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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Inquisición (47 page)

Por otra parte, si su propuesta era una ambiciosa trampa para capturar a unos cuantos líderes herejes, existían métodos más eficientes para ello. Sarhaddon me había pedido que hiciese de mensajero.

— Lo recibiré —fue la respuesta del virrey.

CAPITULO XXIII

Dos días más tarde, un sol pálido y difuso apareció entre las nubes por primera vez en varias semanas en Tandaris. Aunque demasiado débil para crear sombras, dio un nuevo aspecto a los edificios, resaltando los rojos y azules en medio del blanco y destacando mucho más el verde de los árboles. Tandaris era una ciudad construida para la luz y el calor, y los grises invernales no le hacían justicia. Había sido fundada antes de la guerra, cuando sólo había un cambio muy leve entre las cuatro estaciones, y los desperfectos que vimos al recorrerla tras salir de palacio eran testigo de lo poco preparada que estaba para soportar las tormentas.

Rodeamos un montón de escombros y ramas donde un naranjo había caído sobre el muro de un jardín. Un hombre de pie en el extremo superior del tronco cortaba las ramas con un hacha mientras otro sujeto más viejo de cabellos blancos y un muchacho sacaban las que ya estaban cortadas. Miraron con curiosidad la comitiva que formábamos, sin saludarnos, pero tampoco de forma hostil.

De una casa cercana llegaba el sonido de un martillo. Alguien había levantado una barrera frente a ella, tras la cual se veía una pila de tejas destrozadas.

— Tened cuidado al andar por ahí, podría caeros algo —advirtió alguien— El techo todavía no está reparado.

— Gracias —respondió Persea, y agregó volviéndose hacia nosotros— : Nunca he visto tantos estragos. Mirad las casas. Me alegro de que no se viniese abajo toda la ciudad; habría sido catastrófico.

Persea tenía razón, pensé mientras llegábamos a un cruce. Todos los edificios mostraban desperfectos (cristales rotos en las ventanas, postigos quebrados o ausentes), mientras que calle arriba, en el cruce, podía verse otra montaña de escombros apilados con trabajo por unas cuantas personas.

— ¿Qué le ha sucedido a Agathocles? —preguntó Persea cuando cogimos una calle que bajaba a la izquierda, pasando por una pequeña manzana con una taberna clausurada con tablones en la acera de enfrente. Un letrero roto colgaba aún de su soporte, torcido, y apenas se leía: Taberna Agathocles. Sobre la puerta de madera se veía el distintivo de la llama.

— Arrestado —dijo Laeas con seriedad— Hace una semana. Es evidente que no vienes mucho por aquí.

— No es el camino más corto —se defendió Persea mientras la taberna se perdía de vista al doblar la esquina.

Vimos entonces señales de vida: tiendas abiertas, uno o dos toldos extendidos y más gente de la que yo había visto durante las tres semanas de mi estancia. El bullicio de la charla y el aroma de la fruta fresca y el pan recién horneado llenaban el aire de la mañana. Estábamos todavía a unas pocas calles de la plaza del mercado, una de las desventajas de alojarse en el palacio. En algún momento, antes de que se construyese el Aerolito, la ahora ruinosa y grande estatua, unos treinta metros más arriba, esa plaza había sido la fortaleza del pueblo, y sus murallas exteriores eran aún lo bastante gruesas para soportar un ataque de artillería.

Me pareció percibir una atmósfera tensa y expectante mientras avanzábamos a lo largo de la ancha y curvada calle que conducía a la plaza del mercado. No una sensación de inminente fatalidad, sino más bien como si la ciudad en sí estuviese conteniendo la respiración, esperando para saber si el mensaje de Sarhaddon conseguía de verdad poner fin al miedo.

— Olvidamos que lo que la gente desea sobre todo es continuar su vida con normalidad —comentó Persea mientras pasábamos frente a una madre llevando a seis o siete niños (algunos de ellos claramente no eran suyos) a través de un portal con el símbolo de las escuelas— Por lo que respecta a ellos, la política debería ser inofensiva.

— Igual que la religión —intervino Telesta— No existe ningún lugar en el mundo en el que la gente corriente tema tanto al Dominio como aquí.

— Yo no diría tanto. Hay sitios donde hay mucha inquietud, pero lo cierto es que aquí se encuentra el verdadero problema —repuso Persea— Si empieza una nueva cruzada, Tandaris seguirá el camino de Poseidonis: todos serán masacrados o embarcados en dirección a Haleth para servir como esclavos. Ése es el motivo por el que le estamos dando una oportunidad a Sarhaddon.

— Todavía debemos negociar con Orosius.

— Orosius se encuentra en Selerian Alastre. Allí está la Inquisición. Si Sarhaddon es fiel a su palabra...

— ¿Entonces qué? —preguntó Mauriz— ¿Qué es lo que hará exactamente? Si se arrepienten y se unen a él en oración, deberíamos considerar que todo irá bien, ¿no es así?

