Read Inquisición Online

Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Inquisición (24 page)

Se produjo entonces un gran barullo debajo de nosotros, silenciado de modo abrupto por una potente orden. Luego, el sonido de mucha gente moviéndose a la vez, presumiblemente hacia la escalerilla de la bodega de carga. Siempre resultaba más seguro abordar desde un espacio estrecho hacia uno más amplio, y no al contrario.

La otra manta estaba ahora muy cerca y su liso casco azul se curvaba a un lado y otro de las aletas, que bloqueaban nuestra visión. El Lodestar ya estaba casi por completo inmóvil y su mínimo avance sólo era perceptible si se fijaba la mirada en la otra nave. Nos encontrábamos muy cerca de la superficie del océano, quizá a unos diez metros de profundidad, y las aletas reflejaban una débil luz gris. El sol no parecía brillar sobre las olas.

Apenas habían transcurrido unos minutos cuando el casco del Lodestar comenzó a estremecerse. Siguió el sonido claro e inconfundible de las dos mantas entrando en contacto. Era frustrante estar allí de pie sin hacer nada, esperando a ver qué sucedía. Pero sabíamos que nuestra presencia no haría sino estorbar a los marinos si se producía un combate.

Otro estruendo: unión de las escotillas, lo que les permitía a los marinos acceder sin mojarse. Y luego nada más. No había mucho que ver desde donde estábamos (la otra manta estaba oculta casi en su totalidad tras las aletas del Lodestar), de manera que regresamos al compartimento superior. Estaba desierto y la puerta que conducía al puente de mando estaba cerrada, pero unos segundos más tarde apareció un marino corriendo en esa dirección por los pasillos. Me pareció bastante decepcionado.

— ¿Es de Qalathar? —pregunto con autoridad la voz de Mauriz desde el puente de mando— ¿Estás seguro?

No oí la respuesta del marino, pero un momento después la voz del capitán volvió a resonar por el intercomunicador.

— Que los enfermeros se dirijan de inmediato a la otra manta.

El marino reapareció desde la puerta, seguido de Mauriz y Telesta, y avanzaron por el pasillo, no sin que antes Mauriz nos ordenase a nosotros tres que los siguiésemos.

— ¿Qué sucede? —preguntó Palatina.

— Se trata de una manta de Qalathar que ha sido seriamente dañada en las afueras de Sianor. Han conseguido llegar hasta aquí, pero su reactor se ha detenido.

Eso explicaba la decepción. Los tripulantes de Scartaris podrían obtener algo como recompensa por su ayuda, que de acuerdo a la ley thetiana estaban obligados a dar. Pero si todavía había supervivientes en el control de la nave, no habría posibilidad de pedir rescate.

En el dañado y a medio iluminar compartimento superior de la otra nave encontramos a un ojeroso anciano, vestido con una túnica roja que parecía formar parte de algún uniforme. Ravenna me susurro que la nave pertenecía al simbólico gobierno civil de Qalathar, que en realidad carecía por completo de poder, ya que estaba dominado por el Dominio y el virrey.

— Alto comisionado, mi más sincero agradecimiento por su ayuda —dijo con seriedad— No deseo retenerlo aquí, pero tenemos gente herida y nuestro reactor no funciona.

— ¿Dónde está vuestro capitán? —preguntó Mauriz.

Quienes quiera que fueran los atacantes, no había duda de su violencia. Sólo una de las luces de éter seguía encendida en el compartimento, en el que había un amasijo de metales torcidos. Las paredes se habían torcido o derrumbado en su totalidad y ya no quedaban escalerillas.

— El capitán está herido y sus dos lugartenientes han muerto. Así que yo estoy a cargo ahora. Soy el principal Vasudh.

— ¿Quién os atacó?

Vasudh hizo una breve pausa, luego miró a Mauriz a los ojos y respondió:

— El Dominio.

