— Eso haremos —confirmó Bamalco— Sabemos adonde se dirigen y tenemos que esperar a que recorra entre ocho y quince kilómetros hacia lo alto del valle, hable con Ravenna y luego descienda nuevamente.
— Este valle es Matrodo, el más extenso, así que recorrerá unos dieciséis kilómetros.
— O sea que, cuando Alidrisi regrese, ¿nosotros subiremos a ese valle en medio de la oscuridad? —preguntó Mauriz con incredulidad— Estáis locos. Sólo el cielo sabe lo mal que está el sendero. Y, por otra parte, ¿cómo esperáis localizar el escondite?
— Además de otros talentos, Cathan es un mago de la Sombra —respondió Palatina— Otra de las cosas que nunca te preocupaste de averiguar. Dice que encontrar el escondite en la oscuridad le resultará todavía más sencillo.
— Lo que encontraremos en la oscuridad es nuestra propia muerte —insistió Mauriz— Ya sabéis —dijo tras una pausa— , si yo fuese Alidrisi e intentase no dejar rastro, tomaría tantas precauciones como pudiera. Incluyendo aparcar el carruaje en un camino y luego coger otro. ¿No haríais vosotros lo mismo?
Por un instante todos nos miramos atónitos, preguntándonos por qué no se nos había ocurrido antes. Quizá porque no teníamos Una mente tan artera y suspicaz como la de Mauriz.
— Eso implica que debemos averiguar qué camino cogió, y de prisa —indicó Palatina— Ya no parece buena idea que nos quedemos en el bosque. Sin duda habrá centinelas vigilando el camino y será muy difícil cruzar la corriente sin ser vistos.
— No podrán borrar las huellas de su caballo durante todo el ascenso, ¿verdad? —pregunté.— No, y es probable que debamos subir un buen trecho de cada uno de los dos senderos para descubrir cuál es el correcto. —A menos que sea más astuto que nosotros, en cuyo caso estamos perdidos.
— No tiene sentido discutir —dijo Mauriz— Ahora debemos esperar.
Finalmente no pudimos hacer otra cosa que esperar, y en eso estuvimos varias horas, observando cómo el cielo se volvía cada vez más oscuro. Entonces comenzaron a caer rayos, fuertes relámpagos que iluminaron el bosque y nos hicieron alejarnos de la zona más cercana al camino para que si había algún centinela situado detrás de la colina no nos viese. Costaba incluso oír nuestras propias voces, pues la lluvia resonaba sobre el río y los truenos se sucedían en una interminable carga. Era una imagen de pesadilla: las montañas iluminadas por una descarga tras otra, dando vivida forma a los peñascos y los acantilados durante una fracción de segundo.
Era una tormenta digna de Lepidor, y nosotros estábamos allí en las montañas, sin la protección de muros, edificios o campos de éter: era la segunda vez en mi vida que estaba en el exterior durante una auténtica borrasca. Al menos ahora no intentaba nadar bajo la lluvia, pero por segunda vez respondía a un plan de Palatina.
Se iniciaron algunas conversaciones, pero ninguna duró demasiado pues el esfuerzo por hacerse oír era excesivo. Más tarde, sería casi imposible comunicarse, y no por primera vez me pregunté cómo demonios pensaba guiar a los demás en un ascenso de varios kilómetros. Podían ser dieciséis kilómetros, o quizá más, y la mayor parte en terreno empinado. ¿Y cómo verían los caballos? Si debíamos guiarlos al menos durante una parte del trayecto, perderíamos mucho tiempo. A medida que la luz del día se desvanecía, sentía progresivamente menos confianza en el éxito del plan, y mi ansiedad creció de forma notable.
Bamalco fue el primero en decir que no había ninguna señal del grupo de retaguardia, que debía de haber pasado la última curva, buscando protección de la lluvia. Tras dejar a los dos guardias custodiando la zona, Bamalco nos convocó en el lugar donde estaban los caballos, un poco más seco, alejado del río y por lo tanto menos ruidoso.
