— También ha ido allí el segundo buque del Dominio, pero piensan que correrá la misma suerte que el Peleus.
— Vamos a por ellos —dijo Orosius— No puedo perder buques de esta manera. Orientad el rumbo hacia la posición del Peleus y ordenad al Gato Salvaje que se mantenga alejado de la costa. Explicadle a Sarhaddon lo que estamos haciendo.
— Sí, su majestad.
La pantalla volvió a apagarse pero un instante después volvió a aparecer la silueta del capitán
— Dómine Sarhaddon nos ofrece su ayuda para encontrar a los guardias, aunque nos advierte que el mar aquí es muy traicionero.
— Gracias, aceptaré su colaboración. Voy para allí. —Orosius cortó la conexión y se volvió hacia nosotros— Quedaos donde estáis. Vuestra charla no os ha servido de nada.
Se marchó sin ceremonias, incluso sin una frase final de despedida.
— Es evidente que su magia no es tan potente como él piensa —subrayó Palatina con adusta satisfacción— La costa de la Perdición no obedece sus órdenes.
Me asomé por la ventana y observé cómo aparecía la manta del Dominio en nuestro campo visual, a unos cien metros aproximadamente de nuestra aleta de estribor y un poco por debajo de nosotros. No era nada impactante en comparación con el Valdur, pero su poder de fuego podía ser incrementado por los magos. De todos modos, tampoco es que hubiese nadie a punto de disparar ni dispuesto a atacar a la flota imperial en al menos dos mil kilómetros a la redonda.
— ¿Tiene sentido intentar matarlo o superar su poder? —le susurré a Ravenna— De cualquier forma no podríamos hacer nada dentro de una gigantesca nave repleta de guardias imperiales y con esa carroña de oficiales rodeándonos.
— Estaremos en esta manta durante semanas —respondió ella— En ese tiempo puede suceder cualquier cosa. Entre los tres deberíamos poder encargarnos de la tripulación, aunque quizá la nave no pueda ser recuperada. Y además están los otros.
— ¿Apoderarnos por nuestra cuenta del buque insignia imperial? Estás loca.
— No soy yo la que está loca, Cathan. Él está loco. —Ravenna cerró los ojos y respiró profundamente. De pronto me percaté de lo pálida y tensa que estaba— Está enfermo, demente, y no soporto la idea de estar en su poder ni siquiera durante unas horas más. Pensé que podría, pero nunca me he sentido tan herida en toda mi vida. Tenemos que pensar ahora que no está aquí. El murmullo del reactor, omnipresente en una manta, había sido hasta ese momento casi imperceptible, más bien una leve vibración que podía sentir en la alfombra a través de las rodillas que un sonido audible. Pero entonces comenzó a cobrar la suficiente intensidad para ser oído.
— Vamos a más velocidad —advirtió Palatina— Creo que ha de tener un doble reactor, pues de otro modo no se entiende que esta inmensa ballena de leños pueda moverse. Debemos de ir a mucha velocidad. Por las ventanas noté cómo aumentaba el golpeteo de las aletas y, un momento después, la manta del Dominio hacía otro tanto. Nos adentrábamos más y más en la costa de la Perdición, en unas aguas traicioneras que engullían buques desde mucho tiempo antes de caer la Revelación, y que seguirían haciéndolo en el futuro.
Pero pese a que teníamos tiempo de hablar hasta la siguiente aparición de Orosius, a ninguno de nosotros se le ocurrió nada.
Sólo teníamos una opción, e implicaba asesinar al emperador.
Ninguno de los tres quería hacer otra cosa. Quizá con su muerte seríamos incluso capaces de revertir el edicto thetiano, pero antes había que pensar un modo de matarlo, emplear una técnica que
fuese incapaz de resistir con el gran poder de su magia.
