— Gracias por recordármelo. ¿Cuándo fue la última vez que estuve en Thetia?
— Es innato —me respondió con el tono irritante de alguien que nos da un sabio consejo— Si cogiésemos todas esas enfermedades continuamente, no lograríamos sobrevivir.
«Sí —pensé— , pero eso es en Thetia. Aquí el clima es diferente.» Dudo que les sirviese de mucho como jerarca estando en cama afectado de varios de los incontables males que probablemente plagaban la isla. En ese estado no tendría manera de escapar, y eso me preocupaba todavía más que la propia enfermedad.
— Los embajadores que nos representan aquí gozan por lo general de buena salud —subrayó Palatina, deteniendo la marcha de mis pensamientos— A ti tampoco te pasará nada.
Por fortuna, el mar no estaba picado, pues de lo contrario habríamos tenido que anclar frente a la costa y desembarcar a la madrugada. Pero el capitán guió la nave por el exterior de Tandaris hasta que una galera del puerto se nos acercó brillando en las negras aguas, con teas ardiendo en la proa y la popa, para remolcarnos hasta el muelle. Uno de los oficiales y algunos marineros de la galera subieron a bordo de nuestro buque para informarse sobre nosotros.
—¿Cuál es el motivo de vuestra visita? —preguntó el oficial, una figura más entre las apiñadas bajo la luz de las lámparas de cubierta. Hizo las preguntas formales y advirtió— : Éste no es un sitio seguro.
—Hemos fletado el barco —explicó nuestro capitán con cierta incomodidad en la voz— Somos thetianos de alto rango.
— ¿Cuánto de alto?
— Lo bastante, espero —intervino Mauriz, que salía de uno de los camarotes— ¿Cómo de peligrosa es la ciudad, centurión?
— Ha llegado un nuevo inquisidor general hace unos cinco días con un decreto del primado. Ya ha comenzado a arrestar a gente y a llevarla a los tribunales.
El oficial se volvió ligeramente. Su cara, tan típica de Qalathar, estaba muy pálida, cansada y con ojeras.
— Pronto volverán a quemar a gente —agregó— Herejes que han capturado en su camino hacia aquí. Por eso debo preguntaros, señores, ¿quiénes sois?
— Mauriz, comisionado principal del clan Scartari.
— Ah, entonces las cosas no se presentan bien para ustedes. —Ahora al oficial se le veía muy asustado y advertí una mirada de
alarma en el rostro del capitán— Tengo órdenes de alertar de vuestra llegada a las autoridades del Dominio.
— ¡Qué increíblemente fastidioso! —espetó Mauriz— Gracias por informarme, centurión. Supongo que el virrey thetiano aún está aquí, ¿verdad?
— Así es, señor.
— ¿Y el representante de la flota?
— La verdad es que no lo sé. No hay navíos imperiales en ningún lugar de Qalathar. Palatina y yo cruzamos miradas. «¿Por qué no?», me preguntaba. ¿Acaso el emperador los había retirado a todos para dejar paso ¡libre al Dominio? ¿O se escondía detrás algún otro motivo?
No tuvimos oportunidad de pensar más, pues el oficial retomó da palabra.
— Hay sacri custodiando los muelles, y dos o tres inquisidores. Por más que Mauriz lo presionó, no quiso contar nada más. ¿Entonces la conversación fue interrumpida por unos marineros, que se llevaron aparte al capitán. Con excepción de Mauriz y el oficial, nadie parecía haber notado mi presencia ni la de Palatina entre las sombras. —Capitán, ¿será seguro seguir adelante? A la tripulación no le gusta como suena todo este asunto de la Inquisición. Quiero decir que estaba bien en nuestra tierra, pero aquí se lo toman muy en serio. Quien hablaba era el contramaestre, un hombre de baja estatura, completamente rasurado y de complexión fuerte. Aunque muy hábil con los puños, como pude apreciar durante la travesía, no era ningún matón.
