—Por mucho que intentes negártelo a ti mismo, Rodren, tu «chico» es en realidad una chica. No podemos seguir actuando como si no lo fuera, o como si no lo supiéramos. Por el momento, dejará de trabajar en la mina. Y ya decidiremos qué hacer con ella… y contigo.
El padre de Tash se dejó caer sobre una silla, anonadado. Parecía haber envejecido diez años de golpe.
Nadie dijo nada cuando Tembuk salió de la casa sin despedirse y cerró la puerta tras de sí. Tash sintió que su madre la abrazaba, y se dejó llevar por aquel contacto tan reconfortante. Pero su padre alzó la cabeza y la miró casi sin verla.
—¿Por qué tenías que ir a la mina por la noche, eh? —gruñó—. ¿Qué te he enseñado sobre recorrer los túneles en la oscuridad?
Tash no fue capaz de responder.
—¡Contesta! —gritó Rodren con violencia.
Tash se sobresaltó.
—Que n-no debe hacerse j-jamás —balbuceó—. P-porque…
—… Porque podrías caer por un agujero, tropezar con una roca suelta… o llevarte por delante uno de los puntales, como hiciste anoche cuando bajaste a buscar tu lámpara. —Hizo una pausa, y Tash advirtió que trataba de contener la ira—. ¿Por qué fuiste a buscar la lámpara a la galería nueva, Tash? Ayer no trabajaste allí.
Tash no dijo nada.
—¿Por qué? —repitió su padre, alzando la voz… y la mano. La joven se encogió sobre sí misma.
—Q-quería… —tragó saliva—. Quería trabajar en la galería. Ser útil. —Los ojos se le llenaron de lágrimas y se odió a sí misma por sentirse incapaz de retenerlas—. Quería que estuvieras orgulloso de mí —concluyó.
Rodren bajó la mano. La miró largamente, y Tash no supo dilucidar si seguía enfadado, defraudado o si solo se sentía cansado.
—Lo has estropeado todo —se limitó a decir. Sacudió la cabeza y salió de la casa dando un portazo.
Siona suspiró y abrazó a su hija con fuerza.
—No pasa nada —susurró—. No pasa nada, mi niña. Todo saldrá bien a partir de ahora.
—No soy tu «niña» —replicó ella, furiosa y angustiada a partes iguales ante la idea de que, en el futuro, sería una mujer ante los ojos de todos—. Y nada va a salir bien. No podré trabajar en la mina, y entonces nadie ayudará a padre ahí abajo, y nos moriremos de hambre.
—No —respondió su madre con firmeza—. Todo irá bien. Nadie va a morir de hambre, Tashia, porque ahora las cosas son como deben ser. Como deberían haber sido siempre.
—¡No! —Tash se desasió de ella con brusquedad—. No —repitió—. Yo… soy un chico. Debería haber nacido chico, ese es el problema.
Se levantó de la cama, cojeando. Descubrió entonces que tenía contusiones por todo el cuerpo, y que le habían vendado las lesiones más graves, en el tórax y en la pierna derecha. Se vistió y se puso los zapatos, aunque no tenía claro a dónde quería ir.
—No es culpa tuya —dijo entonces Siona con suavidad—. No hay nada malo en ti.
Pero Tash había pasado demasiado tiempo simulando que era un chico, imaginándose como tal. La simple idea de que ahora, de la noche a la mañana, debía mostrarse como mujer, asumir que la gente la miraría de otra manera… fue más de lo que podía soportar.
—No —repitió—. Todo está mal, madre, ¿no lo ves? Todo.
Salió de casa, renqueando. Esperaba encontrar a su padre fuera. Tal vez podría hablar con él, pedirle disculpas… Pero Rodren no estaba allí. Tash pensó que quizá habría ido a ver al capataz para tratar de hacerlo entrar en razón, y una parte de ella se sintió aliviada.
Sin embargo, no volvió a entrar en casa. Oía los sollozos de su madre desde el interior, y no quería enfrentarse a ella de nuevo. Lo que más deseaba en aquel momento, en realidad, era regresar a la mina. Allí, pensó, tenía un sitio. Sabía qué debía hacer en cada momento, se sentía minera porque era lo único que había aprendido a hacer. Pero ahora, ¿cuál era su lugar en el mundo?
«Me marcharé», pensó de pronto. «Lejos, muy lejos. Donde nadie sepa todavía que soy una chica. Quizá pueda encontrar trabajo en otra mina. Tal vez…»
Oyó entonces las voces de dos hombres discutiendo. Uno era su padre. El otro era Nod, el minero que la había rescatado del túnel. Los dos se habían detenido en la esquina y, aunque Rodren trataba de hablar en susurros, Nod, por lo visto, no consideraba necesario moderar el tono de voz.
—¿Y cómo pretendes que mienta acerca de esto? —decía—. Es una mujer, Raf y yo lo vimos claramente. Pronto lo sabrá todo el mundo. ¿Qué les voy a decir a los chicos? Ya no la tratarán igual. Causará distracciones y accidentes en la mina, Rodren, lo sabes.
—Es un buen minero…
—¡Deja de hablar de ella como si fuera un hombre! Dioses, Rodren, ¿en qué estabas pensando? ¡Una mujer minera! ¿Dónde se ha visto eso?
—¿Crees que no lo sé? —replicó el padre de Tash con amargura—. Pero ¿acaso es culpa mía que mi mujer tuviera la desgracia de parir una niña?
«Se acabó», pensó Tash de pronto. «Me voy.»
Se sintió extrañamente aliviada cuando tomó aquella decisión, como si se hubiese quitado un asfixiante peso de encima. Pero no se detuvo a analizar aquellos sentimientos. Se alejó de la casa, cojeando, con la intención de salir de allí antes de que nadie la echara de menos. Así, abandonó la aldea, amparada en la oscuridad de la noche, y llegó al camino cuando las luces del alba empezaban a clarear en el horizonte. La pierna le dolía mucho, pero se limitó a apretar los dientes y seguir adelante, sin mirar atrás ni una sola vez y sin despedirse de nadie.
Palpó el saquillo que pendía de su cinturón, donde guardaba las piedras que había arrancado de las entrañas de la tierra en plena oscuridad. Las sacó para examinarlas a la luz del día y respiró, satisfecha, al comprobar que no se había equivocado. Era aquella variedad de mineral azul.
No sabía qué iba a hacer en un futuro próximo, pero sí tenía clara una cosa: a los
granates
les interesaban aquellas piedras. Podría vendérselas y, con el dinero que obtuviera a cambio, quizá llegaría hasta las minas que, según tenía entendido, poseía la Academia en el norte del país. Allí comenzaría de nuevo. Como hombre. Como mujer. Daba igual, con tal de que le permitieran ser ella misma.
«Los diseños básicos que puede adoptar un portal son siete, a saber: Poligonal, Circular, Floral, Estelar, Rueda de Carro, Espiral y Compuesto.
Naturalmente, a lo largo de la historia de nuestra Academia ha habido maeses que se han atrevido a diseñar portales partiendo de modelos nuevos, más complejos y a menudo estrafalarios.
Pero la práctica y el sentido común nos han llevado a definir una tipología sencilla que facilite la labor de diseño, trazado y posterior catalogación de los portales realizados, sin que ello sea óbice para que los maeses puedan elaborar portales de gran belleza artística.»
Un estudio sobre los siete modelos básicos
,
maesa Kalena de Rodia
—Tabit… Tabit, despierta.
El joven pestañeó, desorientado. Lo primero que pensó fue que le dolía el cuello. Lo segundo, que algo se le clavaba en la mejilla.
—Oye, ¿te has pasado toda la noche estudiando? —dijo la voz.
Tabit emergió lentamente de entre las brumas del sueño al reconocer a Unven.
—¿Toda la noche? —repitió estúpidamente. Parpadeó otra vez y echó un vistazo a su alrededor. Estaba en la sala de estudio que Unven y él compartían con otros dos compañeros. Sus libros y apuntes ocupaban toda la mesa. Él se había quedado dormido encima de la hoja en la que estaba preparando el diseño para el portal de Yunek. Había apoyado la cara sobre la plumilla; cuando se frotó la mejilla, gimió al descubrir que se había manchado los dedos de negro.
—Sí, estás muy guapo —se rió Unven—. Pareces uno de los salvajes de Scarvia.
—No tiene gracia —farfulló Tabit, buscando un pañuelo—. ¿Qué hora es?
—Lo bastante tarde como para que te hayas perdido la primera clase. Maese Eldrad ha preguntado por ti. Quería saber si estabas enfermo.
Tabit gimió de nuevo. Paseó la mirada por la mesa y dejó escapar una maldición entre dientes al descubrir el estado en que se encontraba. Se levantó precipitadamente y empezó a recoger sus cosas.
—Oye, si te pierdes una clase alguna vez tampoco pasa nada, ¿eh? —comentó Unven.
Tabit se frotó un ojo.
—Todas las clases son importantes, sobre todo para nosotros, que estamos en nuestro último año. ¿Has tomado apuntes? No, déjalo, no me lo digas. Se los pediré a Relia.
Unven dejó escapar un suspiro teatral y se llevó las manos al pecho.
—Ahora sí que has herido mis sentimientos.
Tabit sonrió y le dio un golpe amistoso en un hombro.
