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Authors: Laura Gallego

Tags: #Aventuras, #Fantástico

El libro de los portales (9 page)

Salió de la caseta un rato más tarde, arrastrando los pies. No se había molestado en vaciar la tina; estaba demasiado cansada. Entró de nuevo en la casa y descubrió que sus padres ya se habían acostado. Se deslizó hasta su jergón y volvió a desnudarse en la oscuridad. Cuando se sintió de nuevo a salvo bajo la protección de las sábanas, se preguntó, como hacía cada noche antes de dormirse, qué podía hacer ella para ser el hijo que Rodren quería. Durante mucho tiempo había creído que el plan de su padre funcionaría, y que bastaba con fingirse un chico para acabar siendo uno. Sin embargo, la infancia había quedado atrás; los niños de su edad cambiaban, y ella también lo había hecho, pero no de la manera en que debería. Llevaba ropas anchas para disimular sus nuevas formas, y se esforzaba mucho por trabajar sola, para que nadie estuviese lo bastante cerca de ella como para descubrir su secreto.

Pero para su padre aún no era suficiente. Al principio, a Rodren le había resultado más sencillo fingir que era un muchacho, y tratarla como a tal. Ahora le costaba mirarla, como si, con su sola presencia, la naturaleza le echara en cara que no podía seguir dando la espalda a la realidad: su pequeño Tash se había convertido en una mujer.

Las cosas se habían puesto mucho más difíciles para Tash. Su padre la evitaba, y su madre parecía haber recordado de pronto que ella había dado a luz a una niña, y no a un varón, hacía quince años. Había recuperado algo de la fuerza y el orgullo perdidos, y de vez en cuando deslizaba comentarios peligrosos en las conversaciones. Y «olvidaba» a menudo que debía llamarla Tash. Cuando hablaba con ella, se le escapaba la palabra «Tashia» con demasiada frecuencia.

Esto, naturalmente, provocaba disputas en la familia. El desarrollo de Tash había creado un ambiente enrarecido que cada vez se volvía más difícil de soportar.

«¿Qué más puedo hacer?», se preguntaba ella, angustiada. Se habría arrancado aquellos fastidiosos pechos si hubiese sabido cómo hacerlo. Sobre todo si, con ellos, hubiese podido librarse de las molestias que la atormentaban cada mes y que, según tenía entendido, los chicos de verdad no sufrían.

El descubrimiento de la veta azul la había convertido en el centro de atención de toda la comunidad, y eso no era bueno. Pero había hecho que su padre la tuviera en cuenta, y eso no era malo. Tash se había imaginado un futuro en el que los dos, codo con codo, explotarían la nueva veta, trabajarían juntos y estarían más unidos. Y extraerían pedazos de mineral azul que les permitirían vivir mejor.

Pero ahora se veía obligada a esperar mientras Rodren trabajaba en la ampliación de la galería con una cuadrilla de hombres de verdad. Y quizá, cuando terminaran las obras, decidiría que la nueva veta era demasiado importante, y echaría a Tash del grupo para incluir en él a un muchacho más formado, quizá Laster, o tal vez aquel engreído de Yarbun.

«No puedo permitirlo», decidió. «Si tengo que trabajar aún más horas, lo haré.»

Se levantó de un salto, excitada. Se le acababa de ocurrir una idea: si acudía a la mina por la noche, cuando todos estuvieran durmiendo, podría seguir picando en la veta y extrayendo fragmentos de mineral azul. Se los guardaría sin enseñárselos a nadie, hasta que acumulara una buena cantidad, y fingiría que los había sacado ella sola en una jornada cualquiera. Entonces ya nadie se atrevería a dudar que podía rendir igual que cualquier hombre. Y su padre le permitiría seguir trabajando con él en la galería.

Se aseguró de que sus padres seguían dormidos, se vistió con rapidez y salió de la casa.

Todo estaba en silencio. En aquella aldea, todos trabajaban muy duro de sol a sol y se acostaban temprano. No había tiempo para juergas nocturnas; nadie se lo podía permitir.

De modo que Tash recorrió las calles sin que nadie advirtiera su presencia. Solo un gato maulló cuando dobló una esquina, sobresaltándola, pero nada más.

Llegó a las proximidades de la mina, rodeó la escombrera y pasó junto al portal sin prestarle la menor atención. Estaba inactivo, como era de esperar. Su guardián, Raf
el Gandul
, se había ido a dormir hacía mucho rato. Desde su cabaña, construida justo al lado del muro en el que estaba pintado el portal, sonaban unos suaves ronquidos.