— Alidrisi aún tiene por delante un largo trecho y ahora cabalga en plena oscuridad —dijo con la mirada fija en los hilos de agua que corrían por su capa como si se tratase de un primitivo espíritu de los ríos— ¿No sería más sensato que una vez allí pasase la noche con su gente y regresase por la mañana? A nadie le resultaría sospechoso teniendo en cuenta que se supone que llegó a Kalessos muy tarde y en medio de esta lluvia terrible.
— Si lo hiciera, se demoraría un día —objetó Tekraea.— Nadie se esperaba que la tormenta fuese tan fuerte, de modo que su clan lo comprenderá. De todas formas, ¿quién va a pedirle explicaciones?
— El Dominio —afirmó Tekraea brindándole a Mauriz otra hos— til mirada— No ahora, pero sí cuando descubran que sus hombres han desaparecido.
— Eso también podría ser atribuido a la tormenta, pero...— repuso Mauriz, y de pronto lo interrumpió una ensordecedora metralla de truenos que nos sobresaltó a todos— Por Thetis, nunca había visto un tiempo tan terrible en el Archipiélago. Decía que debemos comprobar si Bamalco tiene razón. Si la gente de Alidrisi se ha ido, eso significa que podemos empezar a actuar antes de lo previsto. En caso contrario, tendremos que hacer algo drástico. —Ése es nuestro último recurso— replicó Palatina con firmeza— Si Alidrisi se dirige a Kalessos, mejor que no sepa que algo va mal.
— ¿Qué haría con el carruaje? —pregunté— ¿Y con los caballos? ¿Dejarlos sin más ahí durante toda la noche? Y si no es así, les esperan dieciséis kilómetros o más hasta y desde el escondite, y no puede ser un trayecto sencillo.
— Están bien entrenados. Estoy segura de que pueden soportar la marcha por un valle rocoso en medio de una tormenta —aventuró Palatina— Alidrisi no puede dejarlos. El coche puede muy bien quedarse solo, pero los caballos no. Y tampoco los guardias. Cathan, creo que lo mejor sería que dieses una vuelta y echases un vistazo.
— Habré de cruzar la corriente en algún punto, lo que implica hacerlo a caballo. —Miré las empapadas rocas— ¿No podemos sencillamente montar todos e ir a inspeccionar? ¿Crees realmente que habrá alguien vigilando? Ya debe de estar medio sordo.
— Intenta utilizar la visión nocturna de los magos de la Sombra, si es que funciona.
— Vale.
Avancé entonces hacia donde habíamos estado de pie un poco antes. La visión nocturna era la parte más elemental de mi magia y estaba tan enraizada en mi mente que emplearla me resultaba casi natural. De todos modos, nunca la usaba por la noche a menos que necesitase hacerlo, pues hacía que el mundo se volviese un lugar gris, como el paisaje de una pesadilla, desprovisto de colores o vida y habitado por fantasmas.
Sin embargo, me permitía ver las cosas con mucho más detalle. Eché la capucha un poco hacia atrás, y me concentré durante un segundo con los ojos cerrados. Sentí en ellos un ligero hormigueo y luego volví a abrirlos en un mundo desolado, muy diferente al anterior. Todo lo demás seguía siendo igual, el ruido de la lluvia, los truenos, el olor a madera y hojas mojadas y la humedad de mis ropas, pero había cambiado todo lo que veía. Ahora las montañas estaban mucho más definidas, de un tono gris oscuro con detalles negros. Entonces, de pronto, todo se llenó de un gris y un blanco dolorosamente luminosos, y cerré los ojos de forma instintiva, sintiendo como si se hubiesen quemado.
¿Cómo no se me había ocurrido antes? La visión nocturna funcionaba mejor cuanta menos luz había, pero era difícil encontrar algo más intenso o luminoso que un rayo. Cada relámpago me cegaría, ¿y durante cuánto tiempo? Me arriesgué a volver a abrir los ojos, temiendo el estallido de otro rayo, y examiné la ladera opuesta tan de prisa como pude sin detenerme, hasta que otro relámpago me impidió ver de nuevo. Eso era lo peor de todo: no podía predecir los rayos y cerrar los ojos a tiempo. ¿Cómo demonios encontraría el refugio en semejantes condiciones?
