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Authors: Laura Gallego

Tags: #Aventuras, #Fantástico

El libro de los portales (15 page)

BOOK: El libro de los portales
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Trató de convencerse de ello mientras reemprendía la marcha. Sin embargo, y aunque tenía cierta experiencia en la vida errante, hacía muchos años que había cambiado los caminos por la seguridad de un techo estable sobre su cabeza.

Siguió caminando un buen rato, envuelto en su capa, tratando de protegerse del frío viento que sacudía la llanura. El cielo se estaba encapotando por momentos, y cada vez se hacía más difícil ver el camino en la oscuridad. Cuando, por fin, las nubes descargaron sobre él una lluvia torrencial, admitió que no podía seguir avanzando y que no le quedaba más remedio que buscar un refugio.

Lo encontró en las ruinas de una vieja choza para el ganado que se alzaba junto al camino. El techo estaba casi completamente derruido, pero lo resguardaría un poco. «Aunque, de todas formas, ya estoy completamente calado», se dijo, sintiéndose muy desdichado. Se acurrucó en un rincón para evitar el agua en la medida de lo posible y volvió a pensar en Yunek y su familia. Repasó mentalmente la conversación, preguntándose si había planteado mal la devolución de la fianza, pero eso solo sirvió para ponerlo de peor humor. No era culpa suya que su proyecto se hubiese cancelado y, además, había tratado de exponer la situación con tacto y suavidad. Evidentemente, no era plato de buen gusto para nadie, pero tampoco había razón para que Yunek se comportara de aquella manera, echándolo a gritos de su casa. Resopló para sus adentros y, por primera vez, casi estuvo de acuerdo con el rector: estaba claro que aquel rudo granjero no merecía uno de sus extraordinarios portales.

Cuando estaba buscando la postura menos incómoda para tratar de echar una cabezada, distinguió de pronto una luz en el camino.

El corazón empezó a latirle más deprisa; se puso en pie de un salto, cubriéndose la cabeza con el morral mientras trataba de ver algo a través de la cortina de lluvia. Quizá fuera Yunek, que había cambiado de idea y había salido a buscarlo. Animado por aquella perspectiva, salió de su refugio. Pero se detuvo, de pronto, cuando se le ocurrió que tal vez fueran bandidos o salteadores. ¿Quién, si no, andaría al raso a aquellas horas y con aquel tiempo?

La luz se acercaba poco a poco. Por encima del rumor sordo de la lluvia, Tabit percibió el sonido acompasado de los cascos de un caballo y el crujido de las ruedas de un carro. Y decidió arriesgarse.

Salió al camino y saludó al recién llegado agitando ambos brazos en el aire. Se mantuvo quieto cuando lo bañó la luz del farol, y momentos después oyó una voz conocida:

—¡Por todos los dioses! ¿Qué hacéis vos aquí, maese?

Una oleada de alivio inundó a Tabit cuando el viejo Perim tiró de las riendas y detuvo el carro junto a él.

—Me ha sorprendido la noche a medio camino —le respondió, sonriendo—. No estoy acostumbrado a moverme por lugares que no tienen portales, como bien podéis imaginar.

—Subid, subid al carro, no os quedéis ahí parado —lo animó Perim—. Será un honor para mí llevaros hasta donde mandéis, maese.

Tabit no necesitó que se lo dijera dos veces. Trepó al vehículo y se acomodó junto al anciano.

—¿Y vos, abuelo? —le preguntó cuando el carro enfiló de nuevo el camino embarrado—. ¿No deberíais estar en casa hace ya rato?

Perim hizo un gesto desdeñoso.

—¡Llevo triscando por estos parajes desde que era un mozo! No me asusta la lluvia, ni tampoco la nieve o el granizo —se jactó—. Y los dioses han querido que esta noche tuviera que llevar una carga a la viuda Bekia. Si no, nadie os habría recogido aquí. Por este camino pasa muy poca gente.