Sabíamos que estábamos planeando un asesinato, que además implicaba alta traición, pero ya no nos importaba en absoluto. Quizá Orosius fuese mi hermano de sangre, pero por entonces lo odiaba más de lo que detestaba al Dominio. Lo odiaba por lo que me había hecho, por lo que le había hecho a Palatina, por lo que le haría a Thetia... y, sobre todo, por lo que le había hecho a Ravenna.
Pero persistía la realidad de que Orosius era más poderoso que cualquiera de nosotros tres por separado, o que de los tres juntos, y que lo único que tenía que hacer para inutilizar nuestra magia era separarnos físicamente. A menos que consiguiésemos atraer su atención primero, deshaciéndonos de los brazaletes que bloqueaban nuestra magia. Ravenna no estaba convencida de que lo lográramos.
Transcurrieron los minutos, cada uno más tenso que el anterior mientras esperábamos oír los pasos de Orosius junto a la puerta. Pero el Valdur no aminoró la marcha ni se detuvo, y se alejó de las aguas seguras del canal. La manta del Dominio iba a su lado como un garito siguiendo a su madre. Pese a las enormes dimensiones del buque insignia, empezamos a sentir inestabilidad en su movimiento, un cierto balanceo acercándose y alejándose de la otra nave, que parecía luchar por seguirle el paso pero que se iba quedando progresivamente atrás. —La nave del Dominio nos perderá muy pronto— señaló Palatina interrumpiendo la conversación— Ahora mismo ya casi no la veo.
— No es bastante grande —añadió Ravenna— Tampoco debe de serlo la nave perdida, a menos que se trate de otro crucero de combate.
— Creo que Orosius supone que el Peleus sigue por allí, porque si no, no seguiría entrando en estas aguas.
Estiré la cabeza todo lo que pude, intentando distinguir en la oscuridad la borrosa silueta de la otra manta, que ahora sólo era visible por los pequeños puntos luminosos de sus portillas. Seguí mirando, y no pasaron muchos minutos hasta que esas luces también desaparecieron y no quedó nada con excepción de un leve color rojizo que llamó nuestra atención.
— ¿A qué se debe ese color rojo? —preguntó Palatina, intrigada— Antes no había ningún color rojo. Parece que esté a unos seis kilómetros de distancia. ¿Por qué lo vemos ahora?
— No lo sé.
Un instante más tarde vi que Ravenna parecía desesperada. El brillo seguía ahí fuera, rojo sobre negro, pero apenas era visible. —¡Cathan, desátame! ¡Rápido!
— ¿Por qué?
— ¡No preguntes, hazlo! ¡Te lo ruego, tenemos apenas unos segundos!
Retrocedí, sacudiendo la cabeza para vencer un mareo repentino, y me concentré en las cuerdas que la ataban. Orosius las había anudado con fuerza y ella no hubiese podido soltarse por sí sola, pero yo podía ver lo que hacía. Encontré el nudo y me puse manos a la obra, más frenética que razonablemente. —¿Qué está sucediendo?— pregunté mientras maldecía mis propios dedos por ser demasiado torpes cuando más los necesitaba.
— Magia del Fuego. Muy potente. Están haciendo algo. ¡Vamos, date prisa!
Por fin conseguí aflojar el nudo y le quité a Ravenna las ataduras tan pronto como pude, dejando con delicadeza sus manos a cada lado. Ella se tambaleó, pero Palatina evitó que cayese hacia adelante. Ravenna gritó de dolor mientras la sangre corría por sus brazos.
— ¡Cathan, enlacemos nuestras mentes! ¡Ahora! Me volví y cogí las manos de Ravenna mientras Palatina la mantenía en equilibrio. Entonces me vacié de todo pensamiento. Había en mi mente un muro impuesto por el brazalete, un brazalete similar a otro que ya había visto, el que había nublado la mente de Palatina hasta hacerle perder la memoria. Ravenna se aferró a mis manos con tanta fuerza que me hizo daño, pero eso bastó para recordarme qué era lo que intentaba hacer, y de pronto todo se abrió, la barrera se disolvió y estuvimos ambos allí, una conciencia dual flotando en el vacío.
