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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Inquisición (42 page)

La silueta de una hilera de palmeras, casi inclinadas por la fuerza del viento, se recortaba contra las luces justo bajo mi ventana, y cada tanto se oía el agudo crujido de una rama al quebrarse. De los techos de una casa vecina empezaron a desprenderse varias tejas, que fueron a estrellarse con estruendo contra el suelo de la calle. Poco después voló uno de los postigos de la ventana. Si ésta era una gran tormenta, apenas había comenzado. Sin duda, la ciudad no soportaría semejante azote con mucha frecuencia.

— Es mucho más fuerte de lo habitual. He recibido informes acerca del daño desde diversos puntos y todavía no ha pasado por aquí el centro de la borrasca —dijo Persea cuando me encontré con ella un poco después. Estaba trabajando detrás de su escritorio en la oficina de la recepción, donde habíamos estado esa mañana. Las cortinas estaban abiertas para que pudiese ver la ciudad, con todas sus luces encendidas.

— ¿Tenéis campo de éter para protegeros? —pregunté mientras me sentaba en el borde de su escritorio, calentándome las manos bajo una de las decoradas lámparas de lectura. Por algún motivo, esa noche hacía mucho frío en palacio.

— Sí, pero es un campo muy débil para lo que tú estás habituado. Las tormentas no suelen ser tan potentes aquí. No sería bueno que durase mucho tiempo.

Persea garabateó algo en un trozo de papel y lo colocó a un lado. —Los magos del Dominio deberían servir para algo.

— Ése es el problema. Podrían detener la tormenta, es verdad, pero sólo si quisieran hacerlo —declaró y empezó a temblar mirando con irritación a su alrededor— Esto está helado. ¿Qué le pasa al
hipocausto?

Bajé del escritorio y toqué el suelo entre dos alfombras. La piedra, que tendría que estar tibia al tacto, estaba fría.

— Debe de haberse apagado el fuego hace varias horas sin que nadie lo notase —aventuró Persea tras hacer la misma prueba.

— Es más de medianoche. Están todos durmiendo. —¿Y tú por qué no?— Dormí demasiado debido al sedante. Estoy totalmente despejado. —Me encantaría echarme un buen sueño. Todo el palacio se congelará si no hacemos algo, así que vayamos a echar una mirada al generador. Me dirigí hacia la puerta, pero Persea me llamó y corrió una cortina en un rincón detrás del escritorio, revelando una pequeña entrada y un diminuto vestíbulo. En uno de los lados se veía una estrecha escalera de caracol, iluminada por un rudimentario globo de éter.— Has vivido en un palacio; supongo que tendréis pasadizos como éste —comentó mientras bajábamos la escalera— Antes me parecía que los pasajes secretos eran algo exótico. Ahora sólo los considero útiles... y no son tan secretos.

Llegamos a un corredor más amplio con unas cuantas puertas. Los muros, en lugar de ser de piedra rústica estaban pintados, por lo que parecía más un pasillo que un auténtico pasadizo. Como todas las grandes familias, también en Lepidor teníamos algunos, que eran conocidos por todos. Uno de esos pasajes secretos me había salvado la vida durante la ocupación.

— ¿Adonde lleva el pasadizo principal? —pregunté mientras seguía a Persea cruzando otra puerta en dirección a una pequeña y estrecha habitación que tenía varios armarios cubriendo toda una pared.

— Éste comunica con la planta. Aquél con el piso inferior, donde están los jardines. Los generadores se encuentran más abajo.

— ¿Por qué tan abajo? —Mi voz resonó de pronto cuando dejamos esa habitación para descender por otra escalera, en esta ocasión amplia y recta, que conducía a la sala del generador. Hacía todavía más frío que arriba.

— Si se encuentra a bastante profundidad bajo tierra es más seguro... pero ¿dónde está el técnico encargado?

El generador que debía dar energía al sistema de calefacción del palacio era una masa fría y oscura que ocupaba la mayor parte del espacio. Las ventanillas de cristal que debían mostrar el color azul brillante del éter estaban opacas y en lugar del permanente murmullo del motor había un silencio absoluto.

Persea acercó una mano con precaución y tocó la carcasa de la cámara del motor. Sacó la mano de inmediato, de forma instintiva, tras haberla rozado apenas. Luego apoyó la palma sobre el metal, que habría debido estar al rojo vivo.

— Está helado —dijo.

No había rastro del técnico, cuya tarea consistía en mantener el sistema en funcionamiento, ni de su relevo nocturno. Todo el palacio dependía de ese sistema: la calefacción, el agua caliente, la cocina, todas las luces que no tenían carga propia de éter.

— Tenemos cuatro horas de luz de reserva —advirtió Persea recorriendo uno de los lados del generador— Debe de estar casi agotado. No tiene mucho sentido permanecer aquí.

Entonces se detuvo de pronto, fuera de mi vista. —Humm, Cathan, ¿podrías venir a ver esto, por favor?