— Como te habrás dado cuenta, Sarhaddon nos está ofreciendo una amnistía —dijo Laeas, frenando su enojo probablemente, pues sabía que era la última ocasión en que tenía que enfrentarse a Mauriz— Se trata de su asunto, y él lo organiza. —¿Y habéis pensado qué sucederá si tiene éxito? Eso os dejará solos, os quitará el apoyo popular. Está bien, permitamos que apague el fuego de la Inquisición, pero no nos quedemos inmóviles pensando que todo irá bien de forma mágica, porque eso no sucederá. ¿Habéis considerado el poder que obtendrá si tiene éxito?

— Así se había comportado Mauriz durante la audiencia de Sarhaddon, aturdiendo de tal modo al virrey que en un momento le dijo que callara o se marchase. Por algún motivo, Mauriz rechazaba incluso la idea de la propuesta de Sarhaddon.

Pero Mauriz tenía parte de razón. Palatina se había anticipado a ello y, a lo largo de los dos días de discusiones, no conseguimos estar de acuerdo en nada salvo en el hecho de que yo debía hablar con Ravenna tan pronto como pudiera. Aún no habíamos recibido ninguna respuesta del mensajero y yo temía que ella hubiese vuelto a llamarlo tras enterarse de que habíamos aceptado los términos de Sarhaddon. La idea de cooperar con el Dominio era repugnante, pero ¿qué otras salidas nos quedaban? El Aeón podría echar abajo uno de los pilares del poder del Dominio. Ahora, ¿tendría eso alguna importancia con una población calmada por las prédicas de Sarhaddon?

Si es que de verdad resultaban tranquilizadoras. Aquel día sería la primera ocasión en que dirigiría a la gente uno de sus discursos. Sarhaddon y uno de los sabios instructores que él citaba alternaría las oraciones religiosas con muestras de fervor y lógica. ¿Llevaba realmente un mensaje de reconciliación? Y si así era, ¿se trataba de un mensaje sincero o sólo de meras palabras?

Recordé entonces lo que me había dicho Ravenna aquella terrible noche en las celdas subterráneas del palacio de mi padre: «El Dominio ha mantenido su poder durante doscientos años. Sus integrantes han cambiado la historia, se han instalado en él como nadie lo había hecho antes. Se hicieron guerras santas, lo sé. Pero en todo este tiempo sólo se ha producido una insurrección genuina, en el Archipiélago, hace veinticinco años, porque nombraron a un primado demasiado intransigente. Nunca habían sido populares allí, pero la vida continuaba normalmente. A la gente no le importaba mientras el Dominio se limitase a negociar con los gobernantes. Pero no fue eso lo que pasó en la cruzada, pues entonces éste pretendió darle una lección a la población. Ése es el motivo por el que sus representantes son tan odiados».

Ahora el camino giraba totalmente, discurriendo de nuevo paralelo a la pendiente para lograr un descenso más agradable que el que hubiese requerido un recorrido más directo. Había allí más tiendas y, hacia la izquierda, en un espacio entre dos edificios, un estrecho patio pavimentado, con bancos y una balaustrada que llegaba hasta la cúpula del edificio contiguo. El suelo estaba lleno de las hojas caídas de los dos árboles que había, ambos intactos, después de la tormenta. Se podía ver el mar más allá de las barandas de piedra.

La niebla de la mañana se había aclarado y, por primera vez, el azul superaba al gris, abriendo la visión del mar a un horizonte distante, que nunca había visto allí. El mar estaba picado por pequeñas olas, pero sin que llegasen a formarse capas de espuma en la superficie; no había tanto viento en este remanso entre tormentas.

Me percaté de que los demás me habían dejado atrás. Pero Laeas volvió la mirada y se detuvo, siempre feliz de tener una excusa para alejarse de Mauriz.

— ¿Hermoso, verdad? —me dijo— Deberías verlo en verano. Tiene colores increíbles, como los de la Ciudadela. Hay poca profundidad en muchos sitios, y pueden verse los bancos de arena.

— ¿Son ésas las islas Ilahi? —pregunté señalando un arco de formas negras de poca altura en la distancia, con aspecto casi plano, pese a que suponía que tenían colinas— Creo que pasamos junto a ellas de camino hacia aquí.

— Sí. La más grande a la izquierda es Lesath, luego Poros y Chosros, Ixander, Iuvros y Peschata. No recuerdo el nombre de las más pequeñas, como ese grupo de tres en el medio... ¡Ah sí, son las islas Aetianas!

— ¿Aetianas? ¿Por el emperador?

— Así es. Varios funcionarios imperiales colocaron allí un monumento en su honor por alguna razón. Me han dicho que existe otro grupo de islas llamadas Tiberianas dentro de Desolación, exactamente sobre el ecuador. Alguien construyó allí un faro dedicado a Tiberius.