Cuando acabé, los ojos me ardían y, confiado en que nadie nos vigilaba, recuperé la visión normal rápidamente. Caminé de regreso junto a los demás, sin saber a ciencia cierta si no tenía afectada la vista.
— ¿Y bien? —dijo Mauriz, pero Palatina debía de verme pestañear.
— ¿Ha salido algo mal? —preguntó.
— Los relámpagos —respondí sacudiendo la cabeza como si eso pudiese ayudarme a aclarar la vista— Hacen que mi visión de la Sombra sea inútil la mitad del tiempo.
— Maravilloso ^— comentó Mauriz— , un ciego guiando a los ciegos.
— ¿Es una petición? Porque estoy dispuesto a hacerla realidad —dijo Tekraea con fastidio— Al menos para ti. —Caballeros, ya es suficiente— interrumpió Bamalco interponiéndose entre los dos— Tekraea, no estamos aquí para discutir. —Da la sensación de que él sí.
— ¡Basta! —los reprendió Palatina— ¡Los dos! Mauriz tiene razón en un sentido: ahora estamos obligados a actuar. Vuelva Alidrisi o no, si esperamos hasta que anochezca del todo no podremos encontrar la senda. Es decir que tenemos que regresar ya mismo, por lo tanto ¿qué hacemos si hay alguien custodiando el carruaje? —Nada de sangre— sugirió Tekraea en un raro momento de sensibilidad— Si hay alguien allí intentaremos tomarlo prisionero.
— ¡Qué cosa tan poco práctica!— criticó Mauriz.
— ¡Qué sensato! —respondió Bamalco, enojado— ; Podemos desarmarlos y atarlos; eso evitará que nos sigan o vayan en busca de ayuda. Si los matamos, será perjudicial. Ya habéis matado a demasiada gente en las montañas por hoy.
Le dio la espalda a Mauriz y se dirigió a desatar su montura. Los demás lo seguimos.
— Si cabalgamos siguiendo el río durante un trecho y luego cruzamos la corriente un poco más adelante, es menos probable que oigan el ruido de los caballos. Los demás deben de estar esperando en algún sitio doblando la curva. Continuar por el bosque hizo que la marcha fuese muy lenta al tener que esquivar raíces y ramas caídas. La mayor parte del tiempo guiábamos a los caballos más que montarlos, porque si alguno se caía era muy probable que otro también se lastimase, y no podíamos permitirnos herir a ninguno. La primera vez que giramos hacia el río dimos con una zanja muy profunda que nos obligó a seguir hacia adelante, pero la segunda vez tuvimos más suerte. Desenrollamos las mantas de hule que habíamos colocado sobre el lomo de los caballos para mantenerlos tan secos como fuera posible y montamos, algo bastante difícil en medio de un lodazal que nos llegaba hasta las rodillas.
Tras tanto tiempo en el bosque, el sonido perpetuo de la lluvia nos había puesto los nervios de punta y por un momento agradecimos abandonar la protección de los árboles para volver al aire libre. Esa sensación de alivio duró lo que tardamos en cruzar la corriente, con la lluvia golpeando continuamente sobre la capucha y la parte posterior de la capa.
Ya casi no se nos veía desde los dos desvíos, y fue cuestión de segundos cabalgar hasta el siguiente risco, que nos ocultaba de cualquier centinela. Por allí debían de estar los demás, pero ¿dónde? No había ningún sitio fuera del camino donde se pudiesen ocultar. Continuamos un poco más allá, y entonces me tranquilicé al ver a uno de los guardias de Telesta junto al límite del bosque intentando convencer a su caballo de bajar a la orilla para cruzar la corriente. Persea y los otros lo seguían de cerca. Nos unimos a ellos cuando regresaron al camino.
— ¿Qué ha sucedido? —preguntó ella tan pronto como la distancia nos permitió oírnos— Alidrisi ya pasó, pero todavía no ha tenido tiempo de llegar al refugio y volver.
— Tuvimos problemas —explicó Palatina cuando todos estábamos en la misma orilla. Por fortuna, Telesta no dijo nada mordaz como había hecho Mauriz, pero los demás parecieron preocupados después de que Palatina les contó por qué habíamos regresado.
