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Authors: Laura Gallego

Tags: #Aventuras, #Fantástico

El libro de los portales (12 page)

BOOK: El libro de los portales
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Tabit no contestó. Unven y Relia se marcharon, dejándolo solo con sus pensamientos.

Todos sus planes se habían venido abajo. Había contado con que maese Belban lo aceptaría como ayudante. Había llegado a creer que nunca tendría que abandonar la Academia, a la que consideraba no ya un segundo hogar, sino el único verdadero que había conocido.

Cerró los ojos y trató de poner en orden sus ideas. No valía la pena lamentarse, decidió. Quizá podía acudir a hablar con maese Belban para preguntarle qué había de malo en su proyecto, pero era demasiado orgulloso para eso. Así que lo mejor que podía hacer, decidió, era encajar el golpe con dignidad y seguir adelante. Pronto sería un maese, con todas las letras, y dibujaría portales de verdad. Si no podía dedicarse a la investigación… tampoco era algo tan grave. Pintaría portales para otras personas. Dedicaría su vida a la disciplina que tanto le apasionaba. Y con eso, en el fondo, le bastaría para ser feliz.

Recordó de pronto que tenía pendiente el portal prometido a Yunek, y se levantó de un salto, con energías renovadas. Recogió sus cosas y se fue a la sala de estudio. Decidió que se centraría en su proyecto final hasta terminarlo.

Llevaba ya un buen rato trabajando, y casi había terminado el boceto del portal —finalmente había escogido un diseño tipo «Rueda de Carro», con seis radios, que le pareció apropiado para el contexto en el que tenía que dibujarlo—, cuando alguien llamó a la puerta. Tabit, sobresaltado, alzó la mirada.

—¿Quién es? —preguntó, un poco molesto por la interrupción.

Una cabeza pelirroja asomó por el hueco de la puerta. Era Zaut.

—Ah, Tabit, por fin. Te he buscado en el aula de Lenguaje Simbólico, porque me han dicho que tenías clase allí, pero no estabas —comentó, un poco desconcertado.

—Bueno, pues ya me has encontrado. ¿Tú también has venido a compadecerte de mí? Porque, si es así, deberías saber que no pienso…

—¿Compadecerte? —repitió Zaut, perplejo—. ¿De qué estás hablando? Vengo a avisarte de que el rector quiere hablar contigo. Tienes que acudir a su despacho cuanto antes. —Le dirigió una mirada llena de mal disimulada curiosidad—. ¿Se puede saber qué has hecho?

Tabit no respondió inmediatamente, porque estaba tratando de asimilar sus palabras. Por un lado, se sentía aliviado porque Zaut no sabía aún nada de la decisión de maese Belban; por otro, el hecho de que el rector quisiera verlo hizo renacer en él la esperanza de que todo hubiese sido un estúpido malentendido.

—Te lo contaré más tarde —dijo, recogiendo sus papeles con cierta precipitación—. Ahora tengo prisa. ¡Hasta luego!

Salió de la sala de estudio y corrió por los pasillos en dirección al despacho del rector.

El recinto de la Academia era circular, como los portales que dibujaban los maeses, y constaba de tres edificios concéntricos. La circunferencia exterior albergaba las habitaciones de los alumnos, y era la parte más alta, hasta el punto de que actuaba casi como una muralla. La circunferencia media, separada de la exterior por el patio de portales y por tres amplios jardines, y unida a ella por cuatro corredores que enlazaban el recinto como los radios de una rueda, contenía la mayor parte de las aulas, los talleres, la biblioteca, el almacén de material y los estudios de algunos profesores. Y, por último, en el edificio que ocupaba el centro de la circunferencia, también con forma circular, y que era el corazón de la Academia, estaban la sala de reuniones, los dormitorios de los profesores y los despachos de la mayoría de ellos… y también el del rector.

Tabit tenía, pues, un largo camino por delante. Recorrió el pasillo que unía las dependencias de los alumnos con las aulas en las que se impartían las clases, y después salió al jardín que rodeaba el edificio del profesorado. Subió las escaleras que conducían hasta el despacho del rector y se detuvo a recuperar el aliento. Se sentó un momento en el banco adosado a la pared que había junto a la puerta. Cuando los latidos de su corazón recuperaron su ritmo habitual, aguzó el oído al captar el sonido apagado de unas voces procedentes del interior del despacho. Comprendió que el rector estaba atendiendo a otra persona, y decidió esperar a que terminara.

No tuvo que aguardar mucho. Apenas unos instantes después, una figura vestida de granate salió del despacho. Tabit reconoció, por el tipo de hábito que llevaba, que se trataba de un profesor, y alzó la cabeza con curiosidad. Se quedó helado al descubrir a maese Belban en persona.

—Buenos días —fue el escueto saludo del maese.

—Bu-buenos días —respondió Tabit cuando pudo recobrarse de la sorpresa.

El profesor no lo miró dos veces. Siguió caminando pasillo abajo. Llevaba un voluminoso libro bajo el brazo, y a Tabit le pareció que cojeaba un poco.

