— Me han entrenado muy bien —afirmó, esperando.
Presa de una ira ciega e impetuosa por poco no me abalancé sobre él, sin importarme la espada ni su fuerza, superior a la mía. Pero lo único que podía ocurrir era que él venciese, y entonces...
Me arrodillé muy lentamente al pie de la escalera, con la cabeza al nivel del extremo de su vaina. Ya me había encontrado dos veces en una situación similar, pero en ambas me habían atado y mis captores eran superiores en número. Aunque en esta ocasión no creía estar en peligro, me sentía mucho peor por haber sido forzado a ese tipo de rendición por un único hombre que no tenía aspecto de ser mago.
— ¿Bien?
— ¿Qué es lo que pretendes?, ¿que te pida disculpas o que te suplique?
— Que me supliques —espetó. Una frase mínima. Mataría a ese hombre, fuera quien fuese. Ése era el único pensamiento que me sostuvo mientras pronunciaba las siguientes palabras.
— Te ruego... te ruego que no le hables al Dominio de Ravenna. Quédate aquí y te diré todo cuanto desees saber.
Por un largo rato se quedó en su sitio, mientras yo lo observaba, consumiéndome en una furia impotente. Entonces, quizá tras considerar que ya me había visto padecer demasiado, se alejó de la manilla de la puerta y regresó a su asiento. —No te molestes en ponerte de pie, Cathan, sólo vuélvete y mírame.
Cuando muy a mi pesar obedecí, lo encontré sentado como si estuviese en el trono del delfín y no en una maltrecha silla de madera en una biblioteca provincial.
— Ahora dime todo lo que te pregunte acerca de Palatina.
Su interrogatorio fue relativamente corto en relación con el jaleo que había ocasionado, pero me pareció durar una eternidad. Cuando acabó, sentía pinchazos en las rodillas a causa del contacto con las duras piedras del suelo, pero estaba todavía más furioso que antes. Se puso de pie y fue hacia la puerta. Sin atreverme a otra cosa, volví a mi posición anterior, girando sólo el cuello para seguirlo con la mirada.
— Palatina es ahora menos importante para mí de lo que lo eres tú, Cathan. Es en ti, mucho más que en ella, en quien estoy interesado. Sé quién es y cómo es Palatina, pero contigo la situación es diferente. Vine a quitarme preocupaciones, pero eso no es ni remotamente lo que ha sucedido.
Su silueta pareció difuminarse un segundo, como si lo estuviese mirando desde debajo del agua. Entonces, el agente de la embajada con aspecto extranjero fue reemplazado por una figura de estatura un poco menor pero mucho más intimidante. Era esbelto, de cabellos negros, tenía un rostro delicadamente cincelado y ojos azul marino que brillaban con malvada pasión. Su cuerpo era algo más alto y ancho que el mío, e imponía mucha mayor autoridad que la que hubiese podido dar mi propia imagen en el espejo.
Por primera vez sentí auténtico terror.
— ¿Me reconoces ahora, Cathan? ¿Reconoces este rostro? Es el rostro del legítimamente coronado emperador de Aquasilva. Es conmigo con quien has estado hablando, y te has arrodillado ante mí. Soy la principal entre las numerosas personas a las que deberías temer. Volverás a ver a mi agente y volverás a verme a mí. Habrá momentos en el futuro en los que desearás regresar aquí, Cathan. Si vives lo suficiente, nuestros caminos se cruzarán otra vez. Te aterroriza el Dominio, pero ahora tienes algo que debes temer mucho más. Algún día te presentarás voluntariamente en mi corte y te arrodillarás ante mí en persona, porque si no lo haces y yo me veo forzado a llevarte hasta allí, desearás no haber nacido jamás.
"Ahora te concedo un período de gracia. Pero recuerda que sé de tu existencia y que estaré cerca de ti. Dondequiera que vayas, donde sea que intentes esconderte, alguien te encontrará. Quizá yo, quizá un inquisidor. Asegúrate de no olvidarlo.
Su silueta volvió a difuminarse y se transformó de nuevo en el agente extranjero, que salió de la sala cerrando la puerta tras él sin pronunciar ni una palabra más.
No podía ser.
Pero había sucedido. No sé cómo lo había hecho, pero no se trataba de ninguna ilusión. Representaba una minúscula satisfacción saber que quien había sido capaz de controlarme de forma tan eficaz no era una persona común.
Era el propio emperador Orosius.
Permanecí sentado en la biblioteca mucho tiempo después de la partida de Orosius, sin moverme más que para ir tambaleándome hasta la silla que ocupaba antes de su llegada. Cuando se apagó el sonido de sus pasos no hubo allí ningún otro ruido con excepción de un silbido sordo sin melodía, proveniente de otro punto del edificio. Probablemente un aprendiz en medio de una tarea aburrida, totalmente ignorante de quién había estado en esta sala. O, mejor, de quién se había hecho presente.
Se suponía que lo que el emperador acababa de hacer era imposible. Si había que creer a los magos que me habían instruido, muchas cosas eran imposibles. Incluyendo unir dos mentes e influir sobre las tormentas.
Sin embargo, había por ahí gente (y probablemente fuese el resto del mundo) que no había oído jamás esas reglas. E incluso algunos para quienes, si lo que se decía era cierto, no valía ninguna regla. Y por delante de todos ellos estaba el hombre con quien acababa de hablar (si es que «hablar» era el término correcto en este caso).
A su modo conservador y proteccionista, el consejo de herejes había tenido razón en al menos una cosa. Conservar el anonimato era algo mucho más complicado de lo que se me había ocurrido. Sin duda era así respecto a nosotros tres. Quizá, de no mediar ninguna dificultad imperial, no habríamos tenido problemas. Con todo, se sabía que ciertas cosas se administraban en familia, y la magia era una de ellas.
Fijé la mirada en los libros dispuestos sobre la mesa, intentando no venirme abajo. No podía recordar ningún momento en el que fueran tantas las cosas que iban mal. Llevábamos apenas dos días en Ral´Tumar y ya habíamos sido acechados por el Dominio y por el emperador. Se suponía que las cosas malas venían de tres en tres, y no quería ni imaginar con quién más me toparía.
El libro de los viajes de la Revelación yacía donde el agente del emperador lo había dejado, abierto un poco más adelante de donde yo estaba leyendo, las páginas habían recobrado su posición natural. Volví a cogerlo y con poco entusiasmo intenté retomar la lectura para distraerme un poco, pero sin mucho éxito. Tras un instante me descubrí otra vez con la mirada perdida en el espacio, meditando sobre lo que el emperador había dicho.
No era posible de ninguna manera que se le hubiese pasado por alto la relación entre la Revelación y el Aeón. Es más, probablemente ninguna otra persona que estuviese viva sabría más cosas que él respecto del Aeón. Con excepción de Tañáis, a quien quizá consiguiésemos encontrar a tiempo... o quizá no. El emperador no querría que ningún otro encontrase el Aeón. Eso era demasiado peligroso para un hombre que se autoproclamaba administrador de los mares. La supremacía naval thetiana era cosa del pasado, una de las tantas glorias perdidas del imperio, pero yo era consciente de que Orosius tenía ambiciones en ese sentido.
Entonces, veladamente, me di cuenta de algo más, algo que me confundió y preocupó en idéntica proporción.
Algún día te presentarás voluntariamente en mi corte y te arrodillarás ante mí en persona.
En realidad eran dos cosas. Una apenas implícita y otra groseramente obvia que siempre me había producido terror. Orosius había sido capaz de dominarme sin esfuerzo, y, en caso de que el agente no fuera un mago, no cabía duda de que el emperador sí lo era. Le habría sido sencillo llevarme de regreso a la embajada y embarcarme de vuelta a Selerian Alastre. Un mago mental habría podido emplear la magia para eso, pero había otros métodos menos evidentes.
Sin embargo, había un punto más importante que dependía de la interpretación que yo le diese.
Orosius me había dejado en libertad. Yo permanecía en la biblioteca porque él deseaba que permaneciese allí, porque todavía no deseaba enviarme de regreso.
Me llevó algo más de tiempo percatarme de la segunda cosa, bastante más sutil. Por algún motivo era importante para él que fuese a Selerian Alastre. ¿Por qué quería que me dirigiese allí? Fuera cual fuese el motivo, Orosius había decidido que podía esperar, pero en mi cabeza aparecía una buena razón para eso. Algo que rondaba mi mente desde que había zarpado de Lepidor. Más de doscientos años atrás, el jerarca Carausius había escrito:
Nuestro sistema thetiano de gobierno es fuente de confusión para el resto del mundo. Mientras otras naciones pueden ser denominadas repúblicas o monarquías, nosotros no somos ni la una ni la otra, sino más bien algo intermedio. Un delegado de la Asamblea por Huasan comparó nuestro sistema con el movimiento del pulpo, criatura cuyos tentáculos son difíciles de contar y al parecer demasiado numerosos para lo que necesita hacer Es la mejor analogía que jamás he escuchado, si bien alguien me sugirió una vez que la reemplazara por la de un pulpo con dos cabezas. No sé bien si me halagaba o se trataba de una broma; no tuve oportunidad de preguntarle. La belleza de eso, por cuanto me concierne, es que todo el que intente desafiar su poder se verá tan confundido en el momento de enfrentarse a cada una de sus partes que acabará dándose por vencido. En una o dos ocasiones habría deseado poder dividir mi propia persona de ese modo.
La improvisada carta de Palatina en Lepidor había omitido un buen número de cosas, e incluía sólo a la Asamblea y al emperador. A pesar de su inmenso poder, la posición de Orosius era siempre precaria, algo que él obviamente pretendía cambiar. La más sorprendente peculiaridad del sistema thetiano, la prueba más fundamental del poder del emperador, había dejado de existir más de dos siglos atrás. No existía ningún jerarca ni sacerdote imperial desde los tiempos de Carausius.