— Eso no suena nada bien —comentó Persea, dubitativa— ¿Qué ocurriría si Cathan de pronto no puede ver lo que hace mientras escala uno de los muros del refugio?
— Ahora ya estamos aquí y es demasiado tarde para echarnos atrás. La tormenta nos ayudará cuando Ravenna esté con nosotros, entonces serán ellos los que estarán en desventaja.
— ¿Y los otros guardias? ¿Y Alidrisi? —preguntó Persea— ¿No será ahora mucho más difícil?
— Afrontaremos lo que sea cuando lleguemos allí —afirmó Palatina— En este momento creo que debemos resolver el tema del carruaje y sus posibles vigilantes.
Decidimos arriesgarnos por el camino antes que volver al bosque y cabalgar fuera de la piedra, sobre el barro, donde los cascos hacían menos ruido. Los caballos estaban cubiertos de lodo y el semental de Mauriz ya no se veía tan magnífico.
Recorrer los doscientos metros que separaban la curva de la segunda bifurcación nos pareció una eternidad. Supuse que si me hubiese divisado algún centinela, los guardias ya se habrían echado sobre nosotros. Los thetianos le quitaron la protección a las cuerdas de sus arcos. Palatina me había dicho que las cuerdas estaban hechas de un material impermeable, pero que de todos modos se cubrían por una cuestión de seguridad. Los arcos
tenían una curvatura singular y estaban especialmente diseñados. Es probable que fuesen muy caros y que estuviesen pensados para ser utilizados a lomos de un caballo o en otras posturas inusuales. —Muy bien— anunció Palatina cuando nos detuvimos ante la segunda bifurcación. Los thetianos colocaron flechas en los arcos— ¿Tenéis preparadas las varas de combate? Ahora subiremos la pendiente y si hay centinelas nos verán. Mauriz y su gente los contendrán mientras les exigimos que se rindan. Si alguno tiene un arco e intenta usarlo, disparadle al hombro. Estoy segura de que podréis hacerlo.
Todos asintieron. Saqué de la espalda la vara de combate, un palo de resistente madera con extremos metálicos. No causaba mucha impresión, pero en manos de un profesional se convertía en un arma letal. Por desgracia, no resultaba muy eficaz contra alguien armado con una espada, a menos que uno fuese un profesional, y ninguno de nosotros lo era. —¡Ahora!— ordenó Palatina en voz baja, y condujimos los caballos cuesta arriba. Si hubiese habido allí algún guardia, ya nos habría oído, pero no llegó ningún sonido desde lo alto de la colina hasta que alcanzamos la cima.
— ¡Dispersaos! ¡Arqueros, detrás!
Pero con sólo una mirada pude comprobar que esa estrategia no tenía sentido. El carruaje yacía abandonado, totalmente vacío con las cortinas de las ventanas corridas. No había caballos ni ningún signo de vida. Me arriesgué a utilizar la visión nocturna inmediatamente después de caer un rayo, y miré a toda prisa de izquierda a derecha, por detrás de los árboles. —Nada— confirmó el explorador— Deben de haberse ido. —De todos modos, tened cuidado. Descenderemos un poco. Mauriz, mantén los ojos abiertos.
Guiamos los caballos lentamente hacia el carruaje, mirando con cautela a todos lados por si nos hubiesen tendido una emboscada. Pero llegamos al coche sin ningún problema. —Y ahora ¿qué camino cogemos?— preguntó Palatina tras lanzar un suspiro de alivio. Después de eso, era tan sencillo como cabalgar un pequeño trecho en dirección a cada uno de los dos valles. Mauriz y yo encontramos huellas de cascos en el barro unos doscientos metros por encima del sendero de Matrodo, mientras que en el otro valle el rastro desaparecía transcurrida cierta distancia. —Debe de haber cambiado de camino y se ha ido por detrás de esa colina— señaló Mauriz— , y cabalgó por las rocas hasta acercarse. Por aquí han pasado muy pocos caballos, y algunos de ellos muy grandes.