—Ah, pues ya has tenido más suerte que yo —gruñó él.
Cali examinó el título del libro que había estado leyendo su compañero:
—¿
Bodar de Yeracia: vida y semblanza
? ¿Estás haciendo alguna clase de trabajo para maese Torath? ¡Pero si Historia de los Portales es una asignatura de primer curso!
—Buscaba pistas sobre la bodarita azul —suspiró Tabit—, pero no ha sido una buena idea.
—Yo, en cambio, creo que he encontrado algo en el portal que dibujó maese Belban. Ven, te lo enseñaré.
Yunek y Rodak recorrían con paso cansino la Plaza de los Portales de Maradia. El trasiego que había invadido el lugar durante todo el día comenzaba a acallarse, porque atardecía ya, y la mayoría de la gente había regresado a sus ciudades y pueblos de origen.
—Deberíamos haber tomado notas —dijo entonces Rodak, que llevaba un rato en silencio, pensando intensamente.
—No te preocupes, yo lo he anotado todo aquí —respondió Yunek, señalándose la sien—. Me fío de mi memoria y no necesito escribir mis recuerdos en ninguna parte.
Rodak no hizo ningún comentario, pero asintió, conforme.
Se pusieron a la cola para cruzar el portal público que los conduciría hasta Serena.
Habían pasado todo el día deambulando de portal en portal, hablando con los guardianes en cuanto tenían un momento libre. La mayoría de ellos apenas les había prestado atención, y otros estaban tan ocupados que los habían alejado con cajas destempladas. Pero, pese al bullicio reinante en la plaza, de vez en cuando habían tenido la suerte de topar con algún guardián ocioso con ganas de conversación. Y así, poco a poco, habían ido recogiendo algunos retazos de información.
Al principio, los guardianes se mostraban reacios a propagar habladurías, y más si tenían que ver con el Invisible o con portales desaparecidos. Además, Rodak no era muy bueno interrogando a la gente. Solía hacer preguntas cortas y bruscas, directas al grano, y callaba muy a menudo, mientras meditaba sobre la información recibida. Yunek, que inicialmente había optado por dejarle hablar a él, se veía obligado a intervenir para llenar de charla intrascendente aquellos incómodos silencios. Hacia el final de la jornada, cuando Yunek ya había comprendido más o menos qué era lo que Rodak estaba buscando y qué esperaba descubrir, empezó a llevar la voz cantante en las conversaciones. Al joven guardián no pareció importarle. Se limitaba a escuchar, con el entrecejo fruncido, y a pensar. De vez en cuando dejaba caer alguna pregunta, pero por lo general permitía que fuera Yunek, que tenía más labia, el que dialogara con los guardianes.
Pero estos se estaban cansando ya de verlos rondar por la plaza, por lo que Rodak había sugerido que regresaran a Serena para hablar con los guardianes de allí, a los que conocía mejor. Por la noche tenían poco trabajo y solían estar más receptivos a charlas y preguntas. Además, así podrían contrastar los rumores que corrían por ambas ciudades y comprobar si había algún relato que se repitiera.
—Está esa historia sobre un portal que dejó de funcionar de la noche a la mañana —empezó Yunek, alzando los dedos a medida que enumeraba—; luego, esa otra sobre un audaz robo del Invisible en Vanicia, utilizando nada menos que el portal privado del presidente del Consejo de la ciudad.
Rodak meneó la cabeza.
—Poco probable.
—… Un asalto a una caravana de singaleses que cayó en un gigantesco portal que la gente del Invisible había pintado en el suelo…
Rodak negó con la cabeza con energía.
—Y la historia de esos dos pueblos que se alzaban a ambas márgenes de un río bravo —prosiguió Yunek—. Esa era curiosa, ¿te acuerdas? Tenían un portal que los unía porque en su día les salía más a cuenta encargar uno a la Academia que hacer construir un puente, y décadas después hubo una crecida, los pueblos se inundaron y los portales se borraron. Y el precio que tenían que pagar a la Academia por pintarlos de nuevo era tan elevado que al final terminaron por construir un puente —concluyó, indignado.
Rodak inclinó la cabeza.
—Esa podría ser cierta.
—Bien —asintió Yunek—. Nos quedan dos muy parecidas: la de aquella casa de Yeracia en la que entraron unos ladrones y se lo llevaron todo, incluso el portal, y la del terrateniente kasibano que iba a recibir una herencia en la otra punta de Darusia; tenía un portal privado que lo comunicaba con las tierras que debía heredar, pero algún familiar lejano contrató a unos matones que entraron en su casa y lo borraron, y entonces su abuelo cambió de idea y dejó la herencia a otro nieto que vivía más cerca.
—No son dos historias similares —dijo entonces Rodak—. Es la misma historia.
—¿Tú crees? —preguntó Yunek, dudoso—. Una transcurre en Yeracia, y la otra, en Kasiba. Son dos lugares muy alejados.
Rodak negó con la cabeza.
—Es la misma historia contada por dos personas diferentes. Cuantas más veces se relata algo, más cambian los detalles. Pero lo básico sigue igual: entran en casa de alguien para robar y se llevan su portal. Alguien con dinero. Si entras a robar en una casa así, no pierdes el tiempo con un portal. Salvo que hayas entrado con la intención de borrar el portal, y te lleves más cosas para que parezca un robo normal.
—Entiendo —asintió Yunek, impresionado—. Es decir, que tú crees que a ese hombre le quitaron el portal para que no pudiera recibir su herencia, pero la persona que lo hizo fingió que era un robo normal para que no le descubrieran.
