Con todo, al parecer habían existido casos de gemelos en las generaciones siguientes, y mientras ella lo explicaba por fin acabé de comprender el terrible secreto de mi propia vida.
— Antes del Dominio y de la apropiación del trono había más o menos ocho religiones en el Archipiélago y en el mundo.
Con la usurpación y las purgas que le siguieron, la versión de la historia impulsada por el Dominio fue cobrando fuerza.
«Mas o menos» era una expresión totalmente apropiada. Ocho religiones elementales, pero no todas con adeptos o, al menos, con el potencial para tenerlos. El Agua, la Tierra, el Fuego, el Viento, la Luz la Sombra, el Espíritu y el Tiempo. Todas, salvo el Tiempo, había tenido sus misterios y sus magos, sus seguidores y sus cismas.
Como en seguida nos recordó Mauriz, se habían producido múltiples disputas confesionales, luchas entre los seguidores de un Elemento y los de otro. Pero dichos conflictos nunca se producían en nombre de la religión, sino siempre por cuestiones políticas. La guerra religiosa era un invención del Dominio, algo que Mauriz se empeñó en subrayar aunque todos fuésemos conscientes de ello.
— Aetius II estableció que los gemelos de cada generación heredarían sucesivamente el trono —continuó Mauriz, que con su estilo condescendiente estaba llegando por fin al meollo de su propuesta, y me resultaba imposible esquivar la conclusión inevitable. Sentía que mi estómago se comprimía por el dolor de la anticipación— El primero en nacer seria emperador, mientras que el más joven, incluso en aquellas raras ocasiones en que no tenía talento para la magia, era designado jerarca, supremo sacerdote de los supremos sacerdotes. El dirigía a los magos del imperio, la mayor parte de los cuales eran seguidores del Agua, y era la máxima autoridad religiosa.
Era de esperar que me sintiese feliz con lo que dijo a continuación, aclarando que deseaba entregarme la tiara del jerarca y elevándome así a un poder supremo con el que la mayor parte de la gente sólo podía soñar. Quizá en un mundo ideal me habría alegrado, pero en un mundo ideal no eran necesarias esas cosas.
Aquasilva no era un mundo ideal. Allí estaba el Dominio, que no aceptaría el regreso al sistema de jerarcas ni en un millar de años, y el emperador, cuya necesidad de tenerme bajo su poder quedaba ahora terriblemente clara. Bajo el sistema que él defendía, legitimado con la llegada al trono de Valdur, me correspondía ser heredero al trono del imperio, en tanto que hermano gemelo de Orosius. Ya habían transcurrido dos siglos sin jerarcas; sólo importaba el trono, y mi mera existencia constituía una amenaza para el poder de Orosius.
— El jerarca es la única figura que podría ser aceptada en todo el Archipiélago y en Thetia. No está relacionado con ninguna orden ni herejía específica y es alguien a quien los thetianos y la flota seguirán.
— Alguien que le restará respaldo al emperador y fundará los cimientos de una república thetiana —añadió Palatina— De eso se trata, al menos en lo que a vosotros respecta.
— Hay más personas que piensan de esa manera —dijo Mauriz de pronto— Los habitantes del Archipiélago y los thetianos. Estamos en el momento justo en el sitio adecuado.
Ahora los tres me miraban, esperando que pusiese en palabras lo obvio, que comprendía y que estaba dispuesto a aceptar. Aceptar un título que ya no existía, enfrentarme a toda autoridad secular o religiosa en Aquasilva. Gente que. tenía que admitir, me estaba buscando por un motivo u otro.
Quizá fuese un camino para acabar con el terror de la Inquisición y acabar con la cruzada que sobrevendría nada más que las purgas comenzasen. La flota thetiana había inclinado la balanza en la última cruzada y quizá volviese a hacerlo si se le ordenase intervenir.
Finalmente, cuando admití con creciente malestar que Telesta podía tener razón, me percaté de que había dos inconvenientes.
En primer lugar, que yo no deseaba convertirme en jerarca. Ya había probado de la peor manera en Lepidor lo que implicaba tener poder, y mis decisiones por poco no habían destruido la ciudad y acabado con todos nosotros. No quería verme de nuevo en esa situación.
Por otra parte, estar siquiera en principio de acuerdo con Mauriz me alejaría de Ravenna. Hubiera lo que hubiese entre nosotros, desaparecería en apenas un instante. Por mucho que odiase la sucesión, su orgullo no le permitiría estar de acuerdo con Mauriz o sentarse a esperar mientras un forastero (no importa lo amigo de ella que fuera) se convertía en salvador del Archipiélago. Ravenna era la faraona, y en su opinión sólo ella podía gobernar el Archipiélago legítimamente. Si yo llevaba adelante mi papel en el plan de Mauriz, no habría en absoluto necesidad de una faraona.
— ¿Cómo propones hacerlo? —dijo Palatina atenta a la congoja de mi rostro— ¿En medio de una purga, con los agentes del emperador por todas partes?
