— Eres un hombre, y por lo tanto ésta es una experiencia terrible para ti —dijo Matifa inclinándose sobre mí con un delicado gotero de vidrio.
No tuve tiempo de responderle pues antes derramó un hilo de líquido en mi ojo izquierdo y, segundos después, otro en el derecho. Por un momento me pregunté qué había querido decir, pero en seguida sentí en los ojos una comezón insoportable. De forma instintiva llore y cerré los ojos, pero pronto comprobé que eso no me ayudaba lo más mínimo y volví a abrirlos. Todo se volvió borroso y difuminado hasta que Matifa me vendó con un trozo de paño.
— Asegúrate de que no se quite la venda al menos durante cinco minutos —le dijo a Ravenna mientras se incorporaba— Ya conoces el procedimiento. Casi hemos terminado.
Con tanta crueldad como Matifa, Ravenna me mantuvo tendido durante diez minutos antes de quitarme el vendaje y permitirme sentarme. La vi revisar mis ojos a través de una difusa neblina.
— ¿Era necesario que fuesen tan oscuros? —le consultó entonces a Matifa, que había regresado.
— Están bien —respondió la otra mujer— De un azul oscuro normal. No hay nada extraño en ellos. Ahora prestad atención. Dentro de la raya tenéis ropa con los colores de Scartaris. Id allí y mudaos totalmente, echad lo que lleváis ahora dentro de la bolsa. Daos prisa, que tenemos una cita.
La niebla ya se había despejado casi del todo cuando entramos en la cabina de pasajeros de la raya, aunque todavía me picaban los ojos. Deduje que la nave pertenecía al equipo de emergencia de alguna manta de Scartaris, de las que se empleaban para salvar la vida de los tripulantes si el buque era dañado de modo irreversible. Las luces de éter me resultaban penosamente brillantes en comparación con la grata penumbra de las antorchas, pero la molestia pasó después de unos instantes.
— Aquí está la bolsa —dijo Ravenna, de pie junto a uno de los asientos acolchados. De su interior sacó dos juegos completos de prendas destinadas a la servidumbre, túnicas que llevaban los colores de Scartaris. No había pantalones, lo que me pareció sorprendente. Los únicos materiales lo bastante livianos para ser utilizados en el Archipiélago, incluso en invierno, eran demasiado caros para que los vistieran simples sirvientes.
No había en la cabina ninguna privacidad, por lo que nos mudamos de ropa tan de prisa como pudimos, sacando todo lo que llevábamos en los bolsillos y desechando las prendas húmedas y manchadas a la bolsa. Nuestras nuevas túnicas nos iban un poco holgadas, pero sin duda nos darían el aspecto que Mauriz tenía en mente. Luego nos miramos por primera vez con nuestra flamante imagen. Noté una sonrisa asomando tímidamente en el rostro de Ravenna, que un momento después estalló en una sonora carcajada. Contemplé entonces mi apariencia en un espejo y, a pesar de lo incongruente de la situación, me eché a reír también.
De parecer inconfundibles oceanógrafos del Archipiélago central, con nuestros negros cabellos, Matifa nos había convertido en lo que debía de ser el prototipo de los sirvientes extranjeros de pelo castaño. No es que Ravenna y yo nos pareciésemos demasiado, ya que nuestros rostros ya eran de por sí bastante distintos, y además Matifa nos había dotado de sutiles diferencias.
Me resultó un poco humillante que el cambio se hubiese producido en menos de una hora. Por no mencionar lo perturbador que era ver a un extraño en mi propio reflejo. Pero, de algún modo, el asunto tenia su lado divertido y seguíamos tentados de reírnos. Incluso cuando Matifa nos interrumpió con sequedad, ordenándonos que volviésemos a salir de la nave, parte de la tensión había desaparecido. No toda, pero si buena parte.
