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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Inquisición (23 page)

Era un espectáculo bello y salvaje el modo en que los contornos iban definiéndose lentamente a medida que nos acercábamos. Poco a poco, el estrecho de Jayán se fue haciendo visible. La humedad era cada vez más intensa, y apreté el manto contra mí con mayor fuerza para no temblar de frío. El aire llevaba una mezcla de agua salada y espuma empujada por el viento. Junto a éste y el oleaje sólo se oía el crujir de los mástiles y las vigas, acompañado por el melancólico chillido de las gaviotas.

Debería haber sido un motivo de celebración el mero hecho de llegar allí (a un sitio que tantas ganas tenía de conocer) tras tres semanas de viaje. Tres semanas de estar mojados casi de forma permanente, sintiéndonos incómodos y, con excepción de Mauriz y otro pasajero, mareados y descompuestos. Sólo por milagro habíamos sobrevivido a una de las tormentas y otras dos habían sido tan potentes que me puse fatal. Mi único consuelo mientras yacía en medio de ese perpetuo movimiento fue que las tormentas también hicieron enfermar a Mauriz.

Sin embargo, ahora que habíamos arribado y mientras el galeón arrendado proveniente de Ilthys se abría camino ola tras ola hacia esa costa virgen y desconocida, habría dado cualquier cosa por estar en otro sitio.

De hecho, estuve a punto de no conocer esas tierras. En más de una ocasión, durante el terrible trayecto en el buque, deseé con ardor que me tragasen las aguas. Por poco no acabé como un cadáver flotante, un objeto diminuto entre los desechos dispersos en la vasta superficie del océano. Quizá así mi alma hubiese estado más feliz. Thetis favorecía a los que morían ahogados en el mar o acababan en sus profundidades: se convertían en auténticos elementos marinos, corrientes carentes de forma en un plano más elevado de la vida.

No haber sido recibido en la paz bendita de Thetis podía ser tanto una señal de satisfacción como de insatisfacción divina. En la práctica, eso ya no importaba demasiado pues, pese a todo lo sufrido, todavía estaba vivo. Y no sólo eso: un mes y medio después de haber partido de Ral'Tumar habíamos llegado por fin a nuestro destino.

Es posible que nuestro no sea la palabra adecuada para el caso. Sólo unos pocos de los que habían embarcado junto a Mauriz en Ral'Tumar verían Qalathar, al menos por el momento. Algunos jamás lo harían, a menos que sus espíritus elementales decidieran visitarlo. Otros necesitarían semanas, meses de convalecencia antes de poder siquiera contemplar sus costas. Y un integrante de nuestro grupo ya llevaba cierto tiempo allí.

De dicha ausencia, la que me resultaba más dolorosa, se podía culpar a Mauriz, aunque sólo de esa única ausencia. Todo lo demás, todo lo que habíamos tenido que sufrir tras zarpar de Ral´Tumar, era atribuible sólo al Dominio, que pareció maldecir nuestra travesía desde su mismísimo inicio con el frustrante, agotador e inútil registro de la manta del clan Scartari, el Lodestar. Según había dicho el inquisidor principal con los ojos brillantes de fanatismo, había en Ral'Tumar herejes muy conocidos. No se debía permitir su huida.

Pese al rango y los contactos de Mauriz, los sacri abordaron el Lodestar antes de nuestra partida y lo revisaron de forma sistemática. El inquisidor sometió entonces a un colérico Mauriz y a la tripulación a una arenga sobre los peligros de la herejía. Recuerdo haber contenido la respiración en todo momento mientras nos revisaban. Pero buscaban al vizconde de Lepidor y a su entorno, no a dos adustos y desanimados sirvientes originarios de las islas del fin del Mundo ni a una asistente thetiana. El placer de Mauriz cuando presento a Palatina como una integrante del clan Scartari debió de ser considerable.

Al fin los frustrados sacri dejaron nuestra nave, y su jefe fue hasta el inquisidor para informarle de que no había polizones a bordo, ni tampoco rastro de la oceanógrafa renegada. Creo recordar que el inquisidor pareció un poco decepcionado, pero no por ello menos ávido.

— No es posible esconderse de la Inquisición —declaró— El ojo de Ranthas lo ve todo y Él, en su infinita piedad, nos indicará dónde buscar.

En su retirada, el inquisidor no pronunció disculpa alguna por la demora que nos había ocasionado. Sólo nos instó, con la frase habitual, a seguir la senda luminosa de Ranthas. Por un instante, su túnica me rozó la pierna y me pregunté cómo era posible que alguien vistiese una prenda tan áspera. Como muchos inquisidores, era un asceta. Había otros a los que les agradaba comer y beber, los lechos suaves y las concubinas, pero también estaban los que se flagelaban a sí mismos y vestían ásperas prendas. Sospeché que éstos eran una minoría.

