—Por supuesto que lo saben —interrumpió Yunek—. Hasta yo me he dado cuenta de lo que pasa, y eso que no soy pintor de portales. Si no lo han hecho público es porque tienen miedo de lo que diga la gente.
—¿Y quién no? —murmuró Cali—. Sin pintura, la Academia no significa nada. Quizá en pocos años ya no podamos pintar ningún portal. Y entonces… no tendrá sentido enseñar a más personas el arte de los portales.
—Sin contar con el hecho de que, sin pintura, todos los maeses nos quedaremos sin trabajo —añadió Tabit, profundamente abatido—. Y todos estos años de estudios no habrán servido para nada.
Cali y Yunek se quedaron mirándolo, pero solo la joven comprendió lo que aquella noticia suponía para él, y que lo afectaría mucho más que a cualquier otro estudiante de la Academia.
—Oh, Tabit…
Pero él sacudió la mano con energía y frunció el ceño.
—No, no me compadezcas. Ahora hay otros asuntos más urgentes. Si la bodarita se está agotando y es tan evidente como dice Yunek, debe de haber más personas enteradas. Más de las que al Consejo le gustaría, quiero decir. Y por eso se están borrando portales. Dentro de muy poco, la pintura de bodarita será valiosísima. Quien la acumule ahora obtendrá grandes beneficios más adelante; cuando se agote del todo, podrá poner el precio que quiera, y la Academia no tendrá más remedio que pagarlo.
—También eso explicaría por qué el Consejo está tan interesado en la bodarita azul —apuntó Cali, un poco más animada—. Si funciona, la mina de Uskia seguirá siendo productiva.
—Eso sería una buena noticia, especialmente para la gente de allí —admitió Tabit—. Y, si lo único que hay que hacer para que funcionen los portales azules es incluir la duodécima coordenada… Pero no, no lo creo —añadió de pronto, desilusionado—. Si la bodarita azul fuera abundante, estaríamos recibiendo visitantes del futuro constantemente, ¿no te parece?
—Mirad, no sé de qué estáis hablando —intervino Yunek—, pero hay que hacer algo con los ladrones de portales. Os recuerdo que Rodak está en peligro y, por si fuera poco, los alguaciles de Serena creen que él podría ser el asesino.
—Tienes razón —admitió Tabit—, deberíamos centrarnos en el tiempo presente, en lugar de construir castillos en el aire. Por eso —añadió—, os agradecería que no fuerais comentando esto por ahí. Será mejor que, por el momento, nuestras sospechas queden entre nosotros.
—¿Tampoco se lo vas a decir a tus amigos? —preguntó Caliandra.
Tabit negó con la cabeza.
—Especialmente a ellos. A Zaut, ya sabes por qué, y en cuanto a Unven y Relia… —dudó un momento antes de añadir—, la verdad, espero que hayan intimado en Rodia y estén lo bastante ocupados como para olvidarse de todo este asunto.
Cali dejó escapar una carcajada.
—¡No me digas que por eso los has enviado a investigar allí!
—Se ofrecieron ellos solos —le recordó Tabit—. Pero estoy hablando en serio: aún no tenemos la certeza de que la bodarita se esté agotando, así que no vale la pena preocupar a los otros estudiantes por esto. ¿De acuerdo?
Ellos no parecían del todo convencidos, pero asintieron.
—¿Qué vas a hacer tú, Yunek? —preguntó entonces Cali, tras un instante de vacilación.
El joven también titubeó antes de responder:
—Supongo que, como está claro que no van a pintar mi portal… debería volver a mi casa, en Uskia. Sin embargo —añadió—, creo que me quedaré unos días con Rodak, para ver si puedo ayudarlo a descubrir quién está detrás del robo del portal.
Ella no pudo reprimir una sonrisa, pero Yunek no la vio, porque tenía la cabeza gacha, como si no fuese capaz de sostenerle la mirada.
«Marino que zarpa sin decir adiós
o es necio o no conoce el amor.»
Proverbio belesiano
Tash soportó con estoicismo el escrutinio del capataz de la explotación, tratando de adoptar el gesto resuelto y confiado de quien no tiene ninguna duda de su valía. Sin embargo, el capataz dijo exactamente lo que ella temía:
—Eres un poco canijo para trabajar en una mina, ¿no?
Tash se encogió de hombros, aparentando indiferencia.
—Dadme una oportunidad y demostraré lo que puedo hacer.