Mauriz y sus compañeros nos esperaban frente a la portilla, mientras que Matifa y el portador de la antorcha miraban desde un lado. Nos detuvimos al extremo del muelle obedeciendo un gesto de Telesta y permanecimos allí, cohibidos, mientras los tres nos observaban de arriba abajo.
— Buen trabajo, Matifa —dijo Mauriz tras una pausa— Será más que suficiente para engañar a cualquiera de esos imbéciles que custodian el puerto.
— Todavía queda por hacer —advirtió Matifa sin tomar en cuenta el elogio recibido— ¿Cuánto tiempo me has dicho que debe durar esto?
— Depende. Te lo confirmaré cuando lo sepa con certeza. Igual que Tekla, Mauriz omitía deliberadamente darnos cualquier tipo de información.
— En ese caso debo hacer algunas cosas más. Esto durará unos pocos días, pero se estropeará si deseas mantener el engaño más tiempo.
— Podrás hacerlo cuando estemos mar adentro. Ahora pasarán sin problemas por sirvientes. Cathan, Tekla irá ahora en busca de Palatina y la conducirá a la embajada. Nos ayudaría mucho que utilizases algunas de esas hojas para escribirle un mensaje. Pero no menciones al clan Scartaris.
En todo este tiempo, yo no había hablado de Palatina con la esperanza de que se olvidasen de ella, aunque debí imaginar que estaban muy bien organizados para que eso sucediese.
Escribimos un mensaje usando la superficie de la raya como escritorio mientras todos menos Mauriz y Tekla abordaban la nave. Mauriz desechó mi primer borrador, señalando que era demasiado ambiguo, pero el segundo recibió su aprobación y le entregó el papel a Tekla. En mi nota le advertí del peligro que corría tanto como pude, pero con todo guardaba pocas esperanzas de que Palatina pudiese escapar. Y quizá ni siquiera tuviese demasiado sentido que lo lograse. ¿Adonde iría? ¿Regresaría a Lepidor, a decirle a mi padre que yo había desaparecido? ¿O viajaría a la tierra de Qalathar, desconocida para ella? No, ella estaba tan atrapada en las redes thetianas como nosotros.
Al abordar la raya no dejaba de preguntarme si había traicionado o no a Palatina. Alguien en Thetia había intentado asesinarla y sólo falló por la intervención de un mago desconocido, Ella siempre sostuvo que la idea de matarla había surgido del emperador, que quería eliminar a la única superviviente del partido republicano. Incluso yo, con mi vaga noción de los asuntos de Thetia, sabía que el clan Canteni y el clan Scartari no podían ni verse. ¿Acaso estaba siendo culpable de entregarla a manos de Mauriz? Sin embargo, me recordé a mí mismo, si Mauriz pretendía contar con mi colaboración, no empezaría por maltratarla. Mauriz parecía carecer de tacto y sensatez, pero sin duda era muy inteligente. Y si los oceanógrafos hablaban, Palatina estaría en peligro de todos modos.
Sentado en uno de los confortables asientos acolchados, observé cómo Tekla apagaba las antorchas y desaparecía por el túnel, una pequeña fuente de luz desvaneciéndose hasta dejar la raya en tinieblas.
— Salgamos de aquí —le ordenó Mauriz al piloto antes de venir a sentarse frente a mí, junto a Telesta.
— Entonces, ¿cuándo nos diréis de qué trata todo esto? —le preguntó Ravenna a Mauriz mientras la raya retrocedía lentamente alejándose del muelle. Me parecía que la arrogancia del thetiano enfurecía a Ravenna. No dejaba de ser comprensible, y yo sentía lo mismo.
— No sois nuestros prisioneros —advirtió Mauriz encogiéndose de hombros— De acuerdo con la ley thetiana sois algo denominado terai, una especie de sirvientes bajo contrato. Eso es tan sólo una formalidad respecto a vosotros, pero será lo que diremos en caso de que intervenga el Dominio.
Ravenna estaba a punto de estallar, y por la rigidez de su rostro noté que las provocaciones de Mauriz estaban yendo demasiado lejos.
