— Demasiado —respondí con decepción— Ignoro qué habría en la biblioteca de Sanction, pero ha de ser mucho más valioso que lo que a mí me interesa.
— Es un intercambio justo. —Telesta no parecía molesta por mi negativa— Tú pasas algún tiempo en nuestra biblioteca y nosotros pasamos algún tiempo en la tuya.
Mi biblioteca. Sonaba absurdo. Lancé una carcajada, aunque no le encontraba la gracia.
— ¿Pretendes que le permita a tu clan aprovechar la biblioteca de Sanction? ¿Qué es lo que me da derecho a hacer tal cosa?
— Eres el jerarca, Cathan. Sanction te pertenece. Siempre te ha pertenecido. Quizá no tengas poder en este preciso momento, pero puede que algún día las cosas sean diferentes. Te pedimos algo que quizá nunca estés en condiciones de cumplir.
«Sanction te pertenece. Siempre te ha pertenecido.» Sus palabras parecían una amarga burla, por muy ciertas que fuesen. La antigua residencia de los jerarcas, una de aquellas cosas mucho más antiguas que el imperio del que habían formado parte. Carausius adoraba esa ciudad, pese a que nunca la describiera íntegramente en su Historia. El mero hecho de imaginar que me pertenecía era arrogancia de la peor especie. Ni siquiera tenía el título de jerarca, y lo más probable era que jamás lo tuviese. Sanction era algo irreal, una ciudad que quizá ni siquiera existiese y algo en lo que casi no había pensado.
Era irreal. Callé lo que iba a decir y volví a dirigir los ojos hacia la balda sobre el escritorio. Fantasmas del paraíso; ahora recordaba el significado del título, sabía a qué se refería.
Telesta me miró con inquietud.
— ¿Qué sucede?
— Aquel libro —dije señalándolo. Pese a la repentina ansiedad intenté mantener un tono de voz tranquilo— ¿Por qué lo tienes ahí?
— ¿Crees que nos importa lo que digan los índices de libros prohibidos del Dominio?¨
Ése es más que un libro prohibido.
— Salderis fue nuestra. Una Polinskarn. Eso todavía nos importa.
— ¿Podría echarle una ojeada?
— Me parecía inverosímil que ella tuviese un ejemplar. Era imposible que se conservasen más de una decena de copias, sobre todo considerando lo exigua que había sido la edición original. El libro figuraba en el índice principal, y hubiese imaginado que todas las copias que tuviesen los Polinskarn estarían resguardadas en la biblioteca central del clan. Encontrar una allí... Sólo esperaba que no me exigiese algo a cambio de inmediato.
Para mi sorpresa no lo hizo, y un momento después sostenía en mis manos un ejemplar del que debía de ser uno de los libros más raros del mundo.
— Es una copia de la primera edición —informó Telesta, sentada a mi lado en el borde del sofá— Ha sido imprimida de prisa, por lo que no es tan buena como los originales, pero resulta más que adecuada.
Era un volumen sencillo y muy delgado, encuadernado en corteza de árbol, tratada como la mayoría de los libros del Archipiélago. En la cubierta llevaba sólo el título, Fantasmas del paraíso, y el nombre de su autora, Salderis Okhaya Polinskarn. Lo abrí casi con reverencia, sintiéndome igual que la primera vez que había visto la Historia. Carecía de ornamentaciones, así como de dedicatorias o aprobaciones de ninguna autoridad. No llevaba siquiera el nombre del editor, ya que nadie se habría atrevido a admitir que lo hubiese publicado.
La tipografía era densa, irregular, como si el texto hubiese sido impreso por un aprendiz. Pero resultaba legible. Eso era lo único importante.
Se trataba de la labor de toda una vida en menos de doscientas páginas. Sabía tan poco al respecto que me frustraba mi ignorancia. Pero así se suponía que debía ser, incluso sin la descripción histérica que el Dominio había hecho de la obra, a la que había tachado de «oscuramente demoníaca» y «peligrosamente pagana». Paganismo. ¡Por el amor de Thetis! ¡A ese nivel habían descendido para manchar el nombre de Salderis. Tenía que leerlo... Telesta captó mi expresión y sonrió.
