Sin embargo, y a pesar de la habilidad de Cali en algunas materias, Tabit siempre la superaba en casi todo. Porque era serio y constante, porque estudiaba mucho, porque prestaba atención a los detalles, porque su trabajo era siempre impecable.
Y por eso todo el mundo dio por sentado que maese Belban lo elegiría a él como ayudante.
En realidad, Cali había presentado su solicitud porque maesa Ashda, que era su profesora de Arte, la había animado a ello. «Bueno», le había dicho, tras una breve vacilación, al ver el último boceto que ella había realizado, «es un poco… inusual. No sé si puedo aprobártelo, estudiante Caliandra; no se ajusta a ninguno de los siete modelos básicos, y eso podría influir de forma negativa en tu calificación final, lo cual, la verdad, sería una pena». Entonces le había contado que maese Belban estaba buscando un ayudante y que, dado que tenía fama de excéntrico, seguramente no le importaría que ella le presentara un proyecto con un diseño peculiar. «Puede que hasta le guste más precisamente por eso», había añadido.
De modo que, para no perder el trabajo que ya había hecho, Cali siguió el consejo de maesa Ashda. Jamás, en ningún momento, había imaginado que tuviera alguna posibilidad contra Tabit. Ni había pretendido robarle el puesto que tanto deseaba obtener.
Por eso, tras ser elegida por maese Belban, le había dicho en su primera reunión que estaba dispuesta a renunciar en favor de Tabit. Pero el viejo profesor la había mirado con una mezcla de ironía y enfado brillando en sus ojos azules y se había limitado a responder, agitando el proyecto ante ella: «Quiero a la pintora que ha hecho esto. Si no eres tú, ya puedes marcharte de aquí. Pero, si es obra tuya, no intentes endosarme a otro, porque no va a funcionar. O tú, o nadie».
Y a Caliandra no le había quedado más remedio que aceptar.
Pero ahora maese Belban había desaparecido. Y ella…
Unos golpes en la puerta interrumpieron sus reflexiones. Cali respiró hondo y decidió que no le quedaba ya tiempo para seguir buscando su cuaderno: se presentaría en clase sin él. Guardó en su bolsa otro cuaderno para tomar notas, una pluma, su pincel favorito para la clase de prácticas, su medidor Vanhar y un libro que tenía que devolver en la biblioteca, y abrió la puerta.
Se quedó paralizada al encontrar allí a Yunek.
—Ah… Cali —dijo él, y sonrió—. Buenos días.
Ella no supo cómo reaccionar, en principio. Y no había mucha gente capaz de dejarla sin palabras.
—He venido a ver si estabas bien —prosiguió el joven—, porque ayer no acudiste a nuestra cita.
—No sabía que tuviéramos una cita —replicó Cali, evasiva; aunque, para su vergüenza, sospechaba que se había ruborizado levemente.
Yunek, por su parte, se puso rojo hasta las orejas.
—No, no, por supuesto que no —se apresuró a contestar—. Es que me había acostumbrado a verte todos los días en Serena, eso es todo. En ningún momento quise insinuar que tú y yo… —le falló la voz, y Cali se compadeció de él. Después de todo, no había pretendido que su respuesta sonase tan brusca.
Además, él había acudido a verla desde Serena. Para haberse presentado en la Academia a una hora tan temprana, probablemente habría tenido que levantarse antes del alba, ya que no contaba con el privilegio de poder utilizar los portales privados y, por tanto, le habría tocado hacer cola en la plaza durante horas. También habría tenido que convencer al portero del edificio para que lo dejara pasar y, ahora que lo pensaba, estaba casi segura de que en ningún caso le habrían permitido entrar en el área de los dormitorios femeninos. Se estaba tomando muchas molestias por ella. Por verla. Para comprobar que estaba bien.
Se sintió tentada de echarse en sus brazos y olvidarse de las clases y de todo lo demás. Pero había tomado una decisión, y sabía que era la correcta. Respiró hondo.
—Lo siento, Yunek —se disculpó, y lo decía en serio—. Tendría que haberte avisado. Es que no puedo seguir así, ¿entiendes? No puedo perderme más clases. Ya he recibido advertencias de tres profesores diferentes.
Yunek era, de hecho, el motivo por el cual había faltado tanto a clase los últimos días. Tabit pasaba el tiempo encerrado, bien en su estudio, bien en la biblioteca, examinando las notas de maese Belban y haciendo cálculos que Cali solo comprendía a medias. Ella había imaginado que Tabit tardaría muy poco en descifrar los papeles de maese Belban, y no quería estar lejos cuando eso sucediera. Sin embargo, los días pasaban, y él no parecía hacer progresos.
Cali se moría por hacer algo, lo que fuera. No soportaba seguir esperando, y el portal azul del despacho de maese Belban le resultaba cada vez más tentador. Por tal motivo, el primer día libre que tuvo después de su excursión al pasado decidió pasarlo bien lejos de la Academia, para no sucumbir al deseo de cruzarlo de nuevo y seguir buscando al profesor perdido. De modo que se fue al patio de portales y cruzó el que conducía a Serena, para ir a ver a Yunek y a Rodak.