— ¿El Dominio? ¿Y por qué? —inquirió Telesta. Los dos o tres marinos que nos rodeaban en el compartimento desviaban la vista a otro lado con incomodidad.

— Intentaron apoderarse de la nave en Sianor. Dijeron que tenían órdenes del inquisidor general de que todos los buques de Qalathar fuesen puestos a disposición del Dominio. El capitán se negó y por eso intentaron someternos por la fuerza. Huimos, pero nos persiguieron empleando cargas de presión, sin importarles que se tratase, como claman, de armas malditas propias de herejes. Eso fue hace unos tres días y desde entonces intentamos escapar. No ha resistido el ataque ninguno de nuestros intercomunicadores, y por ese motivo no hemos podido advertiros.

— ¿A qué distancia de aquí está el buque del Dominio?

— No tengo idea, creo que los hemos perdido, pero el capitán dice que pueden interceptarnos mucho más adelante. Por eso quería que fuésemos a Beraetha, hundiésemos nuestra nave y nos refugiásemos en la isla.

— Nos ponéis en una situación difícil —dijo Mauriz, ahora con expresión preocupada— Si nos encuentran y descubren que os hemos ayudado...

— Lo exige la ley del mar— afirmo el anciano con firmeza— .Una ley mucho más antigua que esas impertinencias continentales con sus fobias sobre la herejía.

— No los dejaré aquí —dijo el capitán del clan Scartari apareciendo detrás de nosotros— Yo no lo haré, y tampoco la tripulación. Principal... Vasudh, si reparamos vuestro reactor y le ofrecemos a vuestros heridos los cuidados que podamos, ¿crees que será suficiente?

— Gracias, capitán —respondió Vasudh con una solemne reverencia— Eso es todo cuanto pedimos.

—Traeré a algunos de nuestros mecánicos ahora mismo —le anunció el capitán a Vasudh— ¿Pueden colaborar algunos de tus hombres?

Mauriz parecía reticente a aceptar lo que ocurría, pero permaneció allí mientras el capitán del Lodestar coordinaba las reparaciones. Llegaron los mecánicos, y el enfermero de nuestra nave comenzó a atender a los heridos. Los marinos ayudaron a reparar algunos de los mayores destrozos. No había repuesto para los sistemas de armas ni para los campos de éter, pero Vasudh no los solicitó.

Mauriz y Telesta se pusieron más y más impacientes a medida que avanzaban las horas. Nosotros tres fuimos de poca utilidad salvo por alguna ayuda menor y acabamos regresando a la vacía sala de recreo del Lodestar.

— Tanto esfuerzo por ganarse algo... Deberán trabajar toda la larde y no les darán un solo centavo —dijo Palatina con satisfacción, mientras observaba a los marinos Scartaris quitándose las armaduras antes de regresar con mamparas de repuesto para la otra nave (que se llamaba Avanhatai en honor a un antiguo gobernante de Qalathar).

— Sí, y si el Dominio nos atrapa por esto, ¿seguirá siendo tan divertido? —lanzó Ravenna con el mal humor que tenía esos días. Era muy distinto de sus usuales rabietas, mucho más intenso, más sombrío, más duradero. Si no me hubiese comportado de forma tan débil y vacilante antes de dejar Ral´Tumar... Pero, es ese caso, quizá mi opinión habría coincidido con la de Mauriz, enloqueciendo del todo a Ravenna. Era un pequeño consuelo el hecho de que su furia estuviese dirigida a todos en general y no solamente a mí.

Casi tres horas más tarde, cuando los trabajos de reparación estaban casi terminados, el aullido de la alarma de batalla inundó el silencio de la sala de recreo del Lodestar. Nos miramos entre nosotros durante un segundo, luego nos incorporamos de un salto y corrimos nuevamente hacia el compartimento superior. Saliendo del puente de mando venía el segundo oficial.

— Decidle a todos que abandonen el Avanhatai —gritó— ¡Ahora! ¡Corred! El Dominio está aquí, a dieciséis kilómetros de distancia. El pánico que había en su voz habría bastado, incluso sin la mención al Dominio. Corriendo por los pasillos, nos topamos con Mauriz y Telesta, que subían por las escalerilla difundiendo la noticia. No les agradó lo más mínimo, pero ignoré sus rostros de desesperación y seguí adelante, abriéndome paso entre los marinos, hasta dar con el capitán del Lodestar, que conversaba con Vasudh. —Me temo que debemos partir de inmediato— le dijo el capitán a Vasudh después de que le di la noticia— Vuestro reactor puede ponerse en marcha, pero deberá volver a ser reparado en unos pocos días.

— Sólo necesitamos unos pocos días —repitió Vasudh, luego ahuecó las manos para hacerse oír mejor y gritó— ¡todos fuera!

Su tono era ensordecedor y me recordaba con precisión el bramido de un oficial de entrenamiento. Vasudh era precisamente el tipo de hombre que al retirarse ocuparía un cargo de instructor. Si algo caracterizaba a la tripulación y los marinos Scartaris era su perfecta disciplina. En menos de un minuto cruzaron el compartimento superior del Avanhatai y regresaron al Lodestar. Los mecánicos cargaban sus juegos de herramientas. Los tripulantes de la manta de Qalathar, con las ropas ennegrecidas y destrozadas, se apresuraron a ocupar sus puestos de batalla con una especie de desafiante resignación en los rostros. Supliqué en silencio que consiguiesen escapar.

Fue una evacuación veloz, eficiente y muy preparada. El propio Vasudh nos apuró para que regresásemos al Lodestar. Le deseamos buena suerte, y apenas cinco minutos después de la advertencia del segundo oficial se cerró la escotilla. Y el Lodestar estuve listo para separarse de la otra manta. Contra cualquier ataque que no hubiese sido del Dominio, eso habría sido suficiente.

Mientras la tripulación se dirigía a sus puestos de batalla y los marinos volvían a ponerse las armaduras y se colocaban en posición, retornamos a la cabina de observación, el sitio que ocupaban tradicionalmente los pasajeros durante una batalla. Los extremos de la sala estaban vacíos, pero, en el centro, rodeando la mesa de éter, había algunas sillas amarradas con correas para evitar que sus ocupantes cayeran si el timonel decidía hacer uso de su imaginación.

La pantalla de la mesa de éter mostraba la misma imagen que las pantallas ubicadas en el puente de mando: el Lodestar y todo lo que estaba a su alrededor en un radio de unos veinte kilómetros. Por las ventanas también tendríamos un buen panorama de la batalla.

Pero resultó que finalmente no hubo ninguna batalla. Cuando nos separamos del Avanhatai, elevándonos un poco para ver la situación, el buque del Dominio estaba aún a ocho kilómetros de distancia, lejos del alcance de las armas. El motor acababa de ponerse en marcha, alejando al Lodestar a unos cien metros del casco de la otra manta. Fue entonces cuando sentí una potente oleada de magia.

Me golpeó como un látigo, un dolor agudo y lacerante que atravesó mi cráneo. Grité, sorprendiendo a todos los demás, y oí el torturado alarido de Ravenna.

— ¡Dulce Thetis! —exclamó Palatina.

Cogiéndome la cabeza con ambas manos, observé la mesa de éter. Una chispa incandescente estalló debajo del Avanhatai, tan brillante que sentí una nueva ola de dolor por todo el cráneo. Segundos después, la chispa se extendió como un brillante desgarrón blanco en el agua. Luego siguió expandiéndose.

El agua que veíamos desde las ventanillas se convirtió en un caos de burbujas, una espumosa pesadilla de aire y vapor, y sentí que el Lodestar era impulsado sin control hacia arriba como si no pesase más que una pluma. Mi silla se inclinó con increíble velocidad, dejándome casi colgado de una delgada cinta. Recé con desesperación por que la tela no se rompiera, lanzándome a algún compartimento lejano unos cuatros metros más abajo. Mi pierna derecha golpeó contra un brazo de la silla con tanta fuerza que por un momento creí que me la había partido. El impacto se tradujo en un insoportable dolor.