—Sí, he tenido suerte —coincidió Tabit. Sabía que las gentes humildes, sobre todo aquellos que vivían en ambientes rurales, y especialmente los de mayor edad, aún creían en los antiguos dioses que, según las leyendas, habitaban todos los lugares especiales, desde prístinos manantiales hasta cuevas misteriosas o cruces de caminos. La formación racionalista de Tabit rechazaba la idea de que todo sucediese por voluntad o capricho de entes superiores; pero no tenía sentido discutir sobre ello con su salvador, por lo que cambió de tema—. Me habéis hecho un gran favor, y no quisiera causaros más molestias. Os acompañaré hasta la próxima aldea habitada y buscaré alojamiento allí…

Tal y como Tabit temía, Perim no le dejó terminar:

—¿Qué decís? ¡No, ni hablar! Os ofrecería mi casa, pero es demasiado pobre para alguien como vos. No; os llevaré hasta vuestro destino, y no hay más que discutir.

Tabit argumentó que el palacete del terrateniente Darmod estaba muy lejos, pero Perim no quiso ni escucharlo. El joven cerró los ojos y exhaló un profundo suspiro. Si el anciano lo llevaba hasta la casa de Darmod, él podría regresar a la Academia, de portal en portal, y dormir en su propia cama aquella noche. Era más de lo que se había atrevido a soñar apenas unos minutos antes.

Parecía que, por fin, las cosas empezaban a marchar bien.

El terrateniente Darmod se disponía a cenar cuando llamaron a la puerta con insistencia, por encima del sordo rumor de la lluvia.

—Ya vaaa, ya vaaa… —refunfuñó el mayordomo—. ¿Quién puede ser a estas horas?

Darmod lo vio desplazarse hacia el vestíbulo arrastrando los pies. Se preguntó si su inoportuno visitante tendría paciencia para esperarlo o, por el contrario, se marcharía antes de que el sirviente llegara a abrirle la puerta.

—Beron —llamó.

El mayordomo se detuvo.

—¿Sí, excelencia?

—Si es el maese que se ha presentado aquí esta mañana, dale un paño para que se seque y prepárale un sitio en mi mesa. Ah, y dile a Samia que le sirva algo de cenar. Trátalo con cortesía, ¿de acuerdo?

—Por supuesto, excelencia —replicó Beron, ligeramente ofendido.

Darmod exhaló un profundo suspiro. Después de la última visita del estudiante, había estado preguntándose acerca de los motivos que podía tener la Academia para enviar a un pintor a aquellas tierras perdidas en el borde del mapa. Eran ya tres las ocasiones en las que aquel joven había utilizado su portal, y sabía que habría una cuarta, por lo menos, dado que debía regresar a Maradia. Demasiada actividad en muy poco tiempo. Darmod sospechaba que los maeses planeaban pintar un portal en los alrededores, y eso lo tenía muy intrigado. ¿Quién podría costearse algo así? En sus tierras solo había dos o tres aldeas diminutas y alguna que otra cabaña de pastores. Más allá, hacia el norte, había un par de pueblos más grandes, pero todavía demasiado humildes como para que ninguno de ellos se hubiese planteado siquiera la posibilidad de hacerse pintar un portal.

Llevaba cavilando sobre ello todo el día, y había decidido que sonsacaría al maese la próxima vez que pusiera los pies en su casa. Sonrió para sus adentros mientras soplaba la sopa para enfriarla. Quizá no había llegado en tan mal momento, porque podría invitarlo a cenar y hablar del asunto mientras tanto. El muchacho le había parecido un tanto reservado, pero también era educado; estaba seguro de que respondería a sus preguntas si se las formulaba de la manera adecuada.

Sin embargo, cuando el mayordomo regresó, con su habitual paso cansino, lo hizo solo y refunfuñando por lo bajo.

—¿No había nadie en la puerta, Beron? —inquirió el terrateniente.

—Sí, excelencia, teníamos un visitante; un pilluelo harapiento que venía mojado como un pollo, buscando un sitio donde guarecerse de la tormenta.

—Oh. —Darmod se removió en la silla, tratando de disimular su contrariedad—. ¿Y de dónde ha salido ese pilluelo? ¿Y por qué ha venido a pedir refugio a mi casa? ¿Es que no tiene una choza en la aldea donde caerse muerto?