— Creo que comienzo a comprender algunas cosas —comentó— ¿Qué sabes de Salderis?
— Tanto como cualquiera... o tan poco como cualquiera —respondí— .Y más sobre oceanografía que mucha gente.
Había sido el director del Instituto Oceanográfico de Lepidor quien nos habló a Tétricus y a mí de Salderis, aunque con el mismo tono de fábula aleccionadora que empleaba en el resto de sus conversaciones. Nunca supe con seguridad si la respetaba o la aborrecía. Supongo que la respetaba por sus ideas, pero la aborrecía por el daño que había ocasionado al instituto, poniendo fin a una era de cooperación entre el Dominio y el imperio, que había conocido su esplendor con la nave Revelación. El libro de Salderis se había publicado menos de una década más tarde, cuando aún perduraba el recuerdo de la pérdida de la Revelación.
— Salderis ya no es muy conocida —declaró Telesta con la mirada fija en las páginas y una expresión de tristeza— Fue demonizada por el Dominio y toda la información sobre su vida fue alterada. Brujería, paganismo, herejía, vida disoluta... no hubo nada de lo que no fuese acusada. Las niñas ya no pueden siquiera llevar su nombre.
— Una reacción extrema, incluso para el Dominio. Salderis afirmó que las tormentas eran una invención humana y que, por lo tanto, podían ser comprendidas e incluso impedidas por humanos. Sí, es una afirmación peligrosa, pero no tanto.
— No has leído su libro, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
— Lo que acabas de decir es sólo el tema aparente, lo que subyace en la superficie. Pero no fue ésa la idea que amenazó al Dominio. El Dominio no depende del control de las tormentas, aunque la protección que éstas le brindan sea fundamental.
Qué importante podía ser algo que ni siquiera Telesta parecía saber, pero que debió de ser evidente para Salderis. Era imprescindible que yo leyera ese libro.
— Entonces ¿por qué intentaron destruir todos los ejemplares? Sin duda eso llamaría la atención de las pocas personas que podían hacer uso de él.
— Lo que les preocupaba era el resto del mundo —dijo Telesta con una energía extraña en ella— Es obvio para cualquiera que lo lea. No podemos hacer nada en relación con las tormentas. Para conseguir lo que ella proponía al respecto era necesaria más energía que la obtenida por todos los magos del mundo juntos. Con todo, demostró que un problema religioso podía ser resuelto por medio de la ciencia. Que el Dominio no contaba con las únicas personas capacitadas para enfrentarse con el mundo.
La miré absorto por un momento y luego asentí lentamente, comprendiendo lo que quería decir. La gente habría empezado a cuestionarse cosas. Si las tormentas podían ser explicadas por medio de la ciencia... entonces ¿por qué no pasaba lo mismo con las otras manifestaciones de Ranthas? El Dominio era consciente del poder de las ideas, un poder que sus sacerdotes habían empleado mejor que nadie. En las manos equivocadas, eso podía ser devastador para ellos.
— ¿Es decir que el libro no se refiere tanto a las tormentas como a la ciencia en sí misma?
— Salderis no lo creía así. Era el resultado de una vida de trabajo, aunque apenas tenía cuarenta años cuando lo acabó. Ella escribía sobre las tormentas y no pareció advertir el peligro. —¿Cómo no se dio cuenta?
Me resultaba difícil de creer. ¿Una thetiana que no supiese lo que hacía al investigar las tormentas? Eso era de muy poca sutileza política..
— Lo que ocurre es que los miembros de mi clan, recluidos en nuestras grandes bibliotecas, perdemos con frecuencia el sentido de la realidad. Salderis parece haber vivido en su propio mundo, sin preocuparse por la política ni la religión. Lo único que le importaba era la ciencia.