Si hay hogueras, tribunales y esas cosas, no nos quedaremos —añadió otro que no llegué a reconocer, pero al que se oía muy nervioso— Ilthys es una cosa, pero aquí no se andan con bromas. —No con todos esos inquisidores merodeando.— El contramaestre se volvía a cada rato, como si temiese que lo oyese alguien más— Y si además buscan a estos thetianos... —¿Queréis decir que regresaréis, sin hacer noche siquiera aquí?— preguntó el capitán. Un tercer hombre, quizá el timonel, añadió: —Tenemos reservas suficientes y podemos detenernos en Methys para recoger agua fresca. Los pasajeros que desembarquen en la galera, nosotros habremos salido del mar Interior antes del amanecer.
— Lo consultaré con ellos —dijo el capitán y regresó junto a Mauriz y el oficial— Centurión, mi tripulación no desea desembarcar, de modo que ¿podrían nuestros pasajeros abordar vuestra galera para que volvamos a marcharnos?
— Te contratamos a ti para llevarnos a Tandaris, no a las autoridades de Qalathar.
— Lo siento, lord Mauriz, pero éste es un navío privado. Si a la tripulación no le agrada lo que hago, puede despedirme, y eso tampoco os beneficiaría. Por otra parte, eso no encarecerá el precio del viaje. Mauriz lanzó una furiosa mirada contra los tres marineros responsables y luego se volvió hacia el capitán. Se produjo un intenso silencio, sólo roto por el continuo golpeteo de la lluvia y el goteo del agua sobre la cubierta. Uno de los marinos de Qalathar jugueteaba con la empuñadura de su cuchillo.
— Muy bien —aceptó entonces Mauriz de mala gana— Restaré una quinta parte de lo que acordé pagar porque no nos has conducido seguros hasta Tandaris. Regresa a tu tierra y derrocha el dinero en Ilthys, donde todos los inquisidores son ejemplos de Virtud.
Por un instante pareció que el capitán iba a discutir, pero el contramaestre le indicó con un gesto que no lo hiciera. En los pocos minutos desde que el centurión había subido a bordo con sus novedades, toda una tripulación que había desafiado con valentía y sin protestar las terribles condiciones del invierno se habían convertido en conejos asustados. Y no había ni un solo inquisidor a la vista.
Mientras bajaba al interior del barco para recoger el equipaje sentí una sensación ya demasiado familiar en el estómago. Antes incluso de que pusiésemos un solo pie en Qalathar, la sombra del Dominio ya había vuelto a caer sobre nosotros.
La tripulación del galeón observó en silenció cómo Mauriz le entregaba al capitán sus mermados honorarios y luego acercaba su equipaje al extremo de la cubierta más cercano al remolcador del puerto. Uno a uno lo seguimos, ocupando casi todo el espacio libre de la pequeña embarcación. La galera parecía sobrecargada, pero ninguno de los morenos remeros qalatharis protestó mientras bogaban con fuerza para alejarse del galeón y enfilar en dirección a la bocana del puerto.
La lluvia pronto convirtió al galeón en una masa indistinguible
detrás de nosotros. Los gritos del capitán y el crujir de sus maderos apenas se percibían con el ruido del agua. Luego sólo pudimos ver la luz de las linternas, cada vez más débil hasta que el buque acabó desvaneciéndose en la noche.
— Centurión, ¿sus órdenes consisten en algo más que en alertar a las autoridades del Dominio? —preguntó con suavidad Mauriz, manteniendo el equilibrio pese al movimiento de la nave.— No, pero debería detenerles —respondió el oficial.
— No tiene autoridad para hacerlo. Envíe un mensajero si lo desea, pero esa orden no basta para arrestarnos.
— Las cosas ya no son como eran, comisionado. Todo Qalathar se encuentra ahora en poder del Dominio. Debemos hacer lo que se nos ordena, pues de lo contrario nos acusarán de herejes también a nosotros.