¿Para quién trabajaba Mauriz? No tenía nada que ver con el Dominio y sin embargo aquí estaba, colaborando con un agente imperial de cierta importancia. Tekla no era un mero subordinado, no si era un mago mental ligado en alguna medida al emperador. Pero si íbamos a ser conducidos ante el emperador, como parecía probable, ¿por qué tomarse la molestia de disfrazarnos? Mauriz o Tekla podían sencillamente imponer una advertencia imperial a todos los inquisidores y argumentar que yo ya estaba bajo arresto.
—¿Si el Dominio interviene en qué? —preguntó Ravenna— Os referíais a Cathan como si fuese una especie de mesías y os habéis arriesgado bastante para ayudarnos a escapar. ¿Es acaso otra de vuestras pequeñas conspiraciones thetianas carentes de sentido?
La raya comenzó a sumergirse en círculo y el agua a cubrir las ventanillas hasta que estuvimos por completo bajo aguas oscuras. Debía de existir sin duda un pasaje subterráneo que llevaba hasta el mar. De otro modo habría sido imposible que la nave entrase ahí.
— Esta es más que una conspiración —afirmó Mauriz— Mucho más. Se podría decir que tiene que ver con la redención.
Media hora más tarde, sin saber mucho más, estábamos en el hueco de acceso a la manta Lodestar del clan Scartari, esperando a que Mauriz acabase de hablar con su capitán. Desde el puente de mando dio órdenes, por lo que supuse que se trataba de alguien situado muy arriba en la jerarquía del clan Scartari. El capitán esperó luego junto a la entrada a la raya y Mauriz lo acompañó para dar nuevas órdenes. Nos dejó de pie bajo la atenta mirada de Matifa. Era peculiar comprobar el modo en que todos los demás parecían desvanecerse en un segundo plano cuando Mauriz estaba presente, como si atrajera toda la luz hacia su persona.
Ravenna y yo éramos ahora sirvientes del clan Scartari, convertidos en dos isleños del Fin del Mundo, que habían conseguido de algún modo rehuir la desolación de las islas del Fin del Mundo poniéndose a las órdenes del clan. Nada de eso era inusual, y, por otra parte, nadie se fijaba en los sirvientes. Dado que cualquiera que si decidiese fijarse notaría que no estábamos habituados a nuestras tareas, se había establecido que hacía muy poco tiempo que estábamos sirviendo al clan. Habíamos abordado el Lodestar unos días antes y Mauriz nos había tomado como siervos.
Se abrió la puerta de la sala de navegación y Mauriz salió haciéndonos una sutil señal con la mano para indicarnos que lo siguiésemos. Ninguno de los marinos nos prestó la menor atención mientras cruzábamos tras él el acceso principal y atravesábamos el muelle con techo de vidrio en dirección al puerto submarino de Ral´Tumar, una columna de luces en la tiniebla gris azulada.
El puerto rebosaba actividad, repleto de marineros transportando mercancías y de otras personas. Debajo de nosotros, en el nivel de las cargas, oí voces thetianas discutiendo y a alguien que maldecía. Pero, mientras mi mente divagaba, Matifa me dio un codazo en las costillas que centró mi atención. La mire con sorpresa y apuré el paso hasta el ascensor de madera en el que esperaba Mauriz, con expresión de impaciencia. Pero no dijo nada y los marineros que maniobraban el ascensor activaron los controles de éter para que comenzase a elevarse. Al subir, sentí que mi corazón palpitaba con fuerza. Allí arriba, en algún sitio, había inquisidores con mi descripción y la orden de arrestarme bajo cargos de herejía. «Adorada Thetis, haz que el disfraz funcione», suplique en silencio a medida que veía pasar los distintos niveles ante mí y la gente entraba y salía del ascensor.