«Destruyamos los brazaletes.» Establecimos contacto y sentí que nuestras mentes se hacían una por una ínfima fracción de segundo, observándonos mutuamente desde afuera, formas grises en una negrura absoluta. Primero abrimos mi brazalete, luego el suyo, y vimos cómo caían al suelo. Sólo entonces pude ver las cicatrices internas cubriendo todo el cuerpo de Ravenna, negras y blanquecinas contra el fondo gris insustancial. El dolor de sus manos me pareció entonces insignificante.
Mi propia ira nos separó, rompiendo el lazo de forma abrupta cuando volví a abrir los ojos y grité el nombre del emperador buscándolo a mi alrededor. Absorbí el poder de todas las sombras que me rodeaban y lo lancé contra la puerta de la sala, que se desintegró en medio de una nube negra.
— No desperdicies tu fuerza, te lo suplico —me pidió Ravenna, todavía de rodillas donde yo la había dejado. Yo mismo no recordaba haberme puesto de pie.
— ¡Que Thetis nos proteja! —suspiró Palatina con los ojos fijos en las ventanas.
Me volví y vi cómo una bola de fuego recorría las aguas. Las burbujas se disparaban en todos los sentidos, dirigidas justo hacia debajo del Valdur. Un dolor inconmensurable invadió mi cabeza, un dolor que ya sabía que tenía que ignorar si deseaba que sobreviviésemos. —¡Colocaos debajo de algo!— vociferé. Cogí entonces a Ravenna y casi la arrojé bajo la mesa, colocándome a su lado mientras Palatina, sabiendo qué quería decir, se refugiaba bajo el sofá. Me golpeé una muñeca y una pierna, y procuré ignorar el dolor agudo que me atormentaba el cráneo. Por fortuna, Ravenna y yo éramos lo bastante delgados para que cupiéramos los dos debajo de la mesa. Ni tuve tiempo siquiera para formular una plegaria pidiendo que el Valdur resistiese. En seguida sentimos un violento golpe de martillo y fuimos lanzados hacia arriba contra la mesa. Mientras los conductos de éter de la pared explotaban con un revuelo de chispas y se apagaban todas las luces, noté que la manta ascendía y oí un grito de dolor de Ravenna.
Eso fue cien veces peor que lo que habia vivido a bordo del Lodestar. Una pesadilla de caos y estruendo acompañó el vuelco hacia arriba del Valdur. A medida que las chispas anaranjadas se extinguían, la oscuridad se volvía absoluta, pero eso no me preocupaba lo más mínimo. El camarote se inclinó de forma súbita y muy pronto quedó tambaleándose sobre un lado. Volví a caer, dándome un fuerte golpe en el costado con las patas de la mesa. Casi se me cortó la respiración cuando Ravenna rodó y acabó por aterrizar encima de mí. Incluso moverme unos milímetros era un sufrimiento para mí y el insoportable chillido de los metales retorciéndose me atravesaba la cabeza una y otra vez. —¡Preparaos!— exclamó Palatina cuando un vago brillo rojo llenó la sala. Aún seguíamos ascendiendo y la nave se escoraba en un extraño ángulo hacia estribor cuando recibimos el segundo impacto. Cegado, me aferré a la ropa de Ravenna para evitar que volviese a caer. Luego otro terrible golpe sacudió toda la nave. En esta ocasión lancé un fuerte grito cuando mis piernas chocaron contra una pata de la mesa y el dolor atravesó mi cuerpo. Oí un crujido y por un momento creí que me había partido una pierna, pero era sólo la vitrina de los vinos desplomándose desde la pared. Ahora la cubierta estaba casi en posición vertical y el pequeño mueble bar cayó en picado recorriendo toda la habitación a lo largo. Las botellas explotaban unas contra otras creando una marea de líquido y cristales rotos. Se oyó un nuevo estallido cuando los trozos de madera dieron contra la pared más lejana y luego siguió un sonido sordo cuando los restos se abalanzaron sobre nosotros. A partir de entonces ya no pude distinguir más ruidos individuales en medio del estruendo que nos rodeaba. Los segundos parecían eternos y la nave empezó a caer a una velocidad increíble, como si estuviese derrumbándose en el aire y no en el agua. Las burbujas inundaban las ventanas como en una corriente, iluminadas por el brillo anaranjado del fuego originado en algún punto de la habitación.