Los disfraces concebidos por Mauriz nos habían salvado de ser detenidos, de eso no había duda. Con los rostros ocultos tras velos carmesís, exhibiendo en sus movimientos la elegancia mortal de los asesinos entrenados, los sacri eran aterradoramente eficientes. ¿Había sido el monaguillo Sarhaddon quien me dijo que no había ningún soldado en el mundo capaz de igualarlos, con excepción de la Novena Legión thetiana? El cínico y agradable compañero de mi primera travesía larga me había enseñado muchas cosas, y yo me preguntaba aún qué era lo que le había hecho convertirse en el sanguinario fundamentalista que parecía ser ahora.

Tras abordar el Lodestar, las autoridades portuarias nos dieron permiso para partir, pero el ambiente seguía siendo tenso. La actitud de la tripulación oscilaba entre el resentimiento y el miedo. Esa tarde pude oír en tres ocasiones cómo el siempre cordial capitán discutía con algún subordinado. Hasta la mismísima calma de Mauriz parecía a punto de romperse.

Palatina y Ravenna hicieron todo lo que pudieron para fingir que la conversación de la noche anterior jamás se había producido, pero noté en los ojos de ambas una triste expresión. En silencio maldije a Mauriz, Telesta y al emperador, pero no pude dejar de admitir en mi interior que yo había cometido un error. Algo mucho peor que un error.

Sólo cuando el Lodestar zarpó de Ral'Tumar y se sumergió en el mar, dejando atrás las islas exteriores del archipiélago tumariano, Mauriz nos informó de que nos dirigíamos a Qalathar.

— ¿Por qué? —preguntó Ravenna— ¿Por qué ir adonde el Dominio concentra toda su atención? ¿Cómo esconderéis allí a Cathan?

— Qalathar es donde está la resistencia —respondió Alaunz encogiéndose de hombros— Debemos iniciar una rebelión, y eso debe suceder en Qalathar, en el centro de la acción. No tiene ningún sentido empezar en los lugares más alejados, donde el problema puede ser atacado con mayor facilidad, aunque sea menos peligroso.

— Pues vuestro plan tampoco es el plan —intervino Palatina— El Dominio tiene informantes, espías, gente que los alertará a la menor señal de disturbios.

— Saben que habrá disturbios en Qalathar. Si de repente se iniciara una rebelión en Ilthys, por dar un ejemplo, la sofocarían en seguida. Son conscientes de que Qalathar les tomara más trabajo.

— Y, por otra parte, si vencemos en Qalathar, destruiremos el centro de operaciones del exarca —dijo Telesta con decisión. Quizá ése fuera su propio plan o uno que respaldaba de corazón, pero lo cierto es que sonaba mucho más firme que Mauriz— Después de eso sabrán que no están demasiado seguros en el Archipiélago y deberán pedir refuerzos a la Ciudad Sagrada. Eso nos dará tiempo para negociar con Thetia.

Sin embargo, pese a las afirmaciones más contundentes, no se había planteado ningún plan concreto, ni había señal de que existiera ninguna misión detallada. Era bastante probable que lo suyo no fuera más que el vago esbozo de un plan. Quizá el cerebro de todo el movimiento ya estuviese en Qalathar, o tal vez Mauriz esperase organizar el plan del líder sin él... o sin ella. Probablemente «ella», si era una idea thetiana concebida en su origen por los republicanos.

De cualquier modo, no hubo más discusiones. Ravenna se comportó de manera todavía más distante y no habló casi con nadie. Mauriz la ignoró en general, un error que era verdaderamente disculpable, considerando que, por cuanto él sabía, Ravenna era sólo una hereje de Qalathar, quizá de familia noble.

Es posible que la líder pretendiese enseñarnos sus ideas al culminar nuestro viaje de dos semanas rumbo a Qalathar, pero cinco días después de zarpar nos persiguió la mala fortuna.

Yo no hacía otra cosa que matar el tiempo leyendo por encima algunos poemas thetianos bastante malos en la sala de recreo (no había una biblioteca demasiado aceptable a bordo). Entonces sentí que el buque aminoraba la marcha y que el profundo resonar del reactor cambiaba de tono. No pareció notarlo ninguno de los marinos que me acompañaban, sentados alrededor de las mesas jugando a las cartas y contándose historias ridículas sobre sus conquistas amorosas.

Apoyé una mano contra una mampara externa de la manta para sentir el movimiento. Sin duda estábamos yendo mucho más lentos. Tras unos pocos días en el mar. nos habíamos acostumbrado lo suficiente al sonido del reactor para notar el cambio. Pero ¿a qué se debía? Bordeábamos por entonces las islas de Sianor, aunque no navegábamos tan cerca de éstas para que fuese necesario disminuir la velocidad.

Devolví el libro a su estantería en la pequeña biblioteca situada en la esquina del salón de recreo y me abrí camino entre las mesas en dirección a la puerta. Pero no bien entré en el pasillo se oyó la voz desencajada del capitán partiendo del sistema de intercomunicadores.

— Que toda la tripulación se prepare para una operación de rescate. Que los marinos cojan sus armas y se reúnan en la cubierta.

Detrás de mí se produjo una conmoción inmediata seguida del sonido de sillas echadas hacia atrás. Un rescate implicaba hacer algo, aliviar de algún modo el aburrimiento de un viaje tan largo. Y lo más importante, representaba una ganancia económica segura para los que tripulaban la nave salvadora.