Allí se encontró con que Rodak apenas podía salir de su casa, porque su madre creía que corría peligro, y porque los alguaciles querían tenerlo controlado. Pero Yunek no tenía ningún motivo para quedarse encerrado, y le propuso a Cali que lo acompañara.
Y aquel había sido el primero de los muchos encuentros semicasuales que Yunek, en un desliz, había llamado «citas».
Al principio, parecía que no tenían nada de qué hablar, y pasearon juntos por las calles mientras mantenían a duras penas una conversación torpe y forzada. Entonces él hizo un comentario asombrado sobre el tocado inverosímil de una dama maradiense que cruzaba la Plaza de los Portales, muy digna, seguida por una nube de sirvientes. Cali contempló aquella torre de pelo elaborada según la última moda de Esmira y recordó que, la última vez que había visto a su hermana, lucía un peinado similar. Y no pudo contenerse: se echó a reír a carcajadas. Yunek la contempló un instante, perplejo, y rió también. Y el abismo que parecía existir entre ellos desapareció como por arte de magia.
Habían pasado el resto del tiempo compartiendo historias familiares. Yunek se mostraba incómodo cuando hablaba de sus orígenes humildes, pero ella lo escuchaba sin el menor asomo de desprecio, arrogancia o conmiseración. Caliandra sentía una gran curiosidad hacia la gente que vivía de modo diferente al suyo, y atendía a las palabras de Yunek como si este le estuviese relatando una novela apasionante. Cali pensaba que las personas eran como los portales: una ventana abierta a lugares lejanos. Por eso, cuanto más se diferenciaran de ella, tanto más la intrigaban e interesaban. Por todo lo que podían contarle. Por lo mucho que podían ampliar su visión del mundo.
Quizá por eso, reflexionaba a veces, no sin cierto rubor, el muchacho campesino le llamaba tanto la atención. En casa de su padre había conocido a gente procedente de todos los rincones del mundo conocido. Pero todos aquellos tenían cosas en común. Independientemente de las costumbres particulares de cada lugar, las personas con las que su familia se relacionaba eran todas adineradas, y compartían actitudes y puntos de vista similares.
Sin embargo, Yunek era diferente. No había en él nada banal, falso o artificioso. Era exactamente lo que parecía: un campesino iletrado de la remota región de Uskia que, no obstante, poseía una extraña dignidad que defendía con feroz orgullo.
Juntos, pues, habían comenzado a recopilar información sobre el asesinato en la lonja, mientras iban, poco a poco, conociéndose mejor. Después de aquella primera «cita», la joven había tomado por costumbre desplazarse hasta Serena todos los días, dejando a un lado clases, estudios y trabajos académicos. Yunek, por su parte, se había aplicado a la investigación con un celo que a Cali le había recordado el que Tabit ponía en todos sus proyectos. Durante aquella semana habían recorrido el puerto y el mercado de Serena, hablando con distintas personas. Se habían entrevistado con los familiares del guardián fallecido y habían prestado atención a los cotilleos de las pescaderas y a las historias que se contaban en la taberna del puerto. Después, Yunek contaba a Rodak todo lo que habían averiguado, y el muchacho callaba y pensaba.
Cali no estaba segura de que todo aquello fuese a servir para algo; además, empezaba a faltar a demasiadas clases, y tenía que admitir que no podía permitírselo. Aquel debía ser su último año de estudios. Si no obtenía buenos resultados en todas las materias, no le permitirían empezar a trabajar en su proyecto final y, por tanto, tendría que quedarse en la Academia un curso más.
Cali no se había planteado todavía qué haría cuando fuera maesa. Le gustaba la vida de estudiante, y no la seducía la idea de regresar a la casa de su padre en Esmira.
Pero tampoco quería quedarse atrás en sus estudios.
Ni quería, susurraba una vocecilla desde el fondo de su mente, volver a enamorarse como una tonta. Como aquella única y desastrosa vez.
Aunque eso no lo admitiría nunca en voz alta.
—Hoy quiero cumplir mi horario de principio a fin, ¿comprendes? —le explicó a Yunek—. Y tengo clase hasta el final de la tarde.
Una sombra de desilusión cruzó el rostro moreno del joven.
—Lo entiendo —dijo él—. Otro día, pues.
—Otro día —asintió ella.
Sus miradas se cruzaron, y Cali se sintió, de nuevo, sobrecogida ante los ojos pardos de Yunek, que asomaban por debajo de algunos mechones revueltos de pelo castaño. Este era otro de los detalles que a Cali le atraían del joven uskiano. En Esmira, todo el mundo se vestía y se peinaba siguiendo los caprichos de la moda del momento, y Cali nunca había encontrado interesantes a los jóvenes que se esmeraban en ser todos tan artificiosamente similares. En la Academia, los maeses llevaban la trenza reglamentaria, y muchos estudiantes, previendo quizá un futuro en el que no tendrían más opciones al respecto, exhibían gran variedad de peinados, se dejaban el pelo largo o muy corto, se lo rizaban o se lo recogían en vistosas colas de caballo. Algunos, incluso, se lo teñían, aunque no era algo habitual; después de todo, la moda en Maradia era bastante más sobria y menos voluble que la de la sofisticada Esmira, y nadie quería hacer el ridículo en sus excursiones fuera del recinto académico.