El tiempo transcurría demasiado despacio o demasiado de prisa, y me pareció que habíamos alcanzado la superficie en solo un momento, apareciendo en el salón esférico que coronaba el muelle submarino. Ante nosotros estaban las puertas y escalinatas en las que, apenas la mañana anterior, Sarhaddon y Midian se habían detenido para leer su mensaje de muerte. En el extremo opuesto, varios sacri permanecían de guardia con los rostros ocultos tras velos carmesíes.
— No los mires de ese modo —me susurro Ravenna.
Mauriz salió de prisa del ascensor y luego se mantuvo de pie a unos pocos pasos, todavía impaciente.
— Vosotros dos debéis aprender a seguirme —nos dijo—. Matifa, asegúrate de que no me pierdan.
Luego miró a su alrededor y distinguió a Telesta que se nos acercaba. Ella había desembarcado un poco antes, nos contó Mauriz, a fin de comprobar algo en las autoridades portuarias.
— Todo irá bien por aquí —le aseguró a Mauriz cuando estuvo junto a él— Los jontianos no zarparán hasta pasado mañana.
¿Quién demonios eran los jontianos?, ¿otro clan?
— Mientras nos atengamos a nuestro plan no tendremos problemas.
Mientras cruzábamos la rampa en dirección a la puerta tuve la seguridad de que los sacri fijaban su mirada en mí y supuse que de un momento a otro me darían la voz de alto y se interpondrían en mi camino. Pero ninguno se movió ni pareció tomar conciencia de que estábamos allí. Y a poco estuvimos ya descendiendo la escalinata exterior del puerto.
Debo de haber liberado un sonoro suspiro de alivio, ya que Ravenna me miró con ojos comprensivos y asintió con la cabeza. Aun nos quedaba un largo camino por recorrer. Debíamos permanecer en Ral'Tumar un día y medio más hasta... ¿hasta qué? Cualquiera que fuese el sitio seguro al que Mauriz nos llevaría, la elección del destino estaba en sus manos. No teníamos posibilidad de opinar y nada que hacer en lo que se refería al Aeón.
Casualmente, salimos del puerto justo a tiempo para ver cómo los oceanógrafos marchaban custodiados por los centinelas sacri. Una visión que anunciaba en la húmeda tarde el fantasma de las piras y el humo producido por la quema de libros. Sacos y sacos de libros eran transportados por más sacri que caminaban detrás de los cautivos. El conocimiento acumulado tras siglos y siglos de investigaciones, destinado a caer sobre las llamas y quedar reducido a cenizas.
Contra mi voluntad, miré a la izquierda, al extremo del muelle. Sobre el edificio azul y blanco de la estación oceanográfica llameaba amenazante una bandera con la insignia del Dominio: el fuego divino de Ranthas. Ya no había oceanógrafos en Ral´Tumar. Nadie para advertir a los marinos acerca de las tormentas submarinas, para detectar cambios mínimos en el tiempo que anunciaban enormes tempestades en algún punto del infinito océano. Todo para satisfacer la manía haletita por la limpieza, el divino azote de su dios.
En Midian había algo más que fanatismo, como pronto descubrirían los aterrorizados oceanógrafos que marchaban ahora hacia el templo para ser interrogados. El hombre que estaba tras nosotros no era sólo un fanático, sino también un político, del mismo modo que lo habían sido todos los primados desde Temezzar hasta Lachazzar. Un haletita para el cual todos los demás pueblos del mundo eran inferiores por no haber nacido en el centro de Equatoria. Y un hombre con un ardiente deseo de dominar, que había sido derrotado y humillado por la mismísima gente que él despreciaba. En concreto, por un oceanógrafo, una thetiana y una joven originaria del Archipiélago, humillación que debía considerar aún mayor, teniendo en cuenta que de los tres dos eran mujeres. Hamílcar, cuya intervención había resultado crucial, resultaba menos importante. Debido a lo que nosotros tres habíamos hecho para salvar nuestras propias vidas, Midian estaba dispuesto a devastar el Archipiélago a sangre y fuego en el nombre de Ranthas.