El capataz entornó los ojos. Era un hombre robusto, más alto y ancho que Tembuk, el encargado de las minas de Uskia; lucía una barba negra enmarañada, y su vozarrón resultaba bastante imponente. Pero Tash no estaba dispuesta a permitir que él se diera cuenta de lo intimidada que se sentía.
Había tardado varios días en realizar el trayecto desde Maradia a las minas de Ymenia. El portal que había atravesado en Maradia la había llevado de forma instantánea hasta la ciudad de Rodia, en el norte de Darusia, justo en el extremo opuesto al lugar del que procedía. Una vez allí, había tardado apenas unas horas en dar con una caravana que pasaba cerca del pueblo que Tabit le había indicado. El viaje le había resultado largo y lento en comparación con la vertiginosa inmediatez que proporcionaban los portales. Pero en aquel lugar, y tal y como Tabit le había dicho, el Gremio de Ganaderos poseía un portal que conducía a la ciudad de Ymenia. Utilizarlo le había costado el resto del dinero que le quedaba de la venta de sus piedras azules, así que había llegado hasta las minas sin una sola moneda. Si no le daban trabajo, ya no sabría qué hacer, y tampoco tendría posibilidad de volver atrás.
—¿Dices que tienes experiencia? —quiso saber el capataz.
—Vengo de las minas de Uskia. He trabajado allí toda mi vida.
—¿Y en Uskia permiten que los niños bajen a los túneles?
—No soy un niño —replicó Tash, ofendida—. Tengo casi dieciséis años. Es solo que aún no he dado el estirón.
Había recitado aquellas palabras muchas veces en los últimos tiempos, pero en aquel momento, por primera vez, dudó. Días atrás le había contado a Cali cómo se las había arreglado para trabajar en la mina como si fuera un muchacho más. Había relatado su experiencia con orgullo, y por eso la reacción de la joven la dejó descolocada.
—Pero ¿hasta cuándo piensas seguir así? —le había preguntado ella, horrorizada—. Cuando tengas veinte años, ¿todavía intentarás hacer creer a la gente que «aún no has dado el estirón»?
Tash le había replicado de malos modos, diciéndole que aquello no era asunto suyo. Pero lo cierto era que, en el fondo, nunca se lo había planteado. Durante todo aquel tiempo se había limitado a vivir al día, alargando el engaño un poco más, un poco más… Quizá por eso había conseguido engañarse también a sí misma, como hacía su padre, creyendo de verdad que podría mantener aquella situación indefinidamente.
—Hum —gruñó el capataz, no muy convencido—. No sé. No te habrán echado de allí por causar problemas, ¿verdad?
—No, señor —le aseguró ella—. Me he marchado yo porque no había trabajo.
El hombretón la miró con suspicacia.
—¿Ah, no?
—La mina está casi agotada —explicó—. No hay futuro allí para los mineros jóvenes como yo. Por eso he venido desde tan lejos, en busca de una oportunidad para seguir haciendo lo que mejor se me da.
—Bueno, muchacho, lo cierto es que tampoco andamos sobrados de trabajo por aquí, ¿sabes?
A Tash se le cayó el alma a los pies.
—¿También se ha agotado ya el mineral en Ymenia? —se atrevió a preguntar; pero el capataz la hizo enmudecer con una mirada feroz.
—Por supuesto que no. Solo estamos pasando por una mala racha, pero en cualquier momento daremos con una nueva veta. Es solo cuestión de tiempo.
—Ya —murmuró Tash, abatida. Había oído aquel mismo argumento demasiadas veces como para tomárselo en serio.
El capataz la observó un momento, con el ceño fruncido, y entonces le palmeó el hombro con brusquedad, cortándole la respiración.
—¿Sabes qué? —le dijo—. Puedes quedarte. —Tash reprimió un suspiro de alivio—. Te buscaré alojamiento en la aldea. Mientras tanto, estoy seguro de que habrá algún rincón libre para ti en la cabaña del guardián.
Tash cabeceó, conforme.
—Pero trabajarás en superficie —añadió el capataz—. En labores de desescombro.
—¿Qué? —protestó Tash—. ¿Con los
niños
? ¡Pero yo soy un trabajador de túneles!
—Eso es lo que tú dices, chico. No has traído referencias, ¿verdad?
Tash no contestó.