Rodak se encogió de hombros.
—O algo así. Cualquiera de las dos explicaciones podría valer, y por eso se han convertido en dos historias distintas.
—Pero ¿cómo investigamos eso, si no sabemos si sucedió en Yeracia o en Kasiba?
—Hay un patrón —dijo entonces Rodak inesperadamente—. ¿Cómo era la historia esa del derrumbamiento?
Yunek hizo memoria.
—En un pueblo del sur de Esmira, casi en la frontera con Rutvia —dijo—, los soportales de la plaza del mercado se derrumbaron, sepultando debajo la pared con el portal que unía la aldea con la capital de la región desde hacía siglos. Cuando buscaron entre los cascotes, no encontraron ni uno solo pintado de granate.
—Un derrumbamiento. Una inundación. Un robo —enumeró Rodak—. Siempre hay otras cosas que encubren la desaparición de un portal.
—Entiendo —dijo Yunek—. ¿Crees, entonces, que han desaparecido más portales de los que pensamos? ¿Y que nadie se ha dado cuenta?
—Si yo quisiera borrar portales —razonó Rodak—, elegiría algunos que estuviesen abandonados, o en lugares pequeños, o muy alejados, o que se utilizasen poco. No se me había ocurrido la idea de taparlo con otro acontecimiento para distraer la atención de la gente, pero es una buena jugada. Luego, la noticia llega a las ciudades con tantos detalles distorsionados o exagerados que nadie se la cree.
—Pero el portal del Gremio de Pescadores de Serena —hizo notar Yunek— se usaba todos los días, en ambos sentidos, y estaba en una ciudad grande.
Rodak no dijo nada. En aquel momento les llegaba el turno de atravesar el portal, de modo que no retomaron la conversación hasta que pusieron los pies en la Plaza de los Portales de Serena.
Rodak miró a su alrededor. Descubrió, en la esquina de siempre, un corrillo de guardianes que se habían reunido para cenar en torno a una pequeña hoguera, como hacían todas las noches. Lo que ya no era tan normal era la agitación que se adivinaba entre ellos. Una guardiana les explicaba algo a los demás, gesticulando mucho y hablando muy deprisa. Rodak se acercó a ellos, y Yunek le siguió.
Cuando los guardianes los vieron acercarse y reconocieron al joven a la luz de la hoguera, callaron de repente.
—¡Rodak! —dijo el guardián del portal del Gremio de Labradores de Ymenia—. ¿Dónde has estado, muchacho? ¡Tienes que volver a la lonja enseguida!
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Han encontrado a Ruris… pero ve —lo apremió—, el alguacil te está buscando.
Con el corazón latiéndole con fuerza, Rodak echó a correr hacia el puerto. Yunek lo siguió.
—¿Qué pasa? ¿Quién es ese Ruris?
—El otro guardián de mi portal —respondió Rodak.
No dio más explicaciones, pero a Yunek le bastó para sobreentender muchas cosas.
Cuando llegaron a la lonja, la encontraron sorprendentemente concurrida para la hora que era. Uno de los alguaciles de Serena estaba tratando de despejar la zona de los pescaderos y vecinos que, entre curiosos y horrorizados, se habían reunido en el lugar. Un segundo alguacil hablaba con seriedad con el líder del Gremio de Pescadores, mientras otros dos hombres se llevaban un fardo que Rodak reconoció, con espanto y consternación, como el cuerpo de Ruris, el otro guardián del portal desaparecido. Las lámparas que portaban los alguaciles y algunos pescaderos no emitían suficiente luz como para que pudiera ver los detalles, y el muchacho lo agradeció, porque, pese a ello, había advertido que el cadáver del guardián estaba cubierto de sangre, y su rostro, congelado para siempre en una mueca de sorpresa y espanto, mostraba unos ojos abiertos, vacíos y muertos.
—¡Rodak!
El joven, pese a lo grande que era, casi se tambaleó cuando su madre se abalanzó sobre él y lo estrechó entre sus brazos. Le devolvió el abrazo, todavía aturdido.
—Oh, hijo, ¡qué miedo he pasado! —suspiró ella, con los ojos llenos de lágrimas—. Ruris…
—¿Quién… cómo ha sido? —pudo balbucear él.
—Esperaba que tú pudieras contestar a esa pregunta —gruñó el alguacil que estaba junto al presidente del Gremio, volviéndose hacia él—. ¿Dónde has estado todo el día?
—En Maradia, hablando con otros guardianes en la Plaza de los Portales.
—Es verdad —corroboró Yunek—. Yo he estado con él. Y una docena de guardianes podrán confirmarlo también.
El alguacil gruñó en señal de conformidad, pero estudió a los dos jóvenes con suspicacia a la luz del farol.
—¿Qué le ha pasado a Ruris? —preguntó Rodak.
—¡Lo han matado! —gimió su madre—. ¡Y temíamos que te hubiese pasado algo a ti también!
Rodak fue incapaz de decir palabra, mientras las implicaciones de aquello se encadenaban en su mente, una tras otra, formando un tapiz de consecuencias inquietantes.
—Y… ¿no sabéis quién ha sido? —se atrevió a preguntar Yunek, intimidado.
El alguacil negó con la cabeza.
—El que lo hizo no le tenía mucho cariño —dijo—. Lo degolló como a un cerdo y luego lo dejó apoyado ahí, para que todos lo vieran —añadió, señalando la pared del fondo.
Rodak ya intuía, sin necesidad de mirar, que el cadáver de Ruris había aparecido en el mismo lugar en el que había estