— Eso es por no haber confiado en mí —explicó antes de darle un bofetón semejante al agente imperial, un golpe que sin duda podría haber esquivado si lo hubiese querido— No soy la chica de nadie
,
mercenario, y nadie regatea conmigo.
Afectado todavía por el cachete que me había dado (y que merecía, por mucho que mi enfado intentara negar los hechos), no dejé de sentir cierta satisfacción al ver que el arrogante agente había recibido un castigo semejante. En esta ocasión no era Orosius en persona, de eso estaba seguro. Había sutiles diferencias entre las palabras y el comportamiento de él en la biblioteca y los que había mostrado en esta ocasión. Por otra parte, no imaginaba a Orosius recibiendo semejante bofetada.
— De todos modos, tú estás ahora en una ciudad hostil, y a mi absoluta merced —dijo él tras un silencio— Por no mencionar que vistes colores que son una garantía de ser arrestada.
— Motivo por el cual regresaré para cambiarme de ropa —anunció Ravenna— ¿Vienes, Cathan?
Lo que sucedió a continuación es muy difícil de describir, pero no bien intenté moverme sentí que una niebla caía sobre mi mente, haciendo que mis músculos se negaran a obedecerme. Ravenna pareció por un momentos caminar en un mar de melaza. Entonces ambos nos detuvimos.
— Os he inmovilizado para evitar que hagáis algo extremadamente desaconsejable —dijo el agente con calma— Hay sacri por toda la ciudad haciendo investigaciones de diversos tipos y todos tienen orden de arrestar a cualquier oceanógrafo que intente escapar. Dudo mucho que lleguéis siquiera a vuestro alojamiento.
De nuevo había sido superado por completo, aunque esta vez era peor, ya que tenía a Ravenna de pie a unos pocos metros, con la furia y el desconcierto marcados en sus facciones. Aún más irritante, y en realidad el motivo real por el que merecía la bofetada, era que el emperador no tenía, al parecer, intención alguna de esperar. Me había equivocado. ¿Y cuánto nos costaría ahora que yo hubiese defendido tan obstinadamente mi orgullo?
— Entonces ¿cómo haremos para escapar de esta trampa que tan amablemente nos has tendido? —exigió Ravenna— ¿O se supone que no debemos escapar?
Como respuesta, el agente se dirigió a uno de los pequeños almacenes y golpeó dos veces en la rectangular puerta de madera. La puerta se abrió, y yo sentí una inmediata e irresistible urgencia por entrar. Una urgencia que treinta segundos más tarde, cuando la puerta se cerró detrás de nosotros, pude comprender.
— Creía que todos los magos mentales debían ser sacerdotes.
— No existen reglas en lo que concierne al emperador —afirmó él con una sonrisa.
El almacén era muy similar al que habíamos visitado antes, salvo porque éste era algo más amplio y oscuro. Su única iluminación provenía de dos ínfimos focos en el techo y de una antorcha que sostenía un sujeto rechoncho vestido con una túnica escarlata con la insignia plateada.
Pero no fue el portador de la antorcha quien me llamó la atención. Había allí otras tres personas de pie entre cajas apiladas y objetos embalados. Por su vieja túnica supuse que una sería una criada, aunque su actitud no era en absoluto tímida ni sumisa.
Era imposible que los otros dos fuesen sirvientes.
— ¡Dios mío! —exclamó Mauriz Scartaris, una presencia con mucha autoridad bajo la luz de la antorcha. Tenía voz de tenor y sin duda hubiese sido admitido en cualquier teatro de la ópera de Aquasilva— ¡Tenías razón! —añadió— , el parecido es inconfundible.
Sus palabras no pudieron encubrir la sorpresa reflejada en una profunda inspiración de su compañera, a quien no conocía. Se trataba de una mujer thetiana toda vestida de negro y cuyo collar de oro desprendía destellos. No es que esa actitud significase algo para mí: yo me sentía en aquel momento por completo perdido.
— Si el parecido es genuino —dijo ella muy lentamente— , siembra dudas en torno a muchas cosas que hemos creído durante largo tiempo. También nos pone en una situación muy delicada, Mauriz, nos sumerge en aguas muy profundas.
— Las aguas más profundas contienen las montañas más altas —respondió él con lo que pareció ser una cita literaria. Mostraba la sonrisa de quien acaba de descubrir un tesoro y tiene plena conciencia de ello. Su rostro patricio pareció de pronto muy satisfecho.
— Además —prosiguió Mauriz— , las antorchas brillan más en la oscuridad. He visto muy pocos sueños hacerse realidad, Telesta, pero aquí y ahora estoy viviendo uno que hemos tenido durante generaciones.
— ¿Sueño o pesadilla? —preguntó con voz suave la mujer a la había llamado Telesta.
— Tú nunca ves el lado bueno de las cosas, ¿verdad? Como un de mal agüero llorándole al viento.
Ella no pareció sentirse insultada y sólo agregó:
— No todos los augurios son buenos, Mauriz. Recuerda lo que te digo.
— ¿Puedo sugerir que nos demos prisa? —dijo el agente rompiendo el silencio que siguió a las últimas palabras de Telesta— Si los inquisidores descubren que hay gente intentando huir, podrían llenar de patrullas todo el sector.
Mauriz asintió y se dirigió a la criada sin volverse para mirarla.
— Vuelve a abrir la puerta trampa, Matifa.
Ella se inclinó bajo una pila de embalajes, y momentos después uno de ellos se deslizó a su lado produciendo un ligero crujido.
— Tekla, tú custodia la retaguardia —pidió Mauriz, y luego le indicó al portador de la antorcha que fuese adelante.
De manera que ése era el nombre del agente imperial, o al menos así se hacía llamar, y que no me había querido decir. No era un nombre thetiano, o al menos que yo hubiese oído antes.
— Cathan, espero poder confiar en que tú y tu amiga me sigáis sin más resistencia.
Asentí y entonces la niebla del mago mental se evaporó de mi mente. Era como salir de una piscina de miel, pero apenas tuve tiempo de recuperar el control sobre mí mismo cuando Tekla me empujó en dirección a la apertura.
Un conjunto de escaleras descendía hacia un pasillo iluminado de forma intermitente por la antorcha. Rocé con un brazo el empapado muro de piedra y deseé que esa humedad no fuera más que musgo. Un poco más adelante, Mauriz se detuvo hasta que sentimos un crujido a nuestras espaldas, seguido por la voz de Matifa diciendo que la puerta trampa ya estaba nuevamente cerrada.
El aire enrarecido del túnel resultaba opresivo, y el techo era tan bajo que quien sostenía la antorcha no podía levantarla más que a la altura de su cara. Por fortuna, el pasadizo era bastante ancho, pero al verme cercado entre Telesta y Ravenna no pude evitar una sensación de claustrofobia. Todos mis temores me asaltaron de nuevo mientras avanzaba por el sendero subterráneo, más o menos prisionero de ese agente imperial que tanto detestaba. Por no mencionar a Mauriz y a esa mujer vestida de negro que él había comparado con un ave de mal agüero. No habíamos recorrido mucho trecho cuando el túnel se ensanchó dando paso a una cueva que parecía estar algo más seca y cuyo techo era más alto que el del túnel. Pese a eso, nuestra pequeña procesión no se detuvo, sino que siguió adelante en dirección a una de dos aperturas ubicadas al fondo.
— ¿Dónde estamos? —pregunté.
— Es un depósito —explicó Tekla— Una especie de depósito.
— Quiere decir una guarida de contrabandistas —me susurró Ravenna— Para que el clan Scartari no pague los impuestos obligatorios.
Cruzamos numerosas puertas de madera obstaculizadas o cerradas con candado e insertas en huecos en la roca. Me resultaba difícil imaginar a los clanes thetianos envueltos en un contrabando tan ordinario, pero pronto me percaté de mi propia ingenuidad. Se trataba de contrabando en una inmensa y thetiana escala, realizado a través de un gigantesco complejo de almacenes dispuestos en cuevas. Quizá los clanes no hubiesen construido el sistema de cavernas, pero no había duda de que lo empleaban en la actualidad.
Avanzamos a través de una red de cuevas al parecer interminable. Los únicos sonidos que oíamos eran los de nuestros pasos sobre el desgastado suelo de piedra, bien alisado a fin de que generaciones y generaciones de contrabandistas pudiesen transportar sus cargas con mayor facilidad. Mauriz, de contextura demasiado imponente para ser un thetiano, marcó desde el principio un paso veloz que mantuvo durante todo el trayecto sin detenerse jamás.
Cruzamos un sólido puente de piedra que se extendía sobre una corriente subterránea y a continuación bordeamos un lago igualmente subterráneo, hacia una galería cuyo techo estaba lleno de estalactitas. El agua goteando hacía eco en las paredes, y en la distancia podía oír el sonido sordo e inconfundible de las olas. Entonces, en el extremo de una pronunciada pendiente, llegamos a una pequeña caverna. Miré a mi alrededor y percibí que su superficie estaba en su mayor parte cubierta por las aguas y que en un estrecho muelle había amarrada una gran raya. Los muros de la caverna desaparecieron en la oscuridad por encima de nosotros. Contemplé con detenimiento el frente de la raya, que parpadeaba debido a la luz de las antorchas dispuestas sobre bases de metal a todo lo largo del muelle. «Son los colores rojo y plateado de Scartaris», pensé.
— ¿Hemos recibido más visitantes? —preguntó Mauriz al vigoroso marino sentado bajo el techo azul de la nave. El hombre negó con la cabeza y Mauriz se volvió hacia mi— Cathan y... —Miró a Ravenna, que lo observaba de manera arisca, con los ojos fríos como témpanos.
— Ravenna —dijo ella en tono rebelde.
— Ravenna, por tu propio bien, haz exactamente lo que te diga. Debemos permanecer en Ral´ Tumar durante uno o dos días más y, dado que los inquisidores tienen vuestra descripción, vamos a disfrazaros. Matifa se encargará de eso.