—Lo que me imaginaba —asintió el capataz—. Muchacho, si quieres quedarte aquí, trabajarás donde, cuando y como yo diga. Y, de momento, te quedarás en la escombrera, tal y como te he dicho. Con el tiempo irás bajando a los túneles para hacer recados, como todos, y cuando des el estirón, como tú dices, ya hablaremos de ponerte un pico en las manos. ¿Queda claro?
Tash se tragó su rabia y su frustración.
—Sí, señor —murmuró—. Pero… si no se me da la oportunidad de sacar mineral, ¿cómo voy a ganar dinero?
El capataz respondió con una risotada.
—Vaya, veo que de verdad sabes cómo funcionan las cosas aquí. De momento tendrás que conformarte con casa y comida, chico. Y más adelante… ya veremos. A no ser, claro… que tengas otros planes.
Tash pensó en el tiempo que había permanecido en la Academia, en la habitación de Caliandra, durmiendo en una cama blanda y comiendo con los demás estudiantes. Sabía que aquella noche dormiría en un rincón de la cabaña del guardián, probablemente en el suelo, sobre alguna manta vieja. Casi con toda seguridad, la cena del guardián sería mejor que la de cualquier familia de mineros, sobre todo si la situación de aquella explotación resultaba ser solo la mitad de penosa que la que se vivía en su aldea natal, pero era consciente de que no se quedaría en aquella cabaña mucho tiempo. De pronto, la idea de volver a la rutina de la mina no le pareció tan atractiva. La perspectiva de trabajar en la escombrera tampoco la seducía. No era una labor tan dura como la de los túneles, y vería la luz del sol, pero tampoco ganaría dinero y, además, su orgullo se rebelaba contra la idea de tener que hacer el trabajo que habitualmente se reservaba a los más pequeños.
Sin embargo, la vida en la Academia tampoco era para ella. Y, aunque no pudiera hacerse pasar por un hombre para siempre… los
granates
no le habrían permitido quedarse con ellos de forma indefinida.
Tash respiró hondo.
—No —respondió, en voz baja—. No tengo otros planes.
«Ni los tendré nunca», pensó de pronto.
Por alguna razón, aquella idea le pesaba en el corazón como un capazo de rocas cargado a la espalda.
Caliandra se recogió el pelo en una trenza apresurada y revolvió los estantes en busca de su cuaderno de notas.
—Vamos, vamos… —murmuró—. Sé que tienes que estar por aquí.
Entonces sonó la campana del edificio principal. Cali gimió para sus adentros. Se trataba del primer aviso. El tercero señalaba inexcusablemente el comienzo de las clases de la mañana.
«No puedo retrasarme otra vez», se recordó.
Maese Eldrad, el profesor de Lenguaje Simbólico, le había dejado muy claro que, si volvía a entrar por la puerta después de la tercera campanada, no hacía falta que se molestase en regresar a su clase.
Cali resopló para apartarse un mechón de pelo negro de la frente. En el cuaderno perdido estaba el ejercicio de traducción que debía entregar aquella mañana. Se preguntó si valía la pena llegar a clase puntual, aunque sin la tarea hecha, o arriesgarse a presentarse con ella, pero tarde.
Lo cierto era que a Caliandra se le daba bastante bien aquella materia. Tenía un instinto especial para entender lo que decían los símbolos en conjunto, sin necesidad de tener que buscarlos uno por uno en los registros que los estudiantes consultaban mientras, año tras año, iban aprendiendo de memoria aquellas largas retahílas de caracteres catalogados en cinco niveles de dificultad.
Eso era precisamente lo que a ella le resultaba más complicado: memorizar. Tampoco tenía paciencia para buscar en los registros los símbolos que no conocía; debido a ello, siempre se le escapaban algunos detalles y, aunque sus traducciones solían ser buenas en general, no eran perfectas. Desde luego, no como las de Tabit, que, como solía hacer con todo, se aplicaba a ellas con una diligencia y un esmero exasperantes.
Caliandra suspiró mientras revolvía en su arcón. Había aprendido las bases de los dos lenguajes secretos con relativa facilidad, tenía buena mano para el pincel y sus diseños eran bellos, elegantes y, al mismo tiempo, originales y atrevidos. No se las arreglaba demasiado bien con el medidor de coordenadas, pero sí era muy buena interpretándolas, mejor que Tabit, incluso, que necesitaba estudiar los resultados uno por uno para deducir cómo era una determinada localización, mientras que ella podía imaginarlo al primer vistazo.