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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Inquisición (31 page)

Aunque, poco a poco, fui participando en sus reuniones, observando cómo su plan adquiría forma y cómo Mauriz estaba cada vez más irritable a medida que se alargaba la espera, seguía sintiéndome solo y aislado. Palatina parecía ahora demasiado thetiana, nadaba en su propio elemento, entre sus iguales, mujeres y hombres que eran casi sus discípulos. Oírles hablar de la república era tan preocupante como oír las plegarias de los fanáticos del Dominio. Por mucho que confiase en Palatina y, pese a que mi relación con ella no cambiase, ahora era mucho más sólido el vínculo que la unía a Mauriz.

Lo mismo sucedía con la mayoría de las personas que me presentaron. De los nueve cónsules, tres eran republicanos acérrimos (los representantes de los clanes Canteni, Scartari y Rohira). Como representantes de esos clanes, habían escogido a su personal lo más cercano posible a sus ideales.

De los otros seis cónsules, tres (incluyendo a la mujer de rostro severo, que resultó ser la representante del clan Jonti) eran de más edad, a los que les importaba más el placer que el trabajo y que parecían no aspirar a nada más. A éstos no los veía muy a menudo, y los miembros del clan Jonti no eran bien recibidos en el consulado Scartari. Luego estaban el portavoz del primer día y el gourmet de Salassa. Al parecer, éste había sido enviado a Ilthys porque era donde podía hacer menos daño. Tenía tendencia a parlamentar acaloradamente de los manjares de Selerian Alastre y de la dificultad de conseguir buena comida en la incivilizada Ilthys. Pero, pese a su desdén por el supuesto provincialismo del Archipiélago, podía ser una buena compañía.

Y mientras que la cónsul de Polinskarn, con su duro rostro adusto y su poca inclinación a sonreír, era una extraña para mí, tenía a Telesta como huésped de honor.

Telesta se había mantenido alejada de los republicanos desde nuestra llegada, permaneciendo junto a la gente de su clan en el ambiente austero de su consulado. Había venido a visitarnos unas cuantas veces y se unía a los debates, pero rara vez participaba. Yo me hacía muchas preguntas sobre ella.

Unos días después fui a visitarla, y vi que esperaba precisamente que le preguntase.

No había sirvientes en el consulado de Polinskarn, y fue un miembro del personal quien me condujo a través de la galería superior del patio hasta una gran biblioteca. Ésta parecía extenderse mucho más allá de los límites del consulado, un laberinto de pequeñas habitaciones y salitas conectadas a los salones centrales.

Telesta esperaba en uno de los salones rodeados de estanterías, una sombría figura sentada en una silla de madera. ¡Qué cantidad de libros! ¡Salas y salas de libros! ¡Librerías que iban desde el suelo hasta el techo! Y estábamos en una pequeña biblioteca de una ciudad provinciana...

Si me ponía a pensar, quizá no fuese tan provinciana. Ilthys estaba en medio de Thetia y el Archipiélago, casi a mitad de camino entre Selerian Alastre y Qalathar. Una buena ruta en verano, aunque con la llegada del invierno quedaba tan aislada como cualquier otro sitio.

— Cathan —dijo Telesta poniéndose de pie y acercándose a mí— Te he estado esperando.

Hizo entonces un gesto al hombre que me había guiado, quien se retiró con una reverencia.

— ¿Esperándome a mí? —pregunté.

— Sí. A nadie le gusta permanecer en la oscuridad, y hay muchas cosas que mis estimados colegas no se han molestado en decirte. Ven conmigo a mi estudio.

— La seguí cruzando suelos alfombrados hasta el descansillo de la habitación contigua. La biblioteca no tenía el habitual aire viciado y húmedo, sino que se respiraba un aire fresco y agradable. Las ventanas estaban cerradas a fin de que los libros no se mojasen, pero aun así podía sentir en el rostro una tenue brisa. ¿Había ventilación al final de cada estantería?

— Supuse que aquí sólo eras una invitada —declaré mientras ella me conducía a un amplio estudio de techos altos con ventanas amplias y en arco.— Soy archivista —dijo, como si eso aclarase algo, y prosiguió— : En mi clan eso equivale al rango inferior al de Mauriz. Eso no significa mucho, pero aquí hay tres o cuatro salas reservadas a los archivistas. Algunos se quedan semanas o meses y necesitan un sitio para trabajar. Puedes tomar asiento.

Ya me había acostumbrado bastante a sentarme en los divanes, de modo que ocupé un lugar sin parecer tan ridículo ni sentirme tan incómodo como la primera vez.

— Es tarde para tomar un vino. ¿Te apetece una copa? Asentí, observando a mi alrededor para detectar si alguien estaba ocupando la sala, algo que fuese de Telesta, al menos temporalmente. Ella parecía tan reservada, tan gris, que no sabía cómo tratarla. Sin embargo, más allá de unos pocos artículos de escritura en la mesa y de algunos libros en un anaquel, no había muchos signos de vida.

No tuve tiempo de descifrar el título de los libros antes de que me diese la copa y se sentase de piernas cruzadas en el extremo opuesto del diván.