Momentos más tarde corría por los pasillos del edificio principal. Era la hora de su clase de Teoría de Portales, una asignatura que repasaba algunos de los postulados de los maeses más notables de la historia. En principio, Tabit no tenía nada en contra de eso. Había leído las obras de maesa Arila en clase de Lenguaje Simbólico, estudiado los atrevidos diseños de maese Veril en Arte de Portales, y, por supuesto, aprendido en Historia el relato de cómo maese Bodar descubrió las extrañas propiedades de las pinturas rituales scarvianas y puso, con ello, la primera piedra de la ciencia de los portales. Pero maese Denkar, el profesor de Teoría de Portales, les hacía estudiar cosas que no tenían utilidad aparente. Todas las reflexiones de los grandes maeses se exponían y debatían en clase, incluso si sus elucubraciones no los habían llevado a ninguna parte. Por ello, Tabit siempre había considerado que aquella asignatura era una pérdida de tiempo; de hecho, se trataba de una de las pocas que no le entusiasmaban.
Solo había disfrutado de verdad en las clases que maese Denkar había dedicado a explicar las revolucionarias teorías de maese Belban, el sabio a quien Tabit tanto admiraba. Sus razonamientos eran lógicos y estaban bien desarrollados; su visión del funcionamiento de los portales partía de las bases ya conocidas, pero iba un poco más allá. Justo cuando Tabit había creído que ya lo sabía todo, los ensayos del profesor Belban le habían mostrado que aún quedaba mucho por descubrir. Ya conocía su obra desde que, en primer año, había estudiado su manual en la asignatura de Nociones Básicas de la Ciencia de los Portales. Lo había disfrutado muchísimo; había quedado encantado con la forma que tenía maese Belban de explicar, de manera clara, directa y sencilla, hasta los conceptos más complejos.
«Hoy es el gran día», pensó de pronto mientras se detenía ante la puerta del aula. «Hoy seré, por fin, ayudante de maese Belban.»
A pesar de los rumores que circulaban entre los estudiantes, lo cierto era que aún no se sabía nada acerca de la elección del profesor. Y ya había pasado casi una semana desde el viaje de Tabit hasta la casa de Yunek. En todo aquel tiempo, el joven se había mostrado distraído, algo que no era habitual en él. Había seguido trabajando en sus proyectos, pero con menos entusiasmo que de costumbre. Le costaba atender en clase y daba un respingo cada vez que la puerta se abría. Sabía que, en cualquier momento, se anunciaría el nombre del nuevo ayudante de maese Belban, y Tabit tenía la sensación de que su vida quedaría en suspenso hasta que eso sucediera.
La noche anterior, sin embargo, había comprobado con cierta alarma que llevaba mucho retraso con el portal que debía dibujar para Yunek. Ya había solicitado que le reservaran un hueco en el Muro de los Portales de Maradia; cuando se lo concedieran, acudiría a hacer la medición de las coordenadas del espacio que le habían asignado. Era cierto que aún tardaría unos días en recibir respuesta por parte de Administración, pero, entretanto, podía ir desarrollando el diseño del portal, y por ese motivo se había quedado trabajando hasta tarde… y se había dormido.
Trató de quitarse todo aquello de la cabeza. En realidad, no podía saber cuándo iba a hacerse pública la decisión de maese Belban, y no deseaba dejarse confundir por una simple corazonada. No era propio de él.
Entró en el aula, una amplia sala circular con un estrado en alto y una serie de gradas de piedra en torno a él. El recinto donde se impartía la clase de Teoría de Portales era uno de los más antiguos de la Academia. Maese Denkar solía aprovechar la peculiar distribución del aula para formar equipos de debate que debían exponer sus puntos de vista ante el resto de los estudiantes, cosa que Tabit detestaba. Se ponía muy nervioso, tartamudeaba y no conseguía que sus palabras expresasen con claridad lo que veía en su mente de forma tan ordenada. Era muy capaz de explicar a una persona, a dos o incluso a tres, cualquier aspecto de la ciencia de los portales que dominara medianamente bien. Pero sentir sobre él docenas de pares de ojos mirándolo… era algo muy distinto. Por ese motivo, entre otros muchos, quería dedicarse a la investigación. Sabía que algunos de los mejores estudiantes de la Academia terminaban impartiendo clases allí cuando se convertían en maeses. Pero Tabit sentía que, sencillamente, no valía para eso.
Al deslizarse en el interior del aula comprobó, con horror, que aquel día tocaba clase de debate. Una de sus compañeras estaba de pie ante el atril, disertando, según le pareció entender, sobre los postulados de maesa Kalena acerca de las siete formas básicas del diseño de portales. Tabit tomó asiento discretamente y trató de prestar atención. Torció el gesto sin poder evitarlo al comprobar que la chica que estaba hablando era Caliandra.