Para mí era cada vez más importante hablar con Tañáis, pero dudaba de encontrarlo si iba en su busca. Sólo esperaba que nielemos para él lo bastante importantes para que él mismo se preocupase de hallarnos. Palatina parecía haber sido su protegida, y él había dicho en Lepidor, hacía dos meses, que tenía que decirnos más cosas.
Había perdido la paciencia respecto a la oceanografía. Ya tendría más oportunidades de regresar allí y estudiar lo poco que había en la biblioteca, pero fuera ya comenzaba la tarde y mi concentración se había esfumado. Guardé con cuidado los libros en tus estanterías, recogí las hojas de papel aún en blanco que había llevado en caso de que hubiese algo que mereciese la pena ser anotado y me fui de la biblioteca.
Rashal no estaba en su oficina y la única oceanógrafa que pude encontrar, trabajando hasta tarde en su sala de pruebas, no sabía adonde había ido. Le pedí que le agradeciese a Rashal su ayuda y salí del edificio del instituto en dirección al aire límpido del atardecer de Ral´Tumar. Incluso en un momento del año tan tardío seguía haciendo un tiempo cálido y los suaves globos de éter que iluminaban las calles comenzaban a encenderse. Ral´Tumar no era como ninguna otra ciudad de las que había estado antes. No sabía con seguridad si Ral´Tumar era de verdad tan especial o si lo que me llamaba la atención era estar en el Archipiélago. Palatina y Ravenna habían pasado allí la mayor parte de sus vidas y supongo que sabían a qué me refería.
En ese momento debía decidir otra cosa. ¿Qué les contaría acerca de lo sucedido? Algo debía contarles, pero seguramente que Palatina diría en seguida que Thetia tampoco era un lugar seguro y acabaríamos sin hacer nada en absoluto. Sólo Ranthas podía saber cuántos sitios más debíamos evitar, y no había manera de conocer la reacción de Palatina al enterarse de que el propio emperador estaba involucrado. La invasión de Lepidor la había cambiado, y no para mejor.
Caminé sin rumbo fijo a lo largo de la avenida costera y luego cogí la calle principal, ya vacía de elefantes y del fluido tráfico que por lo general amenazaban con atropellarme. El bullicio en los muelles de superficie se había apagado y la mayor parte de los buques descansaba en sus embarcaderos, desiertos salvo por unos pocos centinelas que maldecían todavía los dados que habían decidido que permaneciesen allí mientras sus compañeros comían algo en tierra.
Aún había luces encendidas en el puerto submarino, y no pude evitar un escalofrío al ver a dos figuras encapuchadas conversando en el portal, dos siluetas negras contra el resplandor amarillento. ¿Qué estaban haciendo allí tan tarde? ¿Asegurándose que no hubiese infieles a bordo, que ningún hereje intentara apoderarse de su nave? Nadie habría intentado tal cosa ni en la mejor de las oportunidades y mucho menos tras el despliegue de poder de esa mañana. Apuré el paso cuando comencé a aproximarme al centro de la ciudad, ansioso por dejarlo atrás. Supongo que no fue una actitud demasiado inteligente, sino más bien una reacción instintiva que no pude resistir en absoluto. Con todo, no hubo ningún grito de «¡Hereje!» ni sentí el ruido de nadie corriendo detrás de mí. ¿Por qué iba a suceder tal cosa? Eran sin duda dos sacerdotes conversando quizá sobre alguna cuestión administrativa trivial y a quienes les daba por completo igual quién pasase por la calle.
A lo largo, de la calle principal se habían extendido en las aceras mesas y sillas, y farolas portátiles colgaban de marcos de madera, transformando una calle agitada en un bulevar de cafés y tabernas. Muchos pertenecían a familias particulares y eran sitios donde los amigos o familiares podían sentarse antes de la cena. Pero muchos otros estaban abiertos al público en general. Después de todo, se trataba de una gran ciudad comercial.
Eran cafés públicos, pero, por lo que pude notar poco a poco, no había gente del continente en todos. En Ral´Tumar, como en cualquier parte, existían diferenciaciones sutiles en ciertos sectores, lugares donde los extraños no eran bienvenidos. La gente acusaba a los habitantes del Archipiélago de ser excesivamente cerrados y egocéntricos más allá de su cortesía, reputación que no me parecía por completo justificada. De hecho, no habíamos tenido ningún problema, ya que no había nada en absoluto que nos ligara a los habitantes del continente, aunque en ocasiones fui testigo del modo en que los continentales eran tratados de forma diferente en tiendas y tabernas.
Incluso aquí en Ral´Tumar, generalmente considerada la ciudad insular menos típica del Archipiélago, había tramas ocultas. En ese caso, no me atrevía a imaginar cómo sería Qalathar.
Llegué a nuestro alojamiento habiendo tomado la decisión de no mencionar el incidente. Sabía que no era justo para ellas, y me hacía sentir culpable del mismo tipo de desconfianza de la que yo había acusado antes a Ravenna. Si resultaba esencial se lo diría, pero fuera por lo que fuese era en mí en quien estaba interesado el emperador.