— ¿Sabéis que Tekla trabaja directamente para el emperador, que ha sido portavoz del emperador? —intervine, cambiando de tema con la intención de distraerlos.
— Tekla informa al jefe de espías del emperador, de quien nos hemos ocupado. En todo caso, ése no es el problema más grave. Si no podemos asegurarnos el respaldo o al menos la neutralidad del maestro de ceremonias Tanais, será mucho más complicado tener éxito.
— ¿Crees que Tanais te permitirá deponer al emperador sólo porque tienes a Cathan? —preguntó Palatina— Eso es más ingenuo aun de lo que yo pensaba.
— Su interés consiste en el linaje imperial, la familia; no en sus miembros individuales.
— Y en relación con Thetia, ¿qué valor puede tener la familia si carece de trono?
— Tanais fue tu tutor —dijo Mauriz con serenidad— Has sido republicana. Deseo saber si todavía lo eres.
— ¿Saber si estoy contigo o contra ti en este proyecto? —replicó Palatina.
Mauriz asintió y fue ahora Palatina la que se convirtió en el centro de atención. Se quedó en silencio, como si no supiese qué decir. Trasladé el peso del cuerpo de un hombro al otro para aliviar la molestia. Después de pasar un día entero en trabajos físicos a los que no estaba acostumbrado, yacer en un diván thetiano durante mucho rato empezaba a resultar bastante incómodo. Ahora sentía pinchazos en los hombros y también en los brazos y en la espalda. La progresiva incomodidad física era, sin embargo, el menor de mis males.
— Todavía no me has dicho en qué consisten tus planes —insistió Palatina.
Mauriz negó con la cabeza.
— Y no lo haré, no hasta conocer la respuesta de Cathan.
— ¿Y si yo me niego? ¿Y si Cathan rehúsa también a participar?
— La Inquisición tiene rienda suelta, Orosius sigue en el poder y vosotros sois exiliados en Thetia.
— Es una opción, Mauriz, una opción de la que hasta ahora sólo te has justificado. ¿No resulta arrogante afirmar que el tuyo es el único camino posible?
— Pues entonces decidme otro —nos desafió Mauriz.
— Ella te dirá tanto sobre nuestros planes como tú nos has dicho de los tuyos —interrumpió Ravenna controlando apenas la rabia en su voz— Uno que no incluya la exclusión de la faraona.
— Tu lealtad es encomiable, aunque equivocada.
— Creo que esa lealtad está mucho más generalizada de lo que piensas.
Recordé entonces a los marinos del Archipiélago que se habían quedado varados en Lepidor y su defensa casi fanática del nombre de la faraona. Ninguno de ellos sabía quién era ella, ninguno salvo su líder. Por otra parte, divididas como estaban, era difícil adivinar las lealtades de Mauriz.
— Sabes lo que se avecina tan bien como nosotros, lo que hará la Inquisición en las tierras del Archipiélago —comentó Mauriz respondiendo a las palabras de Ravenna, pero ella no lo miraba a él sino al resto de nosotros, deteniendo la mirada en cada uno de nosotros.
»No es preciso que lo explique otra vez —prosiguió Mauriz— En caso de aparecer un líder, alguien que defendiese al Archipiélago contra el Dominio, el emperador, los haletitas, decidme si creéis que a la gente le importaría si se trata de la faraona o del jerarca. Si esa persona contase con respaldo suficiente para convertirse en un auténtico desafío.. ¿quién la seguiría?. Los habitantes del Archipiélago desean acabar con la persecución. Los thetianos quieren que se termine la supremacía de Taneth y ansían un gobernante en sus cabales.
— La única diferencia —concluyó Telesta— es que el jerarca tendría un amplio apoyo para derrocar a Orosius. Y una vez que Orosius no esté, el Dominio no podrá controlar Thetia.
— Existe un término que vosotros empleáis para referiros a una persona semejante —señaló Palatina— : el mesías.
Era verdad todo lo que se había dicho. Con una organización apropiada, el plan de Mauriz tenía posibilidades de éxito. No nos diría con exactitud los detalles, pero podía salir bien mientras los thetianos cumplieran su promesa tras la caída de Orosius.
Era crucial que lo hicieran. Eso fue lo que le consulté a Mauriz un instante más tarde, y que él debía responder. Los thetianos eran tan capaces de jugar a ambos bandos como cualquiera. Pero si Telesta y otros veteranos estaban involucrados, era difícil creer que pudiesen renegar si las cosas llegaban a ese punto. Sabía muy poco sobre Telesta. Después de todo, y fueran cuales fueran los círculos en los que se movía, ella no podía ser una pieza menor del engranaje, pues Mauriz, aunque a su modo, la trataba de igual a igual.
Ella había puesto sobre la mesa la cuestión que habíamos estado esquivando toda la tarde y fue quien concluyó la fatídica discusión.
