Por fin, con los ojos irritados por el dolor de emplear la visión de la Sombra con los relámpagos (pese a que mantenía la vista clavada en la roca), divisé la flecha justo encima de mí, lo que me dio energías para escalar los últimos metros. Me cogí de la flecha y me impulsé con cuidado para llegar a la cima del risco.
Sentí que el vacío se abría debajo de mí. Un terror intenso me invadió y los músculos se me tensaron antes de comprender que restaba estable y que había roca a menos de un metro frente a mí. Me balanceé hacia allí y sentí con alivio que mis pies tocaban suelo firme. Sin saber cómo me las compondría luego para bajar, con |a flecha clavada justo por debajo del borde exterior, desaté la cuerda y la enrollé apresuradamente sobre el parapeto. A mi alrededor todo era como había predicho Palatina: no había terraplén y sí una muralla almenada esculpida en la roca. Era bastante estrecha, no llegaba a los cinco metros, y debajo se veía un patio al que bajaba por una escalera de madera. El castillo estaba debajo de mí con sus torres y edificios. Pero no había ninguna abertura en la roca en su parte posterior y, por lo tanto, tampoco
una segunda salida. El contorno del peñasco sobre el que estaba se curvaba hasta toparse con un saliente de la montaña que estaba por encima. Un sendero lo comunicaba con una plataforma similar del lado opuesto, mientras que el castillo se encontraba a resguardo en el hueco intermedio. Había sitio incluso para un pequeño jardín con naranjos y limoneros en el extremo más lejano, donde podía darle el sol.
¿Dónde estaba entonces la salida alternativa? Supuse que era un túnel excavado en el otro lado. Pero en aquel momento no tenía tiempo de averiguarlo. Debía encontrar a Ravenna y para eso tenía que hacer un poco de magia. Ella estaba allí, podía sentirlo, aunque Ukmadorian había asegurado rotundamente que un mago sólo podía detectar la presencia de otro si se tocaban entre sí o si el otro utilizaba su magia. Pero el enlace mágico que Ravenna y yo habíamos realizado en Lepidor lo cambiaba todo, pues había creado entre los dos un nexo duradero. No tenía nada que ver con el amor: era sencillamente el hecho de que por unos breves instantes nuestras mentes habían convergido y actuado unidas sin necesidad de palabras.
Y si yo podía sentir la presencia de Ravenna, lo más seguro era que también ella supiese que estaba cerca.
Me concentré, vaciando la mente de todo pensamiento ajeno a la cuestión con el método que tantos meses me había costado perfeccionar. Luego miré hacia abajo y noté la presencia de otra magia en una sala de espaldas al mar, en el extremo opuesto del castillo a donde yo estaba. Desde ese lugar, ella podía observar Tehama, su tierra natal, a la que parecía amar y odiar al mismo tiempo, y que aparentemente había sido borrada del mapa hacía muchos siglos.
Ahora llegaba la parte más difícil. Congregué ante mí todas las sombras que me rodeaban, empleando el poder que venía de la ausencia de luz, y me envolví en las tinieblas, capa tras capa, ligándolas estrechamente para que no pudiese dispersarlas un trueno, ni las llamas, ni nada. A partir de entonces sólo podía utilizar la visión de la Sombra, aunque, por fortuna, la protección contra ojos entrometidos también moderaba el efecto de los rayos y seguiría haciéndolo durante un rato.
Entonces, como un espectro, un ser de la noche cuya única forma era una oscuridad absoluta, me así a la barandilla con cuidado y descendí los resbaladizos escalones que bajaban al patio por un pequeño hueco entre dos edificios. Incluso allí, las ventanas estaban cerradas o tapadas con cortinas, pero pude distinguir luz por los bordes de algunas. La cuestión era ahora cómo llegar al lado opuesto del castillo recorriendo un laberinto de pasillos donde sin duda tenía que haber gente. Todavía no era tarde, demasiado pronto incluso para que alguien se hubiese ido a dormir, y, por otra parte, mi capa de sombras no funcionaría a plena luz.