—No es de por aquí, excelencia. Me da la impresión de que se ha perdido. Dice que viene de las minas.

—¿De las minas? —repitió Darmod—. ¿Las de las montañas del sur? Eso queda bastante lejos, Beron.

—Ciertamente, señor. Y, por su aspecto, diría que el muchacho ha recorrido todo el trayecto a pie. De todas formas, lo echaré en cuanto amaine la lluvia. Si lo hubiese dejado fuera con este tiempo, la vieja Samia no me lo habría perdonado. Pero, como es natural, no le he permitido entrar por la puerta principal; estaba calado hasta los huesos, así que lo he enviado a la cocina por la entrada de servicio. Samia se ocupará de él.

Darmod asintió con un gruñido.

—Bien —dijo—, pero que eso no la distraiga de sus obligaciones. ¿Qué tenemos como plato principal?

—Me ha parecido oler a pata de cabrito asada, excelencia. Iré a comprobarlo.

El terrateniente asintió de nuevo y sorbió lentamente su sopa. Algo en su interior se sentía decepcionado porque cenaría sin compañía una noche más.

La tormenta había sorprendido a Tash cuando atravesaba unas tierras de labranza semiabandonadas. Había pasado varios días vagando por un interminable páramo brumoso, sobreviviendo gracias a la escasa comida que compartían con ella los pastores. El estómago le rugía de hambre y le dolían los pies de tanto caminar.

Por fin, había topado con la casa más grande que había visto en su vida. El hombre que le abrió la puerta después de una espera interminable era viejo y severo, pero le había permitido refugiarse en el ala de servicio, donde, por fortuna, la cocinera la había acogido con amabilidad y le había ofrecido un asiento junto a la chimenea.

Y allí estaba ahora, con una manta seca sobre los hombros y un cuenco de sopa entre las manos, echando vistazos fugaces a la pierna de cabrito que chisporroteaba sobre el fuego. El olor que despedía le hacía la boca agua, pero no se hacía ilusiones al respecto. De todas formas, la sopa estaba buena, y Samia, la cocinera, le había dado, además, un pedazo de pan y un poco de queso. En realidad, con eso tenía más que suficiente.

—Parece que no va a dejar de llover —estaba diciendo la criada—. Tal vez al amo no le importe que duermas aquí, en la cocina. Normalmente te enviaría al establo; allí hay espacio de sobra, pero hoy estará muy húmedo y frío. Y deberías cambiarte de ropa —añadió—. Si no te quitas esos harapos empapados, acabarás por enfermar.

Tash alzó la cabeza y la miró con precaución, entornando los ojos.

—Estoy bien así —se limitó a responder.

—No lo creo —discutió la cocinera—. Te buscaré algo de ropa seca que puedas ponerte. Si no, no entrarás en calor ni aunque te tomes toda la sopa que queda en el puchero.

Tash iba a contestar cuando entró el mayordomo.

—Ya sabía que cobijarías al chico, mujer —gruñó, mirando a la muchacha de reojo—. No puedes evitar recoger a todos los cachorrillos perdidos. Pero el amo pregunta por su cena.

—Estará lista en un momento —respondió la cocinera, sacando la pata de cabrito del espetón y sirviéndola en una fuente de barro.

Entonces llamaron de nuevo a la puerta, y Beron y Samia cruzaron una mirada.

—¿Es un amigo tuyo, chico? —inquirió el mayordomo.

—Yo no tengo amigos —replicó Tash.

—Tanto mejor. Voy a ver quién es. Tú, Samia, sirve la comida en mi lugar.

—Puedes apostar que lo haré —rezongó la mujer—. Si tengo que esperar a que regreses, la carne estará fría para cuando el amo le hinque el diente.

Los dos se marcharon, y Tash se quedó sola. Dejó el cuenco sobre la mesa y se arrimó más al fuego. Le pesaban tanto los párpados que comprendió que no sería capaz de aguardar a que la cocinera le trajera la muda de ropa que le había prometido. Se echó, pues, sobre el banco, envolviéndose en su manta, y apenas unos minutos después estaba ya profundamente dormida.

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