Y, pese a que había decidido previamente que no le pediría explicaciones, corrió tras él y lo llamó.

—¡Maese Belban!

El profesor se detuvo y se volvió hacia él. Tabit respiró hondo al enfrentarse a la mirada inquisitiva de los profundos ojos azules que asomaban bajo sus espesas cejas blancas.

Maese Belban era ya anciano, si bien se movía con una energía poco común a su edad, y llevaba el cabello blanco suelto, en lugar de recogérselo en una trenza, como era preceptivo entre los maeses. Con todo, había algo sobrecogedor en su mirada: aquella fuerza y determinación contrastaban con el poso de amargura que se adivinaba en ella.

—Maese, disculpad —comenzó el joven—. Yo… me preguntaba…

—¿Quién eres tú? —interrumpió el anciano con brusquedad.

Acostumbrado a que todos los profesores supieran exactamente quién era él —no en vano se trataba de uno de los mejores estudiantes de la Academia—, Tabit no pudo evitar sentirse herido en su orgullo.

—Yo… soy Tabit —farfulló—. Aspiro a ser vuestro ayudante.

—La selección ya terminó, joven.

—Lo sé, y presenté mi solicitud…

—¿Y qué? Ya tengo ayudante. Y es una chica, creo, así que supongo que no serás tú.

Tabit respiró hondo y trató de tranquilizarse.

—No, no soy yo. Pero presenté un proyecto… Si no es molestia, querría saber en qué me equivoqué.

—¿En qué te equivocaste? —repitió el maese, frunciendo el ceño.

—Qué es lo que hice mal —siguió explicándose Tabit—. Por qué no me elegisteis a mí.

El profesor lo miró con mayor detenimiento.

—Ya comprendo. Tabit, ¿eh? Sí, ahora recuerdo tu proyecto. Perfecto. Impecable. Sin un solo error.

El joven abrió la boca, desconcertado.

—¿Entonces…? —pudo decir.

Maese Belban sacudió la cabeza y desenrolló unos papeles que llevaba bajo el brazo.

—¿Ves esto?

Tabit miró. En aquella hoja estaba representado el diseño de un portal, que a simple vista le pareció extravagante y bastante mal dibujado. Reconoció en el margen, sin embargo, el nombre de Caliandra, y lo observó con mayor atención. Descubrió entonces que no era tan malo como había creído. El trazo era bastante pulcro. No podía asegurar, sin embargo, que los cálculos estuviesen bien realizados, en primer lugar porque la letra de Caliandra era algo abigarrada, casi ilegible, y en segundo lugar porque, para saber si eran correctos, habría tenido que hacer las mediciones él mismo.

Pero comprendió enseguida que lo que el maese quería mostrarle no eran los cálculos, sino el propio diseño del portal. Tabit había creído que estaba mal hecho porque las líneas le habían parecido torcidas… lo cual era cierto si se consideraba que tenía forma de rueda de carro, como el que él mismo estaba diseñando para Yunek. Pero, ahora que lo examinaba con atención, comprendía que el portal no representaba eso, sino un sol, y que lo que había tomado por radios de la rueda no eran otra cosa que los rayos del astro, perfectamente ondulados.

No pudo reprimir un suspiro exasperado.

—Se nota que es de Caliandra —murmuró—. Ella cree que no basta con los siete diseños básicos —concluyó con cierto desdén.

La penetrante mirada que le dirigió el maese lo hizo enmudecer.

—Por eso ella es ahora mi ayudante, y tú no —concluyó.

Tabit sacudió la cabeza.

—¿Porque dibuja portales no convencionales?

—Porque se atreve a mirar más allá.

Tabit quiso responder, pero no le salieron las palabras.

—Mira, muchacho, parece claro que eres un buen estudiante —prosiguió el maese—. Algún día serás uno de los mejores pintores de portales que haya visto Darusia en mucho tiempo. Probablemente merezcas un puesto como profesor de esta Academia. No te lo discuto.

»Pero resulta que estoy trabajando en algo que requiere otra cosa. No perfección técnica. Tampoco conocimientos enciclopédicos. Ni siquiera una gran habilidad para el cálculo de coordenadas. Todo eso ya lo aporto yo —añadió, sin mostrar un ápice de modestia—. Lo que necesito es algo más. Quiero que mi ayudante me aporte la frescura y la espontaneidad que yo he perdido tras décadas de estudio. Lo que espero de él… o de ella, en este caso —se corrigió, señalando el proyecto de Caliandra—, es… intuición.

—Intuición —repitió Tabit, perplejo.

—Así es —asintió maese Belban—. Que tengas un buen día, estudiante Tabit —se despidió.

Y lo dejó allí, de pie en medio del pasillo, desolado, preguntándose todavía por qué se encontraba en semejante situación, por qué había dejado escapar aquella oportunidad, por qué, por qué…, si tanto había trabajado…, Caliandra, su rival, le había arrebatado lo que más anhelaba. En qué había fallado. Qué más debería haber hecho.

«¿Intuición?», se dijo a sí mismo, dolido. «¿Y cómo se aprende eso? ¿Qué manual lo describe? ¿Qué profesor lo imparte en sus clases?»