Avancé a gachas hacia una puerta en la pared frontal del patio y coloqué una oreja contra la madera. Del interior no parecía llegar el menor sonido. Busqué el agujero de una cerradura para espiar, pero no había ninguno. Parecía bastante extraño que no tuviesen cerraduras en el interior por si alguien escalaba los muros, y empujé la puerta por si acaso.
Se abrió, y me asusté cuando crujió levemente. Sin embargo, el ruido debió de ser ahogado por un trueno, pues no apareció nadie.
La abrí lo suficiente para entrar y luego la cerré detrás de mí con tanta delicadeza como pude. En el interior había un pestillo, quizá más que suficiente para protegerse de los intrusos, pero nadie lo había echado.
En una esquina empezaba un pasillo de piedra con puertas cerradas a ambos lados. Una única tea ardía colgada en una de las paredes, pero, por fortuna para mí, era la única luz.
Oí voces lejanas que venían de delante. Iba en la dirección correcta, pero el problema era cómo llegar. Ravenna estaba delante de mí y hacia la derecha.
El pasillo acababa en una sala circular con un candelabro de éter colgado del techo abovedado. Tenía columnas y el suelo estaba decorado con mosaicos de estilo qalathari. Quien había construido o restaurado ese lugar no había reparado en gastos. Parecía el amplio recibidor de una casa elegante, salvo que allí no había ninguna puerta, sólo cuatro corredores que seguían los puntos cardinales. Por eso el pasillo que había recorrido estaba situado en un ángulo tan extraño, para llegar a la sala en la orientación exacta.
Por delante percibí luces y el sonido de más voces. Muchas voces que conversaban despreocupadamente. Oí ruido de vajilla y risas. Debían de estar cenando, lo que simplificaba las cosas. Con un poco de suerte casi todos los hombres de Alidrisi estarían allí, fuera de mi camino. Distinguí una escalera circular a poco de coger el corredor derecho desde la sala. El patio por el que había entrado estaba al mismo nivel que el portal, pero si no recordaba mal, los edificios del frente tenían dos plantas. O sea que debía subir.
Oí pasos y me oculté en la parte más oscura del pasillo. Un hombre con una botella de vino apareció por la escalera y cruzó la sala en dirección a la zona más iluminada y ruidosa de la casa. Sólo cuando me llegó una exclamación que venía del comedor me atreví a atravesar la sala y subir unos cuantos escalones. La escalera tenía también una parte que descendía y que sin duda conducía a la bodega.
No percibí ningún sonido procedente de arriba, de modo que subí los últimos escalones y eché una mirada al pasillo. Volvía a haber luz natural allí, que entraba por las ventanas de cada extremo, y el brillo de un relámpago lo inundó todo durante unos pocos segundos. Sin embargo, no vi luces encendidas.
Ravenna estaba allí, podía sentirla, a apenas unos metros. Quizá en una de las habitaciones del fondo, donde una ventana sin cortinas mostraba la vista de la ensenada y de Tehama. El suelo era de madera, lo que me fastidió por su tendencia a crujir, pero por suerte una larga alfombra cubría la parte central del pasillo. Las paredes eran de piedra o yeso, y no crujieron, como hubiese hecho la madera, cuando la toqué por accidente.
Sentía la agonía de la incertidumbre en cada paso que me acercaba a la habitación, a veces en la más absoluta oscuridad, otras en medio de una luz intensa. Incluso el menor sonido me parecía muy fuerte, como siempre me pasaba cuando intentaba andar con sigilo. Por fin llegué al final del pasillo y distinguí dos puertas, una a cada lado. No me detuve a pensar ni un instante: la que buscaba era la de la derecha. Avancé, alcé la mano en dirección a la puerta para golpear con delicadeza y, sin saber por qué, dudé unos segundos. Luego di tres golpes suaves.
