo vuestro reino.
Volví a contemplarlo gracias a dos relámpagos seguidos. La escena parecía siempre la misma y siempre sorprendía por su inmensidad. Palatina me cogió del brazo, casi empujándonos a mí y al caballo para avanzar por el sendero todo lo lejos que pudimos. —Usa tu visión de la Sombra; aquí tiene que haber algo.
Aunque reticente, sintiendo el dolor en los ojos, lo hice. La imagen resultaba así mucho más terrible, semejante a un paisaje infernal imaginado por un artista demente. No había a la vista ningún rastro de vida humana, ni señal de que nadie, con excepción de nosotros lo hubiese pisado antes. Los acantilados de Tehama se alzaban a sólo unos kilómetros de distancia, perdiéndose entre las nubes cientos de metros por encima de nosotros, de manera que incluso la visión de la Sombra era incapaz de seguirlos. Sobre la costa, donde hasta hacía unos segundos las montañas eran tan dominantes y, en cambio ahora, parecían tan insignificantes, el sendero avanzaba hacia la derecha, en paralelo al borde del acantilado y a unos veinte metros de éste. Me tapé los ojos con las manos empapadas cuando un nuevo rayo lo volvió todo blanco por un instante. Luego seguí con la vista el camino, que ascendía más y más hasta perderse detrás de unas rocas... y allí estaba. Un refugio a espaldas del acantilado, entre dos peñascos. Las señales de calor resultaban inconfundibles a mis ojos, igual que las pisadas en el camino frente a nosotros.
El escondite de Alidrisi estaba oculto totalmente por los riscos, salvo desde donde estábamos, el único lugar por donde se podía acceder sin riesgo de caer. Y desde allí lo único que se podía aventurar era que el refugio existía, a la vista tan sólo de una pequeña parte de su base.
Cuando Palatina y yo nos reunimos con ellos, los demás todavía permanecían absortos, con la mirada perdida en la oscuridad, a la espera de otro rayo que alumbrase el panorama. —Allí está— afirmó Palatina— Allí está.