— ¿Por qué en Desolación? —pregunté intrigado. «¿Por qué? ¿Por qué se tomaría nadie la molestia de construir un faro tan lejos de cualquier recorrido marítimo?» Y en especial un faro cuyo mantenimiento nadie podía asegurar.— No tengo ni idea —respondió Laeas alzando los hombros. Luego frunció el ceño como si estuviese recordando algo— «Los que mantienen los ojos sobre la tierra nunca contemplarán la belleza de las estrellas. Caminan en su luz sin verlas, oyen su música sin escucharla.» Se supone que eso dice parte de la inscripción. Ha quedado en mi memoria porque se trata de un texto realmente extraño. Hay dos líneas más. Algo acerca de un espejo del cielo y el infierno, pero no las recuerdo con exactitud.— ¡Avanzad! —gritaba alguien un poco más adelante. Permanecimos quietos otro minuto, luego fuimos con cierta reticencia en busca de los demás. «¿Por qué esos dos monumentos?, me pregunté. ¿Con qué objeto construirían funcionarios oficiales monumentos en islas desiertas? Y lo que era más peculiar, ¿por qué uno de ellos estaría dedicado a Tiberius?» Los demás nos esperaban en una curva, ante una parte de la muralla que había entre un café y un telar. Nada más unirnos a ellos reemprendimos el camino y apareció ante nuestros ojos lo que debía de ser la plaza del mercado. Nos aproximábamos por uno de los lados, ligeramente por encima del nivel de la plaza. Lo primero que nos llamó la atención fue lo atestada que estaba: era un mar de cabellos negros y colores brillantes con unos pocos espacios libres alrededor de los árboles y las estatuas, aunque había gente incluso en la base de éstas y balanceándose en las ramas más bajas de los árboles. Se oía un murmullo contenido y era patente la atención y la espera concentradas en la plataforma del orador, aún vacía frente a la impactante agora rodeada de columnas.— ¡No imaginaba que hubiese tanta gente aquí! —declaró Persea mientras descendíamos, perdiendo de vista la plaza en sí tras las filas de gente apostada a los lados de la calle— Mirad las caras de la gente de las ventanas. No creo haber visto nunca tanta expectación.

Todas las ventanas alrededor de la plaza estaban también abarrotadas, como si se tratase de la fiesta nacional. Pero había demasiada seriedad en el ambiente para confundirlo, y se respiraba incertidumbre. Se habían congregado allí con la esperanza de que se tratase de un nuevo comienzo, pero nadie estaba seguro. Tras los amenazantes muros del templo en el extremo lejano de la plaza había todavía decenas de sacri, por no mencionar a los inquisidores y sus prisioneros.

— Nos quedaremos aquí para ver qué sucede —le dijo Persea a Mauriz y Telesta cuando llegamos a la plaza, deteniéndonos al borde de la multitud— Laeas os acompañará y luego volverá junto a nosotros.

Les dijimos adiós sin especial calidez, y por una vez Mauriz dejó pasar la oportunidad de capitalizar la ocasión. Quizá sintió que ya había dejado clara su postura. Entonces Persea nos condujo a lo largo de la pared trasera de la plaza y a continuación descendimos por un pasaje estrecho y casi imperceptible cubierto de plantas, que llevaba a cuatro puertas muy ornamentadas. Una de ellas pertenecía a la casa de un «amigo» de Persea, que nos permitiría presenciar el acto desde uno de sus balcones, alejados de la multitud en caso de que hubiese algún inconveniente.

Persea llegó junto a la puerta y llamó con el picaporte, pero pasó un tiempo hasta que oímos pasos en el interior y se abrió la puerta. Un hombre un poco mayor que Laeas nos dio la bienvenida con la familiaridad de una vieja amistad y nos guió a lo largo de una amplia escalera circular. Era una casa lujosa, similar a la de Hamílcar en Taneth aunque con una decoración menos ostentosa, pues su propietario era un nativo del Archipiélago y no un entendido en arte.

— ¿De quién es esta casa? —le susurré a Persea mientras nuestro guía se distrajo un momento con alguien que apareció en el salón.

— Ah, ¿no te lo había dicho? Es de Alidrisi, presidente del clan Kalessos, que vive en la zona oriental de Qalathar.

Alidrisi, ¿de qué me sonaba ese nombre? No tuve tiempo de pensarlo, pues pronto nos condujeron a un espacioso salón de altos techos que comunicaba con los balcones, donde ya había unas siete personas.

— Persea y sus amigos, primo —dijo el guía, y los demás desviaron su atención de la plaza.

— Encantado de conoceros —dijo uno de ellos, entrando al salón. Luego pidió que colocasen más botellas en la mesa del centro— Por favor, bebed algo. Soy Alidrisi Kalessos.

Era sorprendentemente alto y moreno; podría haber nacido en el sur del Archipiélago. Calculé que tendría la edad de Hamilcar oquizá fuese un poco más mayor, rondaría los treinta y cinco. —Mis amigos Palatina Canteni y Cathan Tauro— dijo Persea presentándonos. Alidrisi alzó las cejas y observó de forma fugaz a Palatina, luego me estudió a mí. Su expresión era escrutadora, y cambió en un instante de la cortesía a una perturbadora intensidad. —No sabía que os conocería tan pronto— dijo abruptamente— .No os imaginaba así. Persea le lanzó una mirada inquisitiva.

— Servios algo de beber, nos uniremos en el balcón con vosotros en un minuto —declaró dejando de mirar a Persea uno o dos segundos.

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