— Entonces, ¿el Dominio está antes que la ley y el imperio? —Depende de cómo interprete usted la ley, señor. Pero en la práctica así es. El Dominio, y no Thetia, tiene el poder en Qalathar. No estamos protegidos por la ley laica.
— Entonces, finalmente, hemos llegado a eso —dijo Telesta con tristeza— El Dominio ya no se molesta en admitir ninguna ley que no sea la suya.
— ¿Quién más puede legislar en Qalathar —preguntó el centurión— Al emperador no le importa, la faraona no existe. Quizá si vivieseis aquí podríais comprender cómo son las cosas. En cambio, nos miráis desde vuestros lujosos palacios de Thetia y exigís que os otorguemos derechos cuando os viene en gana.
— Nadie otorga derechos. Los derechos se poseen. Incluyendo el derecho a la ley, que el Dominio ignora tan implacablemente. Y el emperador se preocupará muy pronto de Qalathar, pues si no lo hace, correrá el riesgo de perder el trono.
Como de costumbre, el tono de Mauriz era despectivo, y no dejé de sorprenderme. ¿Acaso también Mauriz estaba desarrollando un exceso de confianza? El oficial, sin embargo, se lo tomó como retórica vacía de un noble thetiano y ni siquiera se molestó en responder.
Ahora había muchos navíos a nuestro alrededor, en su mayoría buques de Qalathar, bajos y elegantes, diseñados para viajes rápidos en el relativamente tranquilo mar Interior. Pero muchos de los amarraderos estaban vacíos, y eran contadas las embarcaciones grandes, por lo general galeones del Archipiélago. A cierta distancia podía divisarse una que acababa de levar anclas y, a través de cuyas ventanas, se distinguían luces y sombras en movimiento. Pero parecía ser la excepción. Quizá fuese una nave de guardia del Dominio o perteneciese a alguno de sus colaboradores, como lord Foryth, de Taneth.
Taneth. Me pregunté cómo le estaría yendo a Hamílcar en su intento de derribar a lord Foryth en aquella ciudad luminosa del otro lado del mundo, donde el Dominio era una religión y no un gobierno. Hamílcar no esperaría recibir todavía noticias nuestras, y no me pareció muy probable que fuese a recibirlas. Habíamos prometido ponerlo en contacto con los disidentes hacía mucho tiempo, pero eso fue cuando teníamos a Ravenna de guía y antes de que interviniese la Inquisición. Y recordé a Elassel, que había partido con él para descubrir cómo era la vida en Taneth, libre de cualquier interferencia del Dominio. ¿Estaría disfrutando de la estancia?
Aún pensaba en ellos cuando la galera fue amarrada al muelle por el jefe de oficiales del puerto. El mando y uno o dos de sus hombres desembarcaron, y a continuación nos indicaron a Mauriz y a los demás que los siguiésemos.
Pisé Qalathar por primera vez bajo una intensa lluvia en un anochecer invernal, andando sobre las piedras húmedas de un muelle oscuro y desierto. La tierra bajo mis pies no parecía distinta, pero de algún modo todo lo sentía diferente. Cualesquiera que fuesen las circunstancias, al fin me encontraba en Qalathar.
LAS CENIZAS DEL PARAÍSO
Las teas ardían en la entrada del palacio del virrey, arrojando una luz fantasmal a través de la lluvia torrencial. Colocadas dentro de nichos sobre los monolíticos portales, tres a cada lado, brindaban a la escena una cualidad irreal, como si todo sucediese en un pasado lejano. Salvo por ese pequeño sector, el resto de las murallas estaba en tinieblas, con sus inmensos bloques de piedra rojos (el color de Tuonetar) pareciendo casi negros.