Cathan, tú eres el jerarca, el gemelo de Orosius. Sean cuales sean los sentimientos que eso te produce, podrías convertirte en la pieza clave para acabar con el Dominio, algo por lo que el Archipiélago lleva esperando un cuarto de siglo. Por eso te rescatamos.
Podía percibir fácilmente la tensión en el semblante de Telesta y Mauriz fui consciente de que no podía zafarme otra vez. No había otro sitio en el que desease estar menos que en esa sala, o en aquel diván, sometido a esa pregunta terrible, imposible. ¿Estaba dispuesto a liderar una guerra santa por el poder político? ¿Sería capaz de intentar, al menos, liberar al Archipiélago del Dominio? Aceptar sería sumergirme voluntariamente en una responsabilidad aterradora, mucho peor que cualquiera que hubiese conocido siendo conde de Lepidor. Convertiría a la mujer que amaba en mi acérrima enemiga, pues, en efecto, estaría dejándola fuera de juego. Y debería enfrentarme a Orosius, mi odiado y retorcido hermano gemelo.
No me sentía lo bastante fuerte. Comprendí que todo había acabado antes de comenzar porque no podía decidirme. Una ambición política más fuerte o un noviazgo autentico con Ravenna podrían haber inclinado la balanza hacia un lado u otro. Pero tal como estaban las cosas, hice lo peor que podría haber hecho, pues me vieron tal cual era. Y con mi indecisión me puse de hecho en sus manos. Como no era capaz de tomar una decisión, constataron que estaría bajo su poder, que mi consentimiento no era ningún problema porque yo no era lo bastante fuerte para enfrentarme a ellos.
Sacudiendo la cabeza en un agónico silencio, desperdicié la oportunidad que me habían dado y perdí el respeto de la persona que más me importaba. Se me había ofrecido una oportunidad única brindada a muy pocos, había sido consciente de ella como muy pocos, y luego la había echado a perder. El rasgo más fatal para cualquier líder. No me confortaba saber que había heredado el cargo de mi auténtico padre, el emperador Perseus. Ni que no tendría ninguna posibilidad de perdón, ni yo ni toda la gente que sufriría a causa de mi indecisión.
Nadie dijo una palabra más, nos incorporamos de los divanes y nos marchamos. Yo me desplomé sobre el suelo de un oscuro depósito, donde pasaría una noche de silencio, soledad, desdicha y dolor.
ILUSIONES DE GLORIA
Mi primera visita a Qalathar no fue feliz, pero nunca la olvidaría. Qalathar tenía un paisaje sencillamente inolvidable. Por lo general sólo viajaban en buque los que no podían pagar el billete de una manta. Las condiciones de viaje eran más inseguras, los riesgos mayores y ofrecía menos comodidades. En invierno, las terribles tormentas eran casi imposibles de evitar incluso durante los trayectos más cortos, y sólo quienes estuviesen de verdad desesperados se atrevían a semejante travesía. Pero luchar contra los elementos para llegar a Qalathar tenía como compensación que el viajero podía divisar cómo la tierra de destino iba apareciendo lentamente en el horizonte.
Cubriéndome el cuerpo con un enorme manto, cuya función original era proteger de las salpicaduras, me situé en un rincón de la proa para ver aparecer los verdes acantilados de Qalathar desde el mar que se abría ante nosotros.
¡Qué impactante habría sido arribar en un día de verano, surcando aguas azules y calmas, con las montañas irguiéndose en toda su gloria! Quizá así habría evitado también el azote del feroz viento impregnado de espuma que me congelaba hasta los huesos a cada inclinación del buque.
Con todo, mi primera visión de Qalathar, que me quedó grabada en la memoria, se produjo bajo un cielo cargado y tenebroso, con las montañas ocultas tras espesas nubes. Bosques de un verde oscuro se engarzaban con el océano gris en una línea blanca y extensa que iba de un extremo al otro del paisaje. Allí el oleaje, audible a varios kilómetros de distancia, se estrellaba contra las rocas. Sólo se percibía en la costa una difusa pendiente: el resto de las cumbres, oculto tras el velo de la niebla, parecía negar la misma existencia del estrecho de Jayán. Cruzando los límites del estrecho se hallaba el mar Interior de Qalathar, y en algún lugar no muy lejano estaba la persona que había prometido mostrármelo.
Por mucho empeño que pusiese, no conseguí detectar en la costa ninguna señal de vida o civilización. Casi nadie habitaba esas costas, siempre sometidas al acoso de tormentas y donde las olas nacidas en los confines del océano se quebraban incesantemente con terrible fuerza contra los grises acantilados y ensenadas.
Era conocida desde tiempos inmemoriales como la Isla de las Nubes, un sitio de nieblas y valles durante el invierno, playas y bosques soleados durante el verano, y ciudades alrededor del mar Interior. Había allí cumbres cuyas cimas sobrepasaban con mucho todas las que yo había visto; era casi el único sitio en todo el Archipiélago con cordilleras. Pese a su verdor, desde donde estábamos la costa se veía todavía oscura y ominosa, como si la opacasen las sombras de los ocultos peñascos.