Movió la cabeza, vencido. Alzó la mirada, pero maese Belban ya se había marchado. Sus ojos se posaron entonces en la puerta del despacho del rector, y recordó de golpe por qué estaba allí. Frunció el ceño, desconcertado. Si maese Belban no había cambiado de idea… ¿para qué lo había llamado maese Maltun?

Intrigado, llamó a la puerta con suavidad.

—Adelante —lo invitó el rector desde dentro.

Tabit entró.

—Buenos días, maese Maltun —saludó con educación.

—Ah, buenos días —dijo el rector; carraspeó y desvió la mirada. Parecía incómodo, y Tabit se preguntó por qué—. Pasa y siéntate. Eres el estudiante Tabit, ¿no es así?

El joven asintió y tomó asiento frente a él.

Maese Maltun era bastante joven, para haber llegado a rector. Tenía el cabello castaño, todavía sin sombras grises, y una frente que parecía aún más ancha de lo que era debido a sus ojos pequeños y a su costumbre de peinarse la trenza muy tirante. Su constitución, frágil y delicada, hacía dudar a los que no lo conocían de que un hombre como él fuera capaz de dirigir una institución como la Academia de los Portales. Sin embargo, a Tabit le parecía bastante competente. Era cierto que daba la sensación de ser una persona distraída y que, en ocasiones, titubeaba y se demoraba a la hora de tomar decisiones. Pero, con el tiempo, Tabit había descubierto que, en realidad, maese Maltun estaba muy al corriente de cuanto acontecía en la Academia y, además, era prudente y reflexivo; de ahí que se mostrara a veces vacilante o inseguro, aunque, en el fondo, no lo fuera en absoluto.

—Ya que estás aquí —dijo entonces el rector—, quería aprovechar para felicitarte por toda tu trayectoria en general. Brillante, a falta de otra palabra para definirla. Eres uno de los mejores estudiantes de esta Academia, si no el mejor. Llegarás lejos, hijo.

—Gracias, maese —respondió Tabit.

El rector lo miró casi con pena.

—También vi el proyecto que presentaste para ser el ayudante de maese Belban. —Carraspeó de nuevo—. Por si te sirve de algo mi opinión, yo pienso que era el mejor de todos, y con diferencia.

Tabit no respondió. Maese Maltun lo decía con buena intención, pero no hacía más que profundizar en la herida y, en aquel momento, era lo último que necesitaba. Salvo en el caso de que el rector pudiera conseguir que maese Belban cambiase de idea al respecto, cosa que dudaba mucho.

—Pero todos sabemos que, desde hace tiempo, maese Belban tiene una forma de ver las cosas… hummm… digamos, peculiar —prosiguió el rector—. Y, de todos modos, no te he hecho llamar para hablarte de esto.

—Decid, pues —murmuró Tabit.

Maese Maltun consultó sus papeles.

—He visto que… hummm… estás preparando tu proyecto final. ¿No es así?

Tabit asintió.

—Aquí consta que se trata de un portal entre Maradia y una granja situada en la región de Uskia, casi en la frontera con Rutvia.

—Así es, maese.

—Bien… espero que no tuvieras el proyecto demasiado avanzado.

Tabit se irguió en su asiento.

—¿Qué queréis decir, maese? No comprendo.

—Verás, estudiante Tabit, el Consejo no ha aprobado el portal.

—¿Que no lo ha aprobado? No lo entiendo. Si fue el Consejo el que me encargó…

—Sí, sí, lo sé, pero se trata de un lamentable error. Tenemos muchas peticiones que atender, y esta… esta… bueno, no es prioritaria. Pero no te preocupes por eso. No tardarás en tener otro proyecto entre las manos. A ser posible, uno que esté a la altura de tus altas capacidades. No vamos a permitir que el proyecto final de nuestro mejor estudiante languidezca en la pared de un establo maloliente.

De nuevo, las palabras del rector, que pretendían animar a Tabit, consiguieron justo lo contrario. El joven se aferró con fuerza a los brazos de la silla para controlar el impulso de levantarse de un salto.

—Maese, vos no lo entendéis. Debo pintar ese portal. Le di mi palabra al cliente y, además… va a pagar la tarifa, como todo el mundo.

El rector le dirigió una breve mirada. Carraspeó por tercera vez.

—Las tarifas han subido, Tabit. No creo que esta familia de campesinos se pueda permitir un portal ahora mismo.

Tabit se dejó caer en su asiento, anonadado.

—Pero es… pero eso es injusto —musitó—. Han ahorrado durante años. Necesitan ese portal. Ellos… —calló, incapaz de seguir. Recordó la constancia inquebrantable de Yunek, la cálida hospitalidad de Bekia, el destello de inteligencia en los ojos de Yania—. Ellos deben tener ese portal. Es importante.

—Estudiante Tabit, comprendo que te has implicado mucho. Es tu proyecto final. Iba a ser tu primer portal. Pero habrá otros muchos, te lo garantizo —añadió, sonriendo—. Y pronto podrás dedicar todas tus energías a un nuevo proyecto.

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