En la parte posterior del generador alguien había escrito con letra brillante y vulgar el siguiente pasaje del Libro de Ranthas:

El fuego es el don de Ranthas. Él proporciona la luz y el calor a quienes le temen, y la oscuridad y la muerte a quienes le dan la espalda. Cuando se abriguen solitarios en la noche, temblando con el frío de las montañas en invierno, estos últimos conocerán su verdadero poder y su auténtico calor.

— Por lo tanto —dije con tristeza— , no volverá a encenderse ningún fuego en el palacio hasta que ellos lo decidan. El Fuego era el elemento del Dominio, que tenía derecho a otorgarlo o negarlo según su voluntad, lo que nos dejaba por completo indefensos. Persea apretó los brazos contra su pecho.

— Debí recordar que podían hacer esto —murmuró.— No tiene sentido perder el tiempo aquí abajo. Arriba hace menos frío. —No habrá calor en ningún sitio.

Volvimos sobre nuestros pasos tan velozmente como pudimos. Cuando llegamos a la sala de donde habíamos partido, Persea apagó todas las luces y llamó al encargado nocturno. Su rostro se veía ceniciento al pálido brillo de la única lámpara de éter mientras le contábamos lo que sucedía. El sonido de la lluvia contra las contraventanas proporcionaba un tranquilo acompañamiento.

— No podré mantener la casa en funcionamiento, señora —dijo él sin rodeos— Estoy seguro de que mi superior coincidirá conmigo en que así no podremos alimentar a todos. La situación empeorará entrada la noche, será mucho peor. Y mañana ya no tendremos ni luz ni calefacción. Sobre todo si continúa la tormenta. —Tendremos que mantenernos despiertos por ahora— señaló Persea— Recorre el palacio, informa a todo el personal de lo que ha sucedido e ingeniad algo para esta noche. Apagad todas las luces tan pronto como podáis y buscad todas las mantas que tengamos. Dale las mismas instrucciones a la guardia, y quiero que todos os reunáis en el patio mañana a la hora habitual del desayuno. Nosotros —dijo volviéndose hacia mí— regresaremos a mi habitación a coger ropa y después avisaremos a los demás. No te molestes en contárselo a Mauriz y Telesta. Todo esto es culpa suya, déjalos que sufran. De hecho, necesitábamos abrigarnos con urgencia antes de ir a despertar al resto. Laeas ya debía de estar enterado, y Palatina no podía soportar el frío, algo nada sorprendente en los thetianos.

Organizamos una improvisada asamblea en la habitación de Palatina, sentados en un extremo de la cama que ella rehusaba abandonar. Yo era quien menos afectado se mostraba, pues Lepidor me había acostumbrado a la nieve y a los helados inviernos boreales. Pero jamás antes había dormido en un edificio sin calefacción durante una tormenta, y el palacio del virrey era una construcción tropical, no diseñada en absoluto para retener el calor.

— ¿Existe realmente algo que podamos hacer? —preguntó Palatina.

Negué con la cabeza.

— No podemos siquiera encender de nuevo el fuego hasta que levanten la prohibición. Y me temo que eso no sucederá hasta que nos hayan capturado a todos.

— Mandaré a buscar a Sagantha a primera hora de la mañana —afirmó Laeas, cuya voz se volvía más profunda cuando se enfurecía— Con suerte, él será capaz de negociar con el Dominio. ¡Malditos! Colocarnos bajo prohibición por no haber querido admitir sus patéticas y falsas acusaciones. Mauriz es un pelmazo, pero odio reconocer que en este asunto tiene toda la razón.

— Pero Sagantha no estará aquí por lo menos hasta mañana por la tarde, y no estoy segura de poder retener hasta entonces a todo el personal de palacio —objetó Persea.

— Todos los trabajadores y sirvientes odian al Dominio tanto como nosotros. Permanecerán aquí todo lo que puedan.

— Lo que será más o menos mañana a la hora del almuerzo, cuando tengamos a nuestro cargo a cincuenta personas y seamos incapaces de cocinar nada. Nadie querrá alimentarse sólo con frutas durante semanas.

— Ni vivir sin luz. Cualquier actividad deberá cesar con el crepúsculo —añadió Palatina— Y con esta tormenta tampoco se ve mucho durante el día.

— Recemos por que la tormenta sea breve. Pero estoy de acuerdo contigo: nos quedaremos a oscuras en cuanto se oculte el sol. No hay manera de que sigamos adelante. Si sólo hubiese fallado el generador central sería una cosa, pero también han fallado el resto de las luces. La mía se apagó antes de que vosotros llegaseis; pensé que se había agotado.

Laeas miraba por la ventana, cuyas cortinas estaban abiertas para permitir la entrada de la débil luz del exterior.

— ¿Crees de verdad que Sagantha puede lograr que Midian levante la prohibición? —pregunté, y la falta de luz me impidió ver la expresión de Laeas cuando me respondía.— Por lo general, Sagantha consigue negociar esas cosas. —¿Sin entregarnos?— Eso nunca lo haría.

— Todavía— añadió Palatina.

Laeas se volvió hacia ella un instante, supongo que con aspecto sombrío, y se puso de nuevo de cara a la ventana.