Estuve a punto de responderle, pero me contuve. Ya discutiríamos eso en otra ocasión. No era mi intención desconcertar a Telesta desafiando su punto de vista, que por cuanto sabía, bien podía ser cierto. El Polinskarn era un clan peculiar. Pero, a la vez, se trataba de un clan sobre el que circulaban leyendas, ¿y qué mejor modo de defenderse sin insultar a nadie que hacer recaer su reputación en el manchado nombre de Salderis? Una mujer genial viviendo una realidad diferente y que no pretendió en absoluto generar semejante reacción. Una mártir, incluso, para la causa de la sabiduría, por mucho que el clan nunca lo dijese con esas palabras.
Era una táctica inteligente, y a los miembros del clan les servía a la vez para justificarse a sí mismos. Salderis había sido una inconformista. —¿Puedo leerlo?— pregunté con vacilación— ¿Y mirar también el resto de vuestra biblioteca a cambio de permitiros tener algún día un acceso limitado a la biblioteca de Sanction?
— ¿Cómo de limitado?
Por muy extraña que pareciese seguía siendo thetiana, siempre dispuesta a regatear.
Sin duda concedí más de lo que debía, pero ella había descubierto mi punto débil y lo sabía. Por fin alcanzamos un acuerdo que no era del todo excesivo y que no me dejó con la sensación de estar regalando los secretos del universo al mejor postor.
— Pero tendrás que leerlo aquí —repuso Telesta en tono de disculpa— No parece que vayamos a zarpar muy pronto, así que podrás venir aquí unas cuantas horas al día. Eso bastará. Mauriz no debe sospechar que tenemos nuestros propios planes.
— ¿De manera que lo acompañarás con la intención de entrar en Sanction?
— Más o menos —respondió bruscamente— Hay más asuntos en juego, pero ése es el más importante.
Me quedé a cenar con ella en el consulado de Polinskarn, donde se servían comidas a todas horas. De hecho, era mucho más tarde de lo que suponía, y la embajada Scartari ya habría cerrado sus puertas. Mi escolta estaba de muy mal humor cuando salió finalmente de la garita. Era evidente que sus compañeros eran para él mejor compañía que los centinelas de Polinskarn.
Me marché con más esperanzas de las que había traído y avancé bajo la lluvia con la certeza de que no era imprescindible emplear la magia para perjudicar al Dominio.
A ambos lados se elevaban desde el agua los muros grises y verdosos. Grupos de rocas erosionadas por el viento y el agua sobresalían aquí y allá entre la vegetación que cubría los acantilados. El estrecho no podía medir menos de once o doce kilómetros, pero parecía mucho más pequeño. Confundidas entre la capa de niebla y reflejadas en las aguas grisáceas, las montañas que lo rodeaban parecían dominarlo todo.
¡Y la espuma! El estrecho de Jayán parecía más agitado aún que el mar abierto, un embudo para las olas que azotaban el casco del galeón, empapando cuanto había a la vista. Yo estaba sentado en cubierta y mojado de pies a cabeza, pero no me importaba demasiado. No quería bajar al interior del barco. Y además Mauriz —no tenía ninguna intención de subir a cubierta. Un acuerdo perfecto. Observé la costa de punta a punta en busca de señales de vida, pero no distinguí nada. Sólo más y más acantilados a medida que el estrecho se curvaba y aparecían aguas más tranquilas, protegidas de la furia del océano. No era el mar Interior, al menos no todavía. Pero aún no había edificios, asentamientos ni señal alguna de habitantes. Apenas un bosque salvaje y virgen, como una sombra en la ladera de las montañas. Tal como había dicho Ravenna, era inquietante pero no triste. El cielo y el mar podían parecer monótonos, densos, pero el efecto total de Qalathar era demasiado impactante para que eso lo enturbiase. Me parecía un mundo aparte respecto a las islas paradisíacas del resto del Archipiélago. Allí no había palmeras, hermosas playas, colinas redondeadas ni blancas ciudades enmarcadas por la costa.