Pero esa era la tónica habitual: de nuevo, el artificio, la apariencia. Incluso el año en que se impuso la tendencia del «despeinado», que confería un cierto aire salvaje y rebelde a los que la seguían, se trataba de un nuevo fingimiento: había estudiantes que podían pasarse fácilmente una hora arreglándose el pelo solo para simular que no se habían molestado en peinarse.
Por eso a Cali la maravillaba el hecho de que Yunek no parecía peinarse nunca y, si lo hacía, probablemente se limitara a pasarse los dedos por el pelo de cualquier manera. Seguramente se acordaba de cortárselo solo cuando empezaba a molestarle, y no debía de aplicarse mucho a ello, a juzgar por la gran cantidad de trasquilones que lucía. Sus manos, callosas y morenas, no habían conocido jamás las cremas y los polvos que utilizaban los jóvenes adinerados para conservar las suyas blancas y suaves. Mantenía su ropa limpia y bien cuidada, pero eran prendas viejas y gastadas por el uso. Siguiendo los dictados de ese sentido común inherente a la gente humilde, no se le ocurriría cambiarlas mientras pudiera utilizarlas, por mucho que otros sintieran la necesidad de renovar por completo su vestuario con la llegada de cada nueva estación.
Pero Cali no dejó de notar que aquella mañana en concreto se había esforzado por mostrarse ante ella un poco más presentable, alisando las arrugas de su vieja camisa y tratando de poner algo de orden en su cabello revuelto. Le pareció muy tierno, y, por un momento, su determinación de volver a ser una estudiante aplicada osciló como la aguja de un medidor Vanhar en busca de una coordenada fiable.
Sin embargo, algo en su interior se resistía aún. Quizá no estuviera preparada todavía, se dijo. Y no le gustó aquella idea. Porque ella quería vivir la vida y dejarse llevar por sus sentimientos y, sin embargo, hacía ya mucho que nadie conseguía rebasar las defensas que había alzado en torno a su corazón. Al mismo tiempo, la aterraba la posibilidad de quedarse así para siempre, herida, encerrada en sí misma, incapaz de volver a confiar en alguien. Se rebeló contra aquella perspectiva. Abrió la boca para decirle a Yunek que había cambiado de idea…
… Y entonces las campanas sonaron de nuevo, y Cali volvió bruscamente a la realidad.
—¡Ay! —exclamó, sobresaltada—. ¡Qué tarde se me ha hecho! Lo siento, ¡tengo que irme!
Yunek la retuvo cuando ya salía corriendo.
—¡Espera, Cali! También venía a devolverte esto —añadió, tendiéndole a su amiga el cuaderno que había estado buscando—. Te lo dejaste ayer en casa de Rodak.
Ella dejó escapar un grito de alegría.
—¡Lo has encontrado! ¡Y me lo traes justo a tiempo! ¡Muchísimas gracias! —añadió con fervor y, poniéndose de puntillas, estampó un beso en su mejilla.
Yunek se puso colorado, y Caliandra no dejó de notar que también se había afeitado.
—¡Adiós! —se despidió, con una amplia sonrisa—. ¡Te veré mañana, en Serena!
Yunek fue a decir algo, pero no reaccionó a tiempo: cuando quiso darse cuenta, Cali ya era solo una figura que corría pasillo abajo, en medio de un revoloteo de hábitos de color granate, con el cabello negro ondeando tras ella.
Suspiró para sus adentros, decepcionado. Disfrutaba mucho con la compañía de la joven pintora, tan inteligente y espontánea, con su sentido del humor y con la forma que tenía de tratarlo de igual a igual, ni evaluándolo como a un potencial marido, como hacían las muchachas de su aldea, ni ignorándolo como a un insecto, como casi todas las mujeres de la ciudad, y muy especialmente el resto de estudiantes de la Academia.
Sacudió la cabeza y trató de ver el lado bueno del súbito arranque de responsabilidad de Caliandra. En los últimos días, Yunek había empezado a ser consciente de que aquella chica le gustaba, y mucho, por lo que le costaba trabajo concentrarse en la investigación que estaba llevando a cabo. Y no debía perder de vista su objetivo principal. Aunque,ahora que vivía en casa de Rodak, ya no tenía que gastar dinero en alojamiento, lo cierto era que no podría quedarse en Serena indefinidamente. Los días pasaban, y pronto tendría que regresar a casa, no solo por motivos económicos: Uskia estaba muy lejos, y había dejado solas a su madre y a su hermana. Había trabajo que hacer en la granja y, además, si a alguna de ellas le sucediese algo, no tendría modo de saberlo.