Aspiré tensas bocanadas de aire mientras rogaba que la mesa se mantuviese en su sitio. Un líquido tibio inundaba el compartimiento, empapando mi pelo y mi rostro. ¿Sería sangre? ¿Quién estaba sangrando? No pude alzar el brazo para comprobar si tenía o no una herida en la cabeza, pero poco después olí el alcohol y entendí que la «sangre» era en realidad vino de las botellas rotas. El agua en el exterior de las ventanas volvía a adquirir un color rojo, inundando de una luz brillante y horripilante el camarote en llamas. «Por favor, no permitas que haya otro», recé con frenesí esperando el siguiente impacto, que, sin duda, desprendería la mesa de su base y nos revolcaría por todo el camarote. Moví ligeramente los pies intentando calmar el dolor. Luego sentí que volvíamos a tambalearnos e intenté aferrarme a la pata de la mesa más cercana. Demasiado tarde. En esta ocasión, Ravenna recibió el peor golpe, por fortuna en los hombros y no en la cabeza, pero pude ver la sangre en su rostro. No era vino esta vez. Las patas de la mesa se habían doblado, pero aún resistían, Thetis sabría por qué.
No tuvimos tiempo de pensar, pues un enorme sofá se liberó de la base que lo sostenía y se deslizó hasta la esquina opuesta, echando abajo la pared y estrellándose contra el fondo del pasillo. Ahora nos precipitábamos todavía a mayor velocidad, persistía el brillo rojo y por las ventanas sólo era posible ver burbujas. Algo pesado rodó hasta aterrizar sobre mis piernas, mientras que más y más muebles volaban sobre nuestras cabezas y se hacían añicos al caer en el extremo de la proa.
La cubierta se estremeció. Se produjo a continuación un nuevo y tremendo estallido y el suelo se dobló hacia arriba unos pocos metros mientras que una cosa metálica atravesaba tablones y alfombras como si no existiesen.
Sonaron entonces espantosos golpes por encima de nosotros y hacia la derecha, y algo inmenso la cola de la manta, desprendida y cayendo frente a nosotros, atravesó la ventana. Me invadió una sensación de terror cuando imaginé la posibilidad de que la manta quedara del revés y todos los objetos que habían caído ante nuestros ojos volviesen a hacerlo, pero ahora sobre nuestros cuerpos.
Más ruidos, más estallidos. Era insoportable el estruendo de todos los equipos que, aunque estaban asegurados al suelo, se habían desprendido de sus bases y volaban por las cubiertas golpeando pared tras pared hasta caer en la sentina de la popa. Cambié levemente de posición y sentí otro agudo dolor, como si hubiese algo clavado en mi abdomen. Todavía cubría el cuerpo de Ravenna con el mío, intentando formar una especie de escudo que la protegiese de los objetos más pesados que iban de aquí para allá. Seguía suplicando que la mesa resistiese en su sitio, que el sillón bajo el que estaba Palatina siguiese donde estaba. Las llamas se iban apagando, pero pude ver más fuego bastante por debajo de nosotros, brillando a través de puertas y paredes hechas añicos. El olor acre del humo de madera quemada dominaba el aire, mezclándose con el de los vinos que empapaban las alfombras a milímetros de nuestros rostros. La manta se movía ahora con más lentitud. Para entonces ya casi no me importaba saber qué había ocurrido. Sólo deseaba que el dolor acabase como fuera. La cubierta volvió a ladearse y todos los objetos sueltos cayeron sobre la parte superior de la mesa. Contuve la respiración esperando a que la inclinación volviese a cambiar y los restos fueran lanzados otra vez hacia el extremo delantero de la nave.