Las ciudades de Qalathar no eran blancas. Eso lo sabía por las descripciones que había oído. Pero respecto a Qalathar, ninguna descripción parecía acercarse a la realidad. Cuando el galeón se abrió camino por las aguas centrales de estrecho, logré divisar la ciudad de Jayán, asentada a lo largo de la costa, bajo un promontorio saliente de la montaña. No podía ser mayor que Lepidor, pero parecía pertenecer a otro planeta. Un conjunto de edificios bajos con muchas columnas y provistos de una vasta variedad de terrazas se erguía desde las aguas grises. Entre éstos se apreciaba multitud de árboles y jardines, omnipresentes en el Archipiélago.
Pero Jayán era un mundo muy diferente de Ral´Tumar. Contemplé azorado los vibrantes rojos y azules de la ciudad, que parecían la creación de un alfarero. No había blancos, grises ni dorados. La propia piedra parecía compartir ese increíble matiz rojo, similar al de la terracota cocida, y decorado por todas partes posibles con un azul semejante al del mar de un cuento de hadas.
Jayán no era una metrópolis, sino la ciudad que custodiaba el estrecho. Esperaba ver lugares mucho más grandes en Qalathar, pero Jayán constituía la primera prueba tangible de lo diferente que podía ser la isla de las Nubes. Y también de los motivos que habían llevado a Ravenna a actuar como lo había hecho en defensa de esta tierra extraña y misteriosa envuelta en la niebla.
Pero, mientras mantenía mi solitaria vigilia a lo largo del trayecto por el estrecho de Jayán, y entrando al interior sólo si lo necesitaba, lo más curioso de todo fue que el paisaje nunca me pareció extraño del todo. No al menos del modo en que me lo había parecido Taneth cuando la vi por primera vez (un sitio inmenso, lleno de gente, hostil). Qalathar poseía algo más, una cualidad propia de otro mundo que no conseguía poner en palabras o razonar de forma coherente. Lo que sí tenía claro era que quería conocerla mejor.
Dejamos atrás Jayán y pasamos frente a dos pequeñas poblaciones, unos cuantos edificios rojos al abrigo del bosque, cuyos nombres ignoraba. Poco a poco, el estrecho se iba haciendo cada vez más amplio y las orillas se alejaban, aunque seguían estando lo bastante próximas para contrastar marcadamente con las grises aguas por las que navegábamos.
Una tormenta repentina redujo la visión de la costa a una mancha gris cubierta por una cortina de agua. El martilleo de la lluvia sobre las velas y la cubierta ahogó los demás ruidos, incluso el desolador graznido de las aves marinas. Pero la tormenta acabó de forma tan repentina como había comenzado, y la masa de nubes se desplazó por la superficie del agua con la misma velocidad que la sombra de un kraken.
No parecía haber ningún kraken por allí, ni tampoco en las poco profundas aguas del mar Interior, que en ciertos tramos apenas permitía navegar a las mantas. Era un lugar donde no se habría podido ocultar él Aeón. Eso lo descartaba, ¡dejándome para buscar tan sólo el resto del planeta! Tampoco había en Qalathar ningún oceanógrafo con el que hablar. Antes de la cruzada había existido una inmensa estación en Poseidonis, dada la increíble diversidad y rareza de las criaturas que habitaban sus aguas. Pero ahora esa estación, arrasada por el Dominio, era cosa del pasado. Todos sus oceanógrafos habían sido quemados por herejes. Según declararon los sacerdotes, las criaturas del mar eran creación de Ranthas, y a los oceanógrafos no les correspondía estudiarlas; tan sólo asistir a los marinos y a los pescadores. La sombra del Dominio nunca parecía alejarse de Qalathar. Empezaba a atardecer y el cielo plomizo comenzó a oscurecerse sin el menor atisbo de crepúsculo. Entonces, el galeón llegó a un punto en que la costa se perdía en la sombría distancia, y entramos en el mar Interior.