Había otro vigilante, sin embargo, que no dormía. Siempre dejaban a alguien, fuera de noche o de día, apostado en la bocamina para proteger la explotación de ladrones y merodeadores ocasionales. Tash lo reconoció a la luz del farol: era Nod, el padre de su amigo Laster. Maldijo para sus adentros; como no solía ir a la mina de noche, se había olvidado por completo del vigilante. Se dio cuenta de que no podría entrar sin que él lo advirtiera, por lo que salió de su escondite y se acercó a él.

—Buenas noches, Nod.

El minero se puso en pie de un salto, alerta, pero se relajó al verla.

—Ah, eres tú —murmuró—. ¿Qué haces aquí tan tarde, muchacho?

—Me he dejado la lámpara abajo —improvisó Tash—. He vuelto para cogerla antes de que mi padre se entere. No se lo dirás, ¿verdad?

El vigilante sonrió. Era bastante habitual que los chicos olvidaran alguna herramienta en los túneles, pese a que sus padres los castigaban duramente si lo hacían.

—Anda, coge la mía y baja a buscarla. Pero date prisa, ¿eh?

Tash asintió.

La excusa de la lámpara le permitiría trabajar en la galería un rato, pero el vigilante no tardaría en ir a buscarla si pasaba demasiado tiempo allá abajo. Por supuesto, tendría que pensar en alguna otra cosa para las noches siguientes, pero en aquel momento eso no le preocupó; ya le daría vueltas por la mañana.

Cuando se halló frente a la veta, Tash apagó la lámpara para no gastar demasiado aceite; por otro lado, para picar en la pared no necesitaba luz. Trabajó intensamente durante un buen rato, sintiendo al tacto cómo se desprendían poco a poco pequeños fragmentos que, esperaba, fueran de color azul. Pero pronto se olvidó hasta de si el mineral debía ser rojo o azul, y perdió la noción del tiempo. Solo recordó que la estaban aguardando fuera, y que se suponía que había bajado a recuperar su lámpara, cuando oyó que la llamaban en la oscuridad:

—¡Taaash! —La voz ronca del vigilante resonaba por los túneles—. ¡Taaash! Muchacho, ¿estás ahí?

Ella dio un respingo, sobresaltada.

—¡Sí! —respondió—. ¡Sí, aquí estoy!

Recogió sus cosas y salió corriendo por el túnel, agradeciendo que los hombres de su padre hubieran comenzado a ampliarlo. Sin embargo, aquellas obras de ensanchamiento fueron su perdición, porque tropezó de pronto con uno de los puntales, se llevó por delante otro más y todo se vino abajo.

Fueron momentos muy confusos. Tash cayó al suelo y rodó instintivamente para ponerse a salvo en cuanto oyó el estruendo. Se cubrió el rostro con las manos… momentos antes de que una avalancha de tierra y rocas cayera sobre ella y le aplastara el torso, cortándole la respiración durante un instante. Un intenso dolor laceró su pecho y una de sus piernas. Creyó oír la voz del vigilante y vislumbrar un débil resplandor al final del túnel… pero perdió el sentido inmediatamente después.

Oyó voces a su alrededor, al principio gritos, luego susurros, luego otra vez gritos, pero apenas entendió algunas palabras sueltas de lo que decían:

—¡… a estas horas…!

—¡… estaba todo oscuro…!

—¿Está roto…?

—… superficial, pero…

—… ¿qué demonios significa…?

—… no deberíamos mencionarlo…

—… tiene que saberlo…

—… es ridículo…

Sintió que la llevaban en volandas y luego la depositaban en un sitio blando, y por fin alguien dijo:

—Hay que avisar de esto.

Y Tash se sumió de nuevo en la oscuridad.

Despertó definitivamente en su casa, en su cama. Le dolía todo el cuerpo, pero el hecho de encontrarse en un lugar conocido, a salvo, la hizo sentir mucho mejor. Vio que su madre le sonreía, y le devolvió la sonrisa.

—No te preocupes —le susurró ella—. Parece que solo tienes algunas magulladuras, gracias a los dioses. Podrías haberte matado allá abajo —añadió, con un suspiro angustiado.

Tash descubrió entonces a su padre no lejos de su cama, hablando con el capataz en susurros irritados. Los miró, tratando de entender qué estaba sucediendo; pero Rodren le disparó tal mirada de odio y rabia que la muchacha se quedó quieta, blanca como la cera.