— Sagantha desea contar con vosotros por alguna otra razón. En primer lugar, nunca os entregaría a la ligera, máxime considerando que poneros en manos del Dominio implicaría vuestra ejecución. Y, básicamente, no tiene ningún interés en hacerlo.

— ¿Por qué? —preguntó Palatina— Sagantha desea detener el complot de Mauriz contra la faraona. ¿Qué mejor modo de hacerlo que entregarlo a Midian? De esa manera, Mauriz ya no representaría ningún peligro. Midian estaría feliz, Sagantha se ganaría su favor y la vida volvería a la normalidad. O al menos a ser tan normal como suele serlo aquí.

Laeas ignoró el último comentario.

— Y Sagantha perdería el apoyo del pueblo. Está manteniendo un equilibrio difícil. Si os entrega y los thetianos se rebelan, la gente común de Qalathar lo verá como un colaborador con muy poca convicción, perderá su favor y, si regresase la faraona, quedaría desacreditado. En Qalathar se han soportado cosas peores. Yo mismo recuerdo una ocasión en la que toda la ciudad estuvo bajo la prohibición durante una semana entera. Fue hace unos seis o siete años, en un momento en que mis padres vivían aquí. Todos nos alimentamos de frutas y conservas y, cuando oscurecía, lo hacía de verdad. Por mí está bien —agregó— , podré estar más tiempo con mi novia sin que nadie lo note.

— Eso fue en pleno verano, Laeas —objetó Persea con algo de ironía en la voz— Entonces podías dormir afuera sin una sábana siquiera. No dudo que lo habrás hecho.

— Supongo que todos lo encontraríamos maravilloso si tuviésemos esa edad —dijo Palatina— o si fuésemos niños. Los padres se distraerían, todo estaría oscuro y, mientras que las cosas no se volviesen demasiado problemáticas, sería divertido. —Jugar a bandidos y sentarse alrededor de las velas, aunque en este caso, claro, no podríamos encender las velas.

— Imaginar que somos piratas en sus cuevas, fanfarroneando con nuestro botín —sugirió Persea.

— Y cuando aparezca el gato del establo se convertirá en un enorme tigre diabólico —añadí hablando por propia experiencia. El gato que tenía cuando era pequeño era enorme, negro y tenía ojos amarillos como los de una terrible criatura de la noche. Adoraba merodear por sitios oscuros y asustar a la gente apareciendo de repente.

— No sé para qué necesitabas un gato auténtico —dijo Laeas en tono burlón— Nosotros saltábamos de miedo con cualquier estremecimiento que se percibiese en el ambiente, como el susurro del viento al atravesar los árboles, que nos llevaba a recorrer los bosques en busca de demonios.

— Búhos —afirmó Persea— Son lo peor. Cuando yo estaba fuera de noche, por mucha gente que me rodease los búhos siempre me encontraban. Gritan de un modo tan siniestro, y luego se abalanzan desde los árboles y parecen tan grandes. Los cuervos y las urracas hacen ruidos horribles, pero no resultan tan amenazantes como los búhos.

Sonreí como todos, y se produjo un momentáneo silencio. Probablemente, los demás pensaban lo mismo que yo, mirando a través de los oscurecidos cristales y reflexionando sobre lo simple que habían sido las cosas en otros tiempos, cuando lo único que nos asustaba eran los castigos de nuestros padres y la aparición de las extrañas criaturas nocturnas.

Era evidente que alguno debía romper el hechizo, y Palatina lo hizo del modo más sutil posible.

— Tendremos tiempo para volver a vivirlo, al menos durante esta noche, hasta que termine la tormenta —dijo ella.

Pese a la situación, la charla había contribuido a distender los ánimos. Teníamos frío y nos esperaba una noche sin luz ni calor, pero de alguna manera nos parecía todo más tolerable tras recordar las noches pasadas en nuestros refugios en lo alto de los árboles. Al fin y al cabo, en medio del temporal de la Ciudadela me las había compuesto para dormir sobre una roca durante una noche entera a pocos pasos de las cataratas.

— Creo que el Dominio ha escogido la táctica equivocada —advirtió Laeas de pronto— Privarnos de luz y calor sólo nos hará pasar un mal momento. La ciudad no está afectada. Si hubiese hecho exactamente lo opuesto, colocando bajo la prohibición a todos los demás pero no a nosotros, tendríamos una revuelta en todos los portales exigiéndonos que le diésemos al Dominio lo que quiere. —¿Lo crees de verdad?— preguntó Persea.

— Pero en esta ocasión no creen que eso merezca la pena. Si Midian desease capturar a la faraona, sería mucho más duro, y creo que la protesta se haría ante sus portales, no ante los nuestros. Pero por un puñado de thetianos no se toman tantas molestias. —Pues no les demos ideas. Odio las revueltas, incluso cuando participo en ellas. Es horrible, sencillamente porque uno pierde el control.

— ¿Tienes mucha experiencia al respecto, Persea? —preguntó Palatina.

Persea sonrió.

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