Mientras alcanzaba la cubierta, aún vacía de marinos, me topé con Palatina, que ascendía la escalerilla desde los compartimientos superiores.

— Conque aquí estás —me dijo con impaciencia— Ven conmigo a la sala de observación; verás de qué se trata desde allí.

— ¿Qué es?

— Una manta a la deriva. Como nuestros marinos son del clan Scartari, están dispuestos a dejar todo de lado en pos de un beneficio. Mauriz desea salvarlo.

— Típico de los Canteni —subrayó el segundo oficial desde la sala de mandos— ¿Por qué obtener dinero cuando se podría sencillamente practicar el tiro al blanco?

—¿Y eso adonde nos lleva? —espetó Palatina mientras volvíamos a subir la escalerilla— ¿Quién vence en todas las batallas?

— ¿E1 más rico? Eso es lo que importa —añadió el segundo oficial, pero después de esas palabras ya estábamos demasiado lejos para oírle. Se trataba de altercados amistosos, pero yo sabía que en otros tiempos ambos clanes habían combatido entre sí. Y sin duda volverían a hacerlo. Según me había contado Palatina, sus disputas no habían sido demasiado sangrientas, pero algunos clanes mantenían aún enemistades mortales basadas en altercados donde la violencia había excedido todo límite.

Ravenna ya estaba en la cabina de observación cuando nosotros llegamos, sola y con la mirada fija en las ventanillas de estribor. Todos los demás estaban en sus puestos y, sin lugar a dudas, Telesta y Mauriz estarían en el puente de mando. No tenía idea de dónde se encontraba Matifa, ni ganas de saberlo.

De acuerdo con los relojes del buque era media mañana y navegábamos ya en aguas lo bastante profundas para que la superficie tuviese un lóbrego tono azul grisáceo. Al principio no pude distinguir la otra manta, pero Ravenna me señaló una zona más oscura en medio de la negrura que había ante nosotros. El Lodestar avanzaba ahora a una velocidad mínima, maniobrando para aproximarse a la otra nave. Enlazar dos mantas para un abordaje era una maniobra de enorme precisión que sólo podía llevar adelante un timonel muy experimentado.

— ¿Se tiene idea de a quién pertenece? —preguntó Ravenna.

Palatina negó con la cabeza y permanecimos allí contemplando como la negra silueta crecía en tamaño. Medía más o menos lo mismo que nuestra manta y los mástiles con las insignias de identificación escapaban a nuestro campo visual.

Incluso a esa distancia, sin embargo, era posible distinguir débiles puntos luminosos aquí y allá en los lados de la nave, así como burbujas ascendiendo desde la abertura del motor. ¿Significaba eso que el reactor estaba aún encendido? Quizá incluso que acababa de detener la marcha.

Muy sospechoso —advirtió Palatina cuando se lo mencioné, ya que los poderes de la magia de la Sombra me permitían ver en la penumbra mejor que los demás— Nosotros solemos hacer eso para emboscar a la gente. Los Scartaris, Jonti, Polinskarn... todos caen en la trampa. Cuando ven que una nave se detiene se abalanzan con codicia sobre ella.

¿Y nunca sois emboscados vosotros? —dijo Ravenna con inocencia.

— Pues no. Nosotros inventamos el truco durante la guerra. —Palatina miró por encima de su hombro para comprobar que no venía nadie— Un capitán Canteni se lo hizo a un buque arca de Tuonetar: fingió estar muerto y luego lo atacó con su tripulación nada más ser abordado.

Como el Dominio, los habitantes de Tuonetar odiaban el mar y preferían siempre abordar y luchar cuerpo a cuerpo. Cuando conseguían hacerlo, su victoria estaba más o menos garantizada, ya que sus buques eran enormes y estaban bien equipados para una invasión. Cabían más soldados en uno solo de sus buques arca de los que podría tener toda una flota thetiana.

Ésa era una de las razones por las que el Aeón había sido tan útil durante la guerra, ya que compensaba la diferencia de tamaño de los thetianos. Aunque en su mayor parte no portaba armas, el Aeón tenía capacidad para llevar diez veces los ejércitos thetianos, algo de lo que Aetius IV sacó buena ventaja en su último ataque a la capital de Tuonetar.

El difuso brillo azul característico de los campos de éter era visible en los bordes de las ventanillas de la otra manta. El capitán del Lodestar no quería correr ningún riesgo, pero me preocupaba que existiesen métodos más sutiles de efectuar una emboscada que el mencionado por Palatina. Las luces y la actividad de los motores no podían sino poner en alerta al capitán.

Me pareció que las maniobras de aproximación del Lodestar duraban una eternidad. El timonel intentaba establecer una posición exactamente paralela y ligeramente por encima de la otra manta. Descontando la evidente dificultad de equiparar las velocidades y las trayectorias, el problema adicional para enlazar dos mantas era su forma. A causa de las aletas, era imposible que las dos escotillas principales encajasen perfectamente si se hallaban en idéntica posición. Por eso, cada manta tenía en su parte trasera dos escotillas de pasajeros junto al depósito de carga: en esa parte, la forma de las mantas permitía una aproximación mucho más precisa.

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