Finalmente, los dos hombres se acercaron a ella. Por costumbre, Tash se tapó con la manta hasta la barbilla de forma automática.

—¿Qué hacías de noche en la mina, Tash? —preguntó de pronto su padre, con voz peligrosamente suave.

—Yo quería… —empezó ella; se detuvo para ordenar sus pensamientos y recordó entonces lo que le había dicho al vigilante—. Quería recuperar mi lámpara —concluyó en un susurro—. La había dejado olvidada en el túnel.

—Juraría que ayer regresaste a casa con ella.

Tash no respondió. No se le ocurría qué otra cosa decir.

—Esa no es la cuestión, Rodren —dijo el capataz—. Y lo sabes.

El padre de Tash se encogió como si lo hubiesen golpeado con un mazo invisible.

—Nos han descubierto, mi pequeña Tashia —le dijo su madre al oído.

Tash se quedó paralizada de espanto, tratando de asimilar sus palabras. No quería creer que fuera verdad. Quizá no la había entendido bien. Quizá…

—Dicen que tu hijo es en realidad tu hija —prosiguió Tembuk; estaba hablando con Rodren, pero su mirada no se apartaba de Tash que, muda de terror, se sentía incapaz de hacer o decir nada coherente.

—¿Quién dice eso? —ladró Rodren, como si el mero hecho de insinuarlo fuera una afrenta imperdonable.

—Lo dice Nod, que sacó a tu chico… o chica… de debajo de los escombros. Y también Raf
el Gandul
. Los dos fueron a comprobar si tenía las costillas rotas y descubrieron algo muy curioso acerca de su… mmmm… anatomía.

Tash se ruborizó, sin poder evitarlo. Rodren no dijo nada.

—Tienes suerte —prosiguió Tembuk, aún con los ojos fijos en la muchacha—. El desprendimiento podría haberla aplastado.

—Y quizá hubiera sido lo mejor —masculló su padre.

—¡No puedes estar hablando en serio! —exclamó Siona, horrorizada.

—¡Tú no te metas en esto! —bramó Rodren—. ¡Todo habría sido diferente si me hubieras dado un hijo varón… o si no hubieras perdido la capacidad de concebir con el nacimiento de este… esta…! —Las palabras se atropellaban en su boca y no pudo terminar la frase.

El capataz contempló a Tash y a su madre con algo parecido a la compasión. Siona lloraba; su hija estaba demasiado anonadada como para reaccionar de ninguna manera.

Tembuk, sin embargo, colocó una mano sobre el hombro de Rodren, tratando de calmarlo.

—¿Por eso has fingido todo este tiempo que Tash…?

—… Tashia —corrigió Siona; su voz sonó firme, pese a estar ahogada por las lágrimas.

El capataz sacudió la cabeza, perplejo.

—No lo puedo creer —murmuró—. Quince años, Rodren. Durante todo este tiempo nos has hecho creer a todos que tu mujer había dado a luz a un varón.

—Era la única manera —gruñó él—. Siona no tendrá más hijos —escupió, lanzando una mirada envenenada a la madre de Tash.

Tembuk se sintió conmovido. Pese al odio que parecían destilar las palabras de su amigo, el capataz sabía que estaba profundamente enamorado de su mujer. Porque podría haberla repudiado tiempo atrás para tomar otra esposa que le diera un heredero varón, un chico que siguiera sus pasos en la mina, que perpetuara una tradición familiar tan antigua como ineludible. Pero Rodren había preferido fingir que las cosas eran de otro modo, que la suya era la familia que siempre había soñado, antes que abandonar a su mujer y su hija para empezar de nuevo. Sin embargo, con los años aquel secreto había ido corroyéndolos por dentro, dando paso a los reproches y el resentimiento.

Tembuk, no obstante, no estaba allí para mediar en conflictos familiares. Debía velar por el bienestar de la comunidad.

—Conoces las normas, Rodren —dijo—. Está prohibido que las mujeres trabajen en la mina. Es la costumbre.

—Tampoco está permitido que lo hagan los niños —replicó él—. Pero corren malos tiempos, y su ayuda no nos viene mal, ¿verdad? Mira a mi chico, Tembuk. Es un buen minero. Le he enseñado todo lo que sé. Se ha dejado la piel en la mina. Ha encontrado una veta nueva.

El capataz no podía negar aquello. Había visto crecer a Tash, había sido testigo de sus primeros pasos en la mina, la había visto trabajar tan duramente como cualquier otro muchacho. Pero las normas estaban por algo. Y debían cumplirse.

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