Pero los últimos restos del imperio de Tuonetar yacían a muchos kilómetros de distancia, acechados por las nubes, y nosotros estábamos en medio de una empapada calle de Qalathar durante una noche de invierno. Las pocas personas que me rodeaban, protegidas con impermeables, no hacían gala ahora del poder que habían mostrado pocas semanas atrás en Ral'Tumar
Se abrió una pequeña puerta y apareció un nuevo oficial qalathari, que llevaba un impermeable negro.
— ¿De qué se trata, centurión? —preguntó a nuestra escolta, evidentemente fastidiado por haber sido molestado. Como era de imaginar, el centurión no tuvo oportunidad de responder.
— Soy Mauriz, alto comisionado del clan Scartaris, y, como representante thetiano, exijo una audiencia inmediata con el virrey.
En realidad, yo no sabía quién era ese virrey. Según podía recordar, habían existido tres y ninguno era thetiano. Pero la críptica frase pronunciada antes por el centurión acerca de la debilidad del poder thetiano en Qalathar era preocupante.
El oficial hizo una pausa momentánea, estudió con cuidado el rostro de Mauriz y asintió con la cabeza.
— La Inquisición quiere hablar con usted, pero ése no es mi problema. Acompáñeme. Usted también, centurión.
De uno en uno cruzamos la pequeña puerta en dirección a un estrecho recinto, por fin a resguardo de la lluvia tras lo que había parecido una eternidad. Un poco más allá, otras cuantas antorchas iluminaban un tenebroso patio con unas palmeras y una fuente silenciosa. Alrededor, se levantaba, iluminado, un pórtico con columnas, seco y acogedor.
Había sido bastante inevitable que acabásemos allí tras desembarcar, ya que el centurión cayó pronto rendido ante la persistencia de Mauriz y sus amenazas de reclamar ante el virrey si no era conducido de inmediato a su palacio. Tras un cuarto de hora andando con esfuerzo desde el puerto, sintiendo la tierra casi tan inestable como la cubierta de la nave, agradecí el relativo calor y el techo que nos protegía de la lluvia. Todavía me sentía algo mareado, pero ya no me encontraba tan mal. Nada más cerrarse la puerta tras el centurión, se produjo una conversación en susurros entre el oficial a cargo y su subordinado, casi ahogada por el permanente sonido de la lluvia. Un momento más tarde, el suboficial se perdió a toda prisa entre las columnas. Su sombra se recortó contra los muros rojos hasta que desapareció en el interior del palacio. —¿Quién es el virrey?— le pregunté a Palatina tan bajo como pude. —No tengo ni idea— respondió— Hubo uno muy bueno durante unos diez años, que limitó bastante la acción del Dominio. Pero luego le siguió un inútil, que al parecer fue destituido por los presidentes de los clanes. Ignoro quién lo sustituyó.
El centurión le preguntó qué había que hacer a continuación al oficial de guardia, que se había quitado el chubasquero negro para mostrar la insignia del tribuno, lo único que resaltaba en su uniforme. Desde la sala de guardia aparecieron más soldados, con una expresión muy diferente de la de los escoltas que nos habían acompañado. Supuse que se trataría de las tropas thetianas qalatharis, protegidas por el imperio de la persecución inquisitorial.
Un instante más tarde volvió a abrirse la puerta en el pórtico, y el suboficial se asomó desde un balcón. —El virrey os atenderá en unos minutos— anunció mirando hacia el patio— Acompañadme.
Palatina y yo nos miramos el uno al otro con la duda reflejada en nuestros semblantes mientras seguíamos al soldado hacia la columnata. Allí la iluminación era más agradable, despojada del perpetuo parpadeo de las antorchas exteriores. La galería estaba pintada con los mismos rojos y azules vibrantes que el resto de la ciudad. A nuestro paso dejamos un rastro de agua sobre las secas piedras del suelo. Me alegré de regresar a la civilización tras pasar tanto tiempo en aquel galeón siempre húmedo.