— ¿Qué deseas saber?— me preguntó simplemente. Me sorprendió su brusca franqueza y me hizo pensar que deseaba obtener algo de nuestra charla. Al parecer, me correspondía a mí dar el primer paso.

— Bien, para comenzar... —Ella sabía bien a qué me refería.

— ¿Por qué he ayudado a Mauriz y su círculo? ¿Por qué me interesa hacerlo si no soy republicana? Eso confirmaba mis sospechas de que no lo era, algo que pensaba desde hacía bastante tiempo, aunque ignorase más matices. Sin embargo, todo parecía demasiado artificial. Si ella no era republicana, ¿a qué venía tanta farsa? ¿Qué beneficio obtenía engañándome así? Por lo que parecía respecto a Mauriz, el valor que yo tenía era mi mera existencia, mi nombre, no cuanto yo supiese o desease saber. Hasta donde podía recordar, eso le había sido indiferente.

— Sí, entre otras cosas.

— De una en una —dijo echándose el cabello hacia atrás, un gesto totalmente mecánico que ya le había visto antes y me daba cierta tranquilidad. Por muy rígida que se mostrara, Telesta no tenía el total autocontrol de, por ejemplo, un sacri. Sus gestos inconscientes la hacían más humana— ¿Qué sabes de los Polinskarn? —Sois historiadores, autores de crónicas, compiláis libros y os mantenéis un poco al margen de los otros clanes.

— Así es como se nos ve. Compiladores de conocimiento, no sólo de libros. Nuestros archivos son más extensos que los de las más grandes bibliotecas, pues llevamos recopilando textos mucho más tiempo y de forma más eficiente. Y, sobre todo, porque nuestros libros y documentos están incluidos en el índice principal de obras prohibidas del Dominio, y su mera existencia constituye una herejía.

— ¿Los archivos de la guerra?

Telesta fijó su mirada en mí por un instante y yo mantuve firmemente la mía por mucha incomodidad que me produjera.

— De eso hablaremos más tarde. En cuanto concierne a Thetia, somos una fuente de información para los clanes, siempre por un precio
.

Sonrió ligeramente, y su expresión trajo a mi mente la de Ravenna. Había una semejanza entre el comportamiento habitual de Telesta y la típica frialdad de Ravenna. Pero nada más. Por otra parte, la vitalidad y rapidez de Ravenna, sus movimientos y opiniones impulsivas, no existían en Telesta.

— ¿De modo que os situáis al límite, siempre al margen, y aleteáis como aves de mal agüero con vuestras túnicas negras?

— Mauriz tiene cierto modo de hablar con el que no concuerdo en gran parte, y tú sigues su camino.

— ¿Del mismo modo en que no estáis de acuerdo sobre si el ciclo poético de la Elegíada glorifica o no la guerra?.

No estaba dispuesto a permitir que ella hablase de mí como si yo no estuviese presente. Ya no.

— No. El ciclo de la Elegíada puede tener significado en las cortes de Thetia, pero no aquí. Todo tiene su momento, y éste es tiempo de guerra, no de poesía. Aunque no es posible separar a ambas por completo, ni olvidar totalmente la poesía en tiempos de guerra.

«Yo canto a las armas y al hombre que llegó de las murallas de Tir.» Ése era el verso inicial de la Elegíada, que dejaba establecido el tono hasta sus últimas palabras: «Y su espíritu huyó gimiente y furioso hacia las sombras». Comenzaba y acababa con guerra, pero la poesía thetiana no era nunca unidimensional. Incluso los malos poemas buscaban decir algo más.

— ¿O sea que soy para ti algo más que una mera distracción intelectual?

— Pareces pensar que somos eruditos en una torre de marfil como los que ves en las grandes bibliotecas. A diferencia de ellos, nosotros vivimos en el mundo real. Fuera de estos muros hay gente de los clanes a la que debemos asesorar; es la gente que sufrirá si Mauriz fracasa.

— O si sale victorioso.

— ¿Si tú eres designado jerarca, quieres decir?

— Eso es apenas una parte, la que conozco. Pero hay mucho más que no me cuentan, pues no se me considera bastante digno de confianza.

— Eso no lo oirás de mis labios —replicó tan impasible como siempre. En el exterior el cielo se estaba oscureciendo y las nubes se tornaban grises.— No lo esperaba.

Ella estaba al tanto de todo, de eso estaba seguro, pero no había ninguna razón para que me lo explicase. Yo estaba en desventaja. —No has venido hasta aquí para averiguarlo— me dijo tras una pequeña pausa— Eso pudo habértelo contado Palatina. Hay algo más, algo en lo que crees que sólo un Polinskarn puede ayudarte. Y hablo del clan, no de mí en particular.

Telesta era mucho más perspicaz de lo que parecía. Ni siquiera una bibliotecaria de los Polinskarn, pese a su apariencia reservada, podía permitirse no serlo. No podía deducir lo fiel que era ella a su clan, pero no era verosímil que toda la jerarquía de los Polinskarn mantuviese idéntica neutralidad.

— Puede ser —comenté, esquivando con cautela su oferta— , pues se dice que vuestra biblioteca es la mejor del Archipiélago entre las que escapan al control del Dominio.