Se dirigió entonces hacia Telesta y Tekla y salió de la caverna junto a ellos por una pequeña salida en el pasaje. Se alejaron hasta que sus voces no fueron más que un murmullo apagado por el rumor no tan distante de las olas. Mauriz poseía el aire inconfundible de alguien habituado a dar órdenes, que no esperaba que nadie cuestionase.
— Vosotros dos, mojaos —nos mandó Matifa bruscamente antes de desaparecer en el interior de la raya.
Ravenna y yo nos miramos durante un segundo. Luego ella se encogió de hombros, sacó el papel y el monedero de su bolsillo y se quitó los zapatos.
— Pronto sabremos adónde nos lleva todo esto.
Saltamos al agua desde el muelle de madera, cuya superficie superior estaba por encima del lago. No tardamos en arrepentirnos. El agua estaba mortalmente helada y era lo bastante profunda para que mis pies no llegasen al fondo. Ambos salimos tan de prisa como pudimos y nos quedamos temblando sobre los tablones.
— ¿Fría? —preguntó Matifa sonriendo sin alegría— Os hemos salvado de aguas mucho más calientes, así que parece justo que os hayáis zambullido aquí. Arrodillaos, no puedo hacer esto si estáis de pie.
Se colocó junto a nosotros con unas diminutas tijeras y dos recipientes llenos de un líquido marrón oscuro. Ravenna comprendió lo que iba a hacer Matifa mucho más de prisa que yo y se echó el pelo hacia atrás, apartándoselo de la cara antes de arrodillarse. Pese a su cooperación, era evidente que todavía estaba furiosa, y lo estuvo aún más después de que Matifa le cortó unos centímetros el pelo. No tenía ninguna duda de quién sería el próximo blanco de Ravenna en cuanto tuviese oportunidad de liberar su enojo.
Seguí su ejemplo con reticencia mientras Matifa destapaba uno de los potes y echaba sobre el cabello de Ravenna buena parte de su contenido. Incluso la propia Ravenna pareció sorprendida por el método, y me pregunté si existía otra forma de teñir el pelo. Mis rodillas aún no se habían recuperado por completo del infame tratamiento de la jornada anterior y por dentro le suplicaba a Matifa que apurase su trabajo, aunque deseaba también que la tintura no fuese tan evidente en mis propios cabellos. Por el modo en que Matifa trabajaba el pelo de Ravenna, con las manos manchadas y estropeadas, y deteniéndose cada tanto para echar un poco más de tinte, deduje que Matifa debía de ser una experta en esos menesteres. Mauriz no parecía ser de los que empleaban a principiantes.
Cuando Matifa se acercó a mí, el cabello todavía mojado de Ravenna se veía ya mucho más claro y brillaba. Por su túnica prestada corrían hilos de agua marrón, pero con algo de suerte Mauriz y sus compañeros nos darían ropa nueva. Aún tenía frío y, cuando Matifa echó el contenido del segundo recipiente de tintura tibia sobre mi cabeza, sentí algo de alivio.
Por fortuna, yo no tenía ni de lejos tanto pelo como Ravenna, de manera que Matifa no pasó mucho tiempo tiñéndome.
— Ya podéis poneros de pie —dijo volviéndose por un instante— , pero faltan muchas más cosas.
«Más cosas», como pronto descubrí, implicaba frotarnos la cara y los brazos con un aceite empalagosamente dulce (para aclarar el color de la piel, informó Matifa cuando le pregunté), untarnos las manos y los pies con otra sustancia para que pareciésemos más fornidos y cambiar el color de mis ojos.
Los alquimistas thetianos eran la envidia del mundo, pero mientras que sus colegas continentales aún llevaban a cabo estudios arcanos e investigaban la transmutación de metales, ellos hacia tiempo que se habían concentrado en las aplicaciones más prácticas de su propio arte. Palatina me había dicho en una ocasión que los alquimistas y esteticistas de su patria podían transformar un buitre en un ave del paraíso. Semejante talento, por cierto, tenía usos más siniestros en la práctica de la política thetiana. Los thetianos producían todo tipo de compuestos, desde venenos hasta afrodisíacos, incluyendo, como pronto pude comprobar, una poción capaz de modificar el color de los ojos.
Sólo entonces comprendí cuánto había pasado Ravenna a lo largo de su vida, transformando su apariencia de modo sutil, planchándose el pelo y, sobre todo, cambiándose el color de los ojos. Y con frecuencia había tenido que hacerlo ella sola.
— Mantén los ojos abiertos o será peor —me advirtió Matifa cuando me recosté, un poco agitado, sobre una roca bastante irregular. Ravenna y Matifa habían conseguido acallar mis protestas, subrayando que en el mundo había muy pocas personas con ojos de un brillante azul marino y que yo llamaba la atención. Me explicó que habría podido pasar por un exiliado, pero que ellos tenían el pelo rojo, lo que era todavía más llamativo. Ravenna me sostenía firmemente la cabeza, lo que no me inspiraba mucha confianza sobre lo que sucedería a continuación.