No hubo respuesta. Quizá Ravenna estuviese dormida. Probé a girar la manecilla y sentí que la puerta se abría. Era una habitación amplia, sin luces, con algunos muebles y una cama con la ropa y las almohadas amontonadas. Eso llegué a ver justo antes de distinguir una pequeña silueta sentada en una silla de cara a la ventana. Allí estaba ella, que por algún motivo llevaba una capucha subida.
— ¿Ravenna?
La figura encapuchada se puso de pie con lentitud y se volvió mientras las sombras que me envolvían se desvanecían y desaparecían.
— ¿No reconoces a tu propio hermano?
La puerta se cerró con violencia detrás de mí y caí inerte contra ella, incapaz de hacer o decir nada, paralizado no por ninguna magia o veneno sino por la más absoluta e impactante sorpresa. Una sorpresa que en unos segundos se volvió desesperación cuando la figura echó atrás la capucha y vi sus rasgos claramente a la luz. Me miró fijamente por un instante, con una ligera sonrisa en los labios, luego dio unos pasos hacia adelante, cogió una de mis muñecas y deslizó por ella una pulsera, que cerró antes de que yo tuviese tiempo de reaccionar.
— Mis disculpas, hermano —dijo— , pero no me gustan demasiado las sombras.
Sus palabras me sacaron de mi parálisis y bajé los ojos hacia el brazalete de plata, decorado con piedras parecidas a azabaches. Mi visión de la Sombra había desaparecido, y por mucho que lo vintenté, no conseguí recuperarla. Existía una barrera en mi mente similar a la que me había aplicado el mago mental, aunque con sutiles diferencias.
— Te has lucido al llegar tan lejos. No es que dudase de ti con semejante incentivo.
— ¿Cómo...?
— Espera un segundo. —Alzó la mano derecha y la apuntó hacia mí.— ¡No! —grité con desesperación.— Una precaución. Me temo que no confio en ti, algo que al parecer comparto con mucha gente.
El dolor me tiró al suelo tan pronto como mis piernas cedieron, y me desplomé mientras mi grito era apagado por una ráfaga de truenos. Su magia me recorrió por dentro del mismo modo que en la ocasión anterior, despojándome de todo control sobre mi propio cuerpo y dándome la sensación de que mis músculos se rompían.
Afortunadamente, se detuvo pronto, y yo me quedé aspirando bocanadas de aire que me producían un dolor intenso. Conservaba el suficiente sentido para mover las manos, pero el efecto bastaba para convertirme en un inválido.
— Todavía no puedes defenderte de mí. Pensé que en esta ocasión estarías preparado. No es que eso te hubiese sido de mucha ayuda, por supuesto. —Me .dio la espalda y se acercó a mirar por la ventana— Hermosa vista, ¿no es cierto? Los imponentes acantilados, el mar, alguien prisionero en un castillo... un buen tema para una ópera, aunque ningún compositor podría imaginar nada tan bello como esto.
Se volvió de pronto y mis ojos lo siguieron hasta la cama, con las mantas y almohadas amontonadas.
— O esto —dijo cogiendo una sábana y apartándola en un único y fluido movimiento.
No eran almohadas.
— Tus instintos no te han engañado, hermano. Sólo tu ingenuidad y tu juicio.
Se inclinó ante ella, tapándola por un momento. Luego regresó a la ventana.
— Reunidos al fin —afirmó.
Noté la furia en los ojos de Ravenna cuando lo miraba, jadeando al respirar. Orosius debió de tenerla amordazada hasta que yo entré, así atada y oculta bajo una manta no había podido alertarme. Presa del dolor, no dije nada, ni siquiera cuando ella me miró. Nuestros ojos se cruzaron con incomodidad por un momento y noté una extraña expresión en su rostro.
— ¿Ninguna palabra de amor? —preguntó el emperador con tono de sorpresa— Incluso yo podría haberlo hecho mejor. ¿O quizá se debe a que estoy aquí y preferiríais estar solos?