Algo muy pesado producía un sonido metálico al golpear contra otra cosa y se oía un fuerte lamento parecido al de almas atormentadas, un caos ele sonido y movimiento.

Un segundo después, una luz blanca todavía más brillante inundó la sala, y justo antes de verme forzado a cerrar los ojos pude contemplar la imagen del Avanhatai consumiéndose.

Una nueva descarga impactó contra el Lodestar, balanceándolo con fuerza de un lado a otro. El mundo se inclinaba a nuestro alrededor en un tornado de calor, ruido y dolor. No perdí el sentido, aunque no me hubiese molestado que eso sucediese. En cambio, me las compuse para mantenerme consciente mientras la manta se convulsionaba salvajemente. Una conmoción estremeció el casco, pero no pude determinar de dónde provenía.

Con la nave aún fuera de control, sentí nuevos violentos impactos, objetos que se estrellaban contra el casco. Una fuerza originada en algún sitio me empujó contra el asiento dejándome en una posición extraña y dolorosa. La silla se me clavaba en la pierna herida y me producía terribles pinchazos. Por algún motivo, el agua que veía a través de las ventanillas parecía ser blanca, con apenas algunos contornos oscuros. El Lodestar volvió a elevarse y, por un aterrador momento, supuse que perdería el equilibrio hasta quedar del revés. Entonces se deslizó hacia atrás y yo me desplomé hacia adelante en la silla, casi ensordecido por el infernal gemido de la manta moribunda.

CAPITULO XII

Transcurrió un buen rato antes de que la cabeza dejase de darme vueltas lo suficiente para permitirme abrir los ojos. Por un momento no pude ver mas que blancura y me invadió el pánico. ¿Me habría quedado ciego?

El efecto sólo duró uno o dos segundos, y poco a poco empecé a distinguir formas y el contorno de la sala, todo en medio de sombras grises. Aquí y allá percibí fogonazos de color en los bordes de la vista, pero no conseguí enfocarla. Volví a cerrar los ojos y los abrí nuevamente, esperando que regresase el color, pero eso no sucedió.

Aflojé la cinta que me había sujetado al asiento y me incorporé con tanta lentitud como pude. Estuve a punto de desmayarme y sólo conseguí seguir de pie apoyándome en la quebrada mesa de éter. El costado derecho de mi cuerpo parecía ser una masa de heridas, pero, cuando con suma cautela deslicé la mano hacia abajo, no hallé ningún rastro de sangre.

Aún se oía el ensordecedor chillido, como si la manta estuviese siendo aplastada. Destruir el casco exterior de una manta era casi imposible, pero eso no implicaba que la manta en sí no pudiese ser hundida.

— Creo que sería buena idea dirigirnos al compartimento principal —sugirió Palatina con inseguridad, de pie a mi lado— Los dos tenéis un aspecto horrible. ¿Qué sucedió justo antes de que estallara la otra manta?

— Magia —afirmó Ravenna— Demasiada magia.

Ravenna estaba aún sentada y, cuando intentó incorporarse, se tambaleó y volvió a caer en la silla.

Creo que al menos uno de los dioses tiene sentido del humor dijo Palatina con una ligera sonrisa— Cathan, ella puede apoyarse en ti, si es que puedes soportar su peso.

Recordé entonces las mordaces palabras de Ravenna unos dieciocho meses atrás, cuando yo me había sentido demasiado débil para ponerme de pie tras caer desvanecido. Era, verdaderamente, un pequeño momento de justicia.

Other books

Fire And Ice (Book 1) by Wayne Krabbenhoft III
Chosen by West, Shay
Strangewood by Christopher Golden
Final Account by Peter Robinson
Descent by Tim Johnston
The Sword Dancer by Jeanne Lin


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024