— Deseas utilizarla.

Asentí.

— Si me lo permites.

— No será gratis —subrayó— No habríamos llegado a ser lo que somos si le permitiésemos a cualquiera utilizar nuestra biblioteca. Y tú tienes mucho más para ofrecernos que una simple cantidad de oro. Sospechaba que eso tendría un precio y, también, que no consistiría en dinero. —Entonces ¿qué?— pregunté.

Telesta hizo una pausa, con su penetrante mirada fija en mi rostro.

— Algo único. Algo que sólo tú puedes darnos.

—¿No soy yo mismo algo único, en todo caso, al menos en lo que concierne a vosotros? Me has ayudado a escapar de Ral´Tumar, con que supongo que tu clan no pensará quedarse de brazos cruzados mientras Mauriz asume poderes. No dudo que tenéis vuestro propio plan... ¿o es suficiente ver cómo Mauriz lleva todo al caos?

— El caos no es bueno para los historiadores —subrayó— Hace olas en los tinteros, y nuestra tarea es disolverlas.

Telesta hablaba con su indiferente seriedad habitual, pero su última afirmación parecía casi un arranque de humor. O, al menos, de lo que parecía ser el humor entre los historiadores.

— ¿Qué entonces? Es imposible que el plan de Mauriz evite hacer olas, de manera que, a menos que pretendáis que todo se caiga a trozos...

— Por lo que respecta a todos los implicados, tú no eres más que un instrumento. No eres rico, todavía no eres lo bastante conocido y, lo que es más importante, careces de poder. Nosotros contamos con nuestros clanes, el emperador tiene sus agentes, el Dominio a sus sacerdotes e inquisidores. Por lo que he oído, no hay nadie fuera de Océanus en quien puedas confiar, ningún grupo que apoye tu causa. ¿Me equivoco?

No se equivocaba en absoluto, y tener que admitirlo me resultaba aún más irritante. Supongo que, de haber contado con cierto poder, nunca se lo habría revelado. Pero no lo tenía. Apenas confiaba en un inconstante y escurridizo almirante cambresiano y en un precavido mercader. Ambos contaban con sus propios seguidores, sus propios planes. Ciertamente no podía incluir al mariscal Tanais; él era una fuerza de la naturaleza, un desconocido cuyo precio podía ser incluso más elevado que el de Mauriz.

—Cualquier ayuda tiene un precio, incluso la tuya —dije antes de que ella continuase— Eso es lo que me dices, pero ignoro tu precio pues todavía no me has dicho qué es lo que significo para ti.

— Eso puedes deducirlo tú mismo —afirmó descruzando las piernas y alcanzando la botella de licor. Me había acabado la copa sin notarlo siquiera y me pregunté si ella conocería mi escasa tolerancia al alcohol. Me propuse beber sólo dos copas.

¿A qué se estaba refiriendo? ¿Qué poseía yo que fuese valioso para los Polinskarn? ¿O qué tendría, en caso de que Mauriz realizase con éxito su plan? La seguí con la mirada a lo largo de la sala. Entonces tuve oportunidad de curiosear los libros que había en el anaquel sobre el escritorio y rogué que me inspirasen.

Estaba demasiado lejos para descifrar poco más que unas letras. Supuse que serían historias de Thetia. En el lomo de uno de los volúmenes la palabra Alastre concentraba la luz. Sólo pude leer algo en el libro más cercano, titulado Fantasmas del paraíso. Conocía ese título, lo conocía muy bien, pero no logré recordar inmediatamente de qué trataba.

No conseguí dilucidar el nombre del autor, y en seguida Telesta comenzó a acercarse a mí para ofrecerme otra bebida. No sabía si había advertido cómo observaba los libros.

— ¿Deseas sabiduría, libros, algo de ese estilo? —arriesgué— ¿Sabiduría que pueda volverte mucho más poderosa?

— Eres cínico, pero no te equivocas —admitió, imperturbable— Nunca creas a un thetiano cuando te diga que hace algo por el bien común. Ni a un tanethano. Los tanethanos podían ser todavía más descarados en su búsqueda del puro beneficio, pero, a pesar de todo, carecían de esa fastidiosa pretensión de ser un pueblo aparte. Lord Foryth miraba a todos y a todo desde arriba, pero porque era rico, poderoso y podía permitírselo. Al menos de momento. Me detuve un instante a pensar, preguntándome qué me pediría. No conocía ninguna biblioteca secreta, ni tenía acceso a conocimientos ocultos. Excepto las colecciones heréticas, pero sin duda eso no era suficiente.

¿Los Archivos Imperiales de Selerian Alastre?

Ni con mucha suerte podría acceder a ellos. —Eso podremos obtenerlo por nuestra cuenta cuando haya desaparecido el emperador— afirmó con una leve sonrisa— Se trata de otro sitio, uno que nadie ha visto desde hace casi doscientos años.

Doscientos años. Una ciudad perdida desde que fue tomada, la ciudad sagrada de Aquasilva, una ciudad que se habían llevado las olas. ¿Eso era lo que ella me exigía como pago por unas pocas horas en su biblioteca?

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