— Arruinas el mundo con tu sola existencia —respondió Ravenna, iracunda— No tiene importancia donde estés. —Pensé que a quien odiabas era al Dominio— comentó Orosius aparentando inquietud— ¿O acaso tienes odio suficiente para todos, para los nobles de tu propia tierra que te han vigilado y protegido, los líderes de la herejía que te adoctrinaron para ser faraona, la gente que haría realidad tu sueño sólo como parte de sus propias metas?
— Y tú guardas tu odio para los que conoces pero prefieres ver como extraños —replicó ella de inmediato— Tu prima, tu hermano, los más cercanos a ti.
— Los que pretenden destruirme —subrayó Orosius— Cathan y Palatina han planeado asesinarme. ¿Es eso propio de familiares o de enemigos?
Ravenna no respondió.
— La vida es caprichosa, ¿verdad? —prosiguió Orosius— Incluso los planes mejor trazados pueden acabar en la nada. Allá por los tiempos del Antiguo imperio, vosotros dos habríais sido mis más poderosos vasallos. La faraona de Qalathar, el jerarca de Sanction. Los tres habríamos sido capaces de cambiar el mundo si hubiese sido nuestro deseo. Sin embargo, ninguno de vosotros ha ceñido su corona y erráis por el mundo como vagabundos, llevados por los planes de otras personas, utilizados como títeres por una u otra facción. Títeres. Estáis tan desesperados que incluso esa gente insignificante puede moveros según su voluntad.
— ¿Tienes idea de lo absurdo que suena todo eso? —interrumpió Ravenna— ¿ Tú hablando de gente insignificante} ¿Un emperador insignificante, cuyo nombre no se menciona sino para burlarse de él?
— Ni aun siendo la más importante de mis súbditos podría disculpar esas palabras —subrayó Orosius— , pero no tengo tiempo para discutir. El tiempo de esta isla y sus disidentes ha llegado a su fin. Y eso también es una muestra patética: tras veinticuatro años de estar ocupados por el Dominio no consiguen reunir a más de siete personas para rescatar a la faraona. ¡Y tres ni siquiera son qalatharis! Ravenna, tu decadente pueblo ha venido aquí esta noche para salvarte de las garras del fallecido y nada llorado presidente del clan Kalessos. Pero ¿se trata acaso de un ejército de qalatharis coreando tu nombre, siguiendo un plan propio? No, sólo son dos thetianos, un ciudadano de Mons Ferranis y cuatro de tus conciudadanos los que han llegado hasta aquí. Y ni siquiera fue idea suya, sino de mi prima y mi hermano. —¿Y qué es lo que harás ahora?— pregunté, sabiendo que fuera cual fuese su respuesta habíamos vuelto a fallar, y esta vez sin salvación posible.
— Dejaré que vosotros lo adivinéis. Por supuesto que no morirá ninguno de vosotros. Asesinar a las únicas personas del Archipiélago con alguna iniciativa sería un desperdicio y, además, mataros eliminaría buena parte de las satisfacciones de la vida. Hay gente que nos espera abajo, hermano, ¿es preciso que te ate o serás capaz por una vez de aceptar lo inevitable? Mi gente se basta y se sobra para manejaros, y en este momento vuestros amigos deben de estar desarmados y bajo custodia.
— Iré —dije, intentando incorporarme sin éxito. El emperador bajó la mirada, sonriente, y luego me tendió una mano. La observé por un momento y luego la cogí, topándome con carne bien sólida, en absoluto una ilusión.— No soy una proyección esta vez —comentó abriendo la puerta. Dos hombres salieron de la habitación opuesta, con armaduras de oro a medida y capas azules de la realeza. Iban cubiertos con cascos de tritón. En la semipenumbra conseguí distinguir el símbolo IX en sus antifaces. Pertenecían por lo tanto a la Novena Legión, es decir, a la guardia imperial. ¿Cómo habían llegado allí? Tenían que haber estado en el castillo antes de llegar Alidrisi.— Desata los pies de la chica y tráela —ordenó Orosius, ayudándome a cruzar el portal con una apariencia de perfecta cortesía. Los guardias debían de saber cómo era en realidad.