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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Inquisición (17 page)

— ¿Qué sucede ahora? —preguntó Ravenna.

Giré el papiro sobre la mesa hacia el sitio que ella ocupaba y señalé el salto en el texto.

— ¡Otra vez el Dominio! —dijo con expresión de disgusto— El castigo para quien escriba sobre esos años es la muerte en la hoguera. ¿Te sorprende que nadie se atreva a hacerlo?

El Dominio no podía permitirse ninguna mención a los años finales de la guerra. Si los acontecimientos verdaderos fuesen de conocimiento público, podría perder gran parte de su respaldo, ya que el relato de su ascenso al poder era cualquier cosa menos edificante. Sobre todo las persecuciones en Thetia, llevadas a cabo por el Dominio en nombre del emperador para capturar a cualquier mago o sacerdote que perteneciese a un elemento diferente del Fuego.

Alguien, en alguna parte, debía de tener libros que recogiesen los sucesos de aquellos años. Nosotros teníamos tres en la Ciudadela, pero sin duda habían existido más descripciones, redactadas durante el fugaz período halcyón, que vino inmediatamente después de la derrota final de Tuonetar. Aquel momento en que Carausius y su familia soñaban con comenzar de nuevo, con reconstruir sus hogares y sus vidas tras la devastación de la guerra.

Retomé la lectura del pergamino sobre la construcción de mantas, aunque sin demasiado entusiasmo. Las posibilidades de hallar en una biblioteca algo que valiese la pena parecían remotas si la censura era así de eficaz. La Gran Biblioteca de Taneth era tan antigua como la propia ciudad y, por lo tanto, posterior a la guerra. Era improbable encontrar allí escritos tan viejos. Y Selerian Alastre, con la biblioteca más extensa de Aquasilva, era además el lugar de residencia del emperador.

No seguía la lectura con particular concentración y me saltaba pasajes. Nadie más había venido a la biblioteca, pero oí pasos apresurados y una puerta que se abría con fuerza en algún punto del pasillo.

Estaba a punto de coger otra sección del rollo cuando unas líneas captaron mi atención:

Fue también en ese año cuando se iniciaron los trabajos de reparación de los daños sufridos muchos años atrás, cuando el centro de un reactor derritió la red de conductos y destruyó las grúas de construcción de aguas profundas. El éter sobrecalentado había deformado las grúas hasta tal punto que resultaban irreconocibles y siguió ocasionando problemas al tráfico de naves. Nicephorus Decaris, quien ordenó el trabajo, estaba destinado a presidir el período de prosperidad más extenso que hubiese visto Salemor y se había propuesto dejar su huella desde el principio. Nicephorus desarrolló en persona la técnica para remover el poder residual acumulado de los desechos y los puso a disposición de equipos de reciclaje, una técnica que, algo modificada, sigue empleándose hasta el día de hoy.

Incluso yo sabía lo suficiente sobre la construcción de mantas para detectar en aquel párrafo varias notables inconsistencias. Una carga de éter nunca podría haber permanecido en las grúas más de una fracción de segundo y bajo ninguna circunstancia podría haber sido capaz de causar el daño descrito. Por otra parte, no había allí ninguna mención a un accidente semejante. Quizá...

Un fuerte estrépito interrumpió mis pensamientos. Un aprendiz de cabellos negros con cara de preocupación estaba de pie ante mí.

— Rashal dice que dejéis los libros y os acerquéis al salón principal de la estación. Se acercan inquisidores.

Mis ojos y los de Ravenna se cruzaron durante un instante y en un santiamén cerramos nuestros libros amontonándolos lo más lejos que pudimos. El aprendiz no nos esperó, sino que se precipitó de nuevo a toda prisa por el pasillo. Un momento más tarde oí su voz resonar escalera arriba. Alguien le respondió y se oyeron más pasos frenéticos.

— ¿Has apuntado alguna cosa? —le pregunté a Ravenna mientras dejábamos la biblioteca.

— Sí, pero no demasiado.

— Dámelo todo a mí, yo soy oceanógrafo y si...

— No podemos permanecer aquí —afirmó Ravenna— Rashal sabe quién eres. No podemos arriesgarnos.

Casi todo el personal de la estación estaba de pie en el salón principal o en la escalera, y todos parecían muy preocupados, o algo peor. Rashal estaba en el escalón inferior, recorriendo el lugar con la mirada para constatar quién estaba allí. Un momento después de nuestra llegada aparecieron el aprendiz y Ocusso en el segundo descansillo de la escalera.

— Ahora ya lo habéis oído todos —señaló Rashal— El hijo de Ocusso ha venido corriendo desde el templo con las novedades. Al parecer un grupo de zelotes ha presentado una denuncia contra nosotros por practicar «artes prohibidas» y están en camino algunos sacri e inquisidores.

¿Artes prohibidas? ¿Qué querían decir con eso? Un instante después mi muda pregunta fue respondida al menos en parte.

— ¿Desde cuándo utilizar delfines es un arte prohibido? —protestó, furiosa, una mujer de sensual mirada— Intenta decirles eso a los pescadores.

— Hemos estado haciendo más que eso, Amalthea, pero de cual quier modo ese argumento es irrelevante. No nos servirá de justificación.

Rashal parecía consumido por los nervios y me percaté de que no tenía tanta confianza en sí mismo como me había parecido. Es probable que nunca hubiese imaginado verse en una situación de crisis semejante, y se preguntaba qué habría hecho el director de haber estado allí.

— Supongo que no nos arrestarán bajo el mero testimonio de unos pocos zelotes —comentó Ocusso, sin sonar convincente.

— Somos oceanógrafos —exclamó otro— Nos necesitan.

— Ojalá pudiese compartir vuestra confianza. Pero si los inquisidores sospechan que hemos estado empleando delfines en cuestiones relacionadas con la magia, no se mostrarán inclinados a disculparnos. Amalthea, tú eres experta en delfines. Los inquisidores estarán aquí de un momento a otro. ¿Por qué no reúnes tantos de tus apuntes como puedas y los guardas en los compartimientos de las rayas?

«¿Estás sugiriendo que huyamos? —inquirió Amalthea con incredulidad— ¿Que huyamos del Dominio? En ese caso seré denunciada como hereje.

— Debes dirigirte a los comandos centrales, entregarles la información y advertirles que se producirá una purga. Coge todo cuanto puedas y sal por la escalera posterior. Si no hay nadie allí para ayudarte, sencillamente zarpa. ¡Y hazlo ahora!

Tras unos segundos de duda Amalthea pasó frente a él y subió la escalera con el rostro pálido. Ocusso parecía estar a punto de desmoronarse.

— No lo logrará, hay sacri custodiando el puerto —señaló una voz que conocía demasiado bien. Me volví sintiendo un repentino ataque de pánico y pude ver al agente imperial del día anterior acercándose desde el pasillo de la biblioteca. Orosius en persona... ¿o sólo un instrumento a través del cual podía hablar? No habría podido afirmarlo.

— ¿Quién eres tú? —preguntó Rashal invadido por el terror, el mismo terror que se reflejaba en los rostros de todos los demás. Supongo que mi cara no desentonaba con la de ellos.

— No soy un sacerdote. Eso es todo lo que necesitáis saber. Como sea, tus huéspedes son enemigos personales del inquisidor general y serán ejecutados si los capturan.

Rashal me miró como si lo hubiese apuñalado por la espalda, y quise arrastrarme hasta desaparecer en un rincón.

— ¿Eso es cierto? —preguntó con voz que era apenas un susurro.

Asentí sintiéndome un miserable.

— Sin embargo, existe todavía una salida. Si Cathan y su amiga me ayudan, los conduciré a ellos y a Amalthea lejos de aquí y tendrás mucho menos de qué preocuparte.

— ¿Qué beneficio obtienes haciendo eso? —preguntó el aprendiz de cabellos negros.

— A ellos.

— ¡Por el amor de Ranthas, ayudadlo! —pidió Rashal con tono de súplica.

Me contuve de lanzarme sobre el agente, que otra vez me trataba como a una de sus propiedades. Lo miré de frente y le hablé manteniendo la voz tan neutral como me fue posible.

— ¿Qué es lo que quieres?

Su extraño rostro angular no parecía complacido. Ravenna nos apuñalaba alternativamente a ambos con la mirada, lo que me hizo sentir todavía más desdichado. ¿Por qué no se lo había contado a Ravenna la noche anterior? ¿Por qué no había confiado en ella?

— Que alguien nos guíe hacia la escalera posterior, de modo que podamos unirnos a Amalthea —ordenó el agente— Asistente Rashal, te sugiero que ocultes cualquier libro prohibido que puedas tener en la biblioteca y prepares tu defensa. Ha sido poco astuto iniciar un proyecto semejante sin la autorización del instituto, pero creo que podrás superarlo. No me menciones a mí, aunque me gustaría mucho que hablases de tus visitas.

— Ocusso, muéstrales el camino —ordenó Rashal— Myroes, ya has oído las instrucciones. Lleva los libros al escondite de seguridad. El resto de nosotros debemos pensar un plan.

— ¿Yo? —preguntó Ocusso, aterrorizado.

— Sí, tú. Y date prisa.

Forzado de repente a la acción, Ocusso se zambulló escalera abajo sin esperar a que lo siguiéramos y cogió un pequeño pasillo lateral.

— Después de ti —me dijo el agente imperial señalando el pasillo. A través de las ventanas pude distinguir una columna de inquisidores a lo largo de la costa, portando los pesados cascos carmesí de los sacri. Sin lugar a dudas dirigían sus pasos en dirección a nosotros. No protestaría en esta ocasión. Empujando a Ravenna para que avanzase, corrí detrás de Ocusso.

Descendimos un breve tramo por el pasillo y entramos luego en una amplia habitación de techos altos y desigual suelo de piedra, con aspecto de almacén. Contenía diversas clases de equipos oceanográficos, desde estaciones de prueba hasta una colección de redes que hubiesen parecido fuera de lugar en una barcaza de pesca. A la derecha, una desvencijada escalera de madera conducía a una puerta que conectaba con el nivel superior. En el lado opuesto estaba lo que supuse que sería el acceso a los embarcaderos de las rayas. Las rayas oceanográficas, al igual que los submarinos de emergencia, se mantenían con frecuencia en bahías y no ancladas en los muelles. Era evidente que la estación de Ral´Tumar podía afrontar el gasto. Tras recordar la obsesión con que Rashal calculaba el presupuesto, lo creí bastante plausible.

Ocusso estaba muy nervioso y su silueta ascendía y descendía al atravesar el suelo abarrotado de trastos, y a cada palpitación de su pecho fijaba la mirada en la escalera. Amalthea parecía demorarse una eternidad, pero al fin la puerta se abrió y ella se deslizó a toda prisa escalones abajo.

— Rashal dice que esta gente te ayudará —murmuró Ocusso— Parece que hay sacri custodiando el puerto.

Luego se volvió y escapó corriendo sin esperar respuesta. La inminente llegada de los inquisidores había convertido al sereno oceanógrafo en un conejo aterrorizado, y por los gestos que había observado en el salón principal no era el único afectado de esa manera. ¡Por el amor de Thetis! ¿Con qué intención acosaban el instituto? ¿Qué había hecho ese puñado de amistosos y excéntricos científicos para merecer la atención de Midian?

— ¿Puedo confiar en él? —me preguntó Amalthea señalando al agente.

— Es un condenado y desagradable espía imperial —espeté salvajemente, feliz de poder vengarme— Pero, por otra parte, estamos atrapados.

Desgraciadamente, también eso era cierto... ¿o acaso me engañaba?

— Si no estuviese obligado a mantenerte con vida, ya me habría encargado de ti sin... —comenzó a replicar el agente, pero luego hizo una pausa y negó con la cabeza— No tenemos tiempo para discutir.

— ¿De verdad hay sacri custodiando el puerto?

— Así es —aseguró el agente— Si deseáis seguir viviendo, es mejor que hagáis exactamente lo que os diga. Amalthea, por favor, intercambia tu túnica con la que lleva Ravenna.

Ambas empezaron a protestar, pero en ese preciso instante oímos con claridad el sonido del personal del instituto saliendo por las puertas principales. El agente se apuró a cerrar la puerta de la habitación que ocupábamos, y Ravenna y Amalthea nos dieron la espalda. Miré a otra parte mientras intercambiaban las túnicas. La de Ravenna le iría algo estrecha a Amalthea, pero por fortuna la oceanógrafa no era tan regordeta como muchas de las tumarianas.

— Amalthea, sácanos de aquí —ordenó el agente, y esta vez ella no puso objeción. Abrió entonces una de las amplias puertas dobles situadas en un extremo del almacén, permitiendo que entrase la luz gris del día. En el repleto almacén no había nadie más que nosotros, pero sentía un hormigueo sobre los hombros, como si esperase que un inquisidor me cogiese de un segundo a otro.

Eso no sucedió, y alcanzamos sin problemas el estrecho portal de madera en el otro extremo del salón. Amalthea abrió el cerrojo y nos lanzamos hacia la calle que corría entre la estación oceanográfica y algunos pequeños almacenes. Sentí la misma incomodidad que había experimentado unas semanas atrás, esquivando patrullas de sacri en el distrito portuario de Lepidor.

En la calle sólo había dos marineros, que tras observarnos un momento volvieron a sus asuntos como si no existiésemos. El agente nos condujo un trecho en dirección a una angosta vía lateral y luego giramos por una abrupta esquina hasta un diminuto parque entre varios depósitos. En el centro de éste había una higuera abandonada y solitaria.

— Aquí es donde se separan nuestros caminos —advirtió el agente mientras buscaba algo en un bolsillo oculto de su túnica. De allí extrajo una delgada pieza cuadrangular de cobre. Cogió luego un medallón que colgaba de su cuello, bajo la túnica, y lo oprimió con firmeza sobre el cobre. Tras volver a ocultar el medallón, le dio la pieza de cobre a Amalthea.

— Esto es un salvoconducto imperial. Utilizadlo para llegar hasta Selerian Alastre y entregádselo entonces a vuestros superiores. El buque de guerra Meridian zarpará del muelle cuarenta y cinco en un par de horas. Abríos paso hasta el puerto a través de las calles laterales y partid de inmediato.

Un poco reacio, le dio también a Amalthea un pequeño monedero lleno de dinero.

— Esto os ayudará a llegar allí —añadió— Y si alguien os interroga, decid que os ha sido entregado por motivos imperiales secretos y por eso lleváis mensajes destinados al instituto. ¿Habéis comprendido?

Incluso Amalthea, que hasta aquel momento había sido la persona más calmada entre todos los oceanógrafos, parecía ahora un poco desanimada. Sin embargo, asintió y se puso en camino. Apenas un instante después, como una especie de reflejo retardado, se volvió y dijo «Buena suerte», pero sin dirigirse al agente. El sonido de sus pasos apenas se había desvanecido cuando Ravenna me miró con los ojos encendidos de furia y me propinó una violenta bofetada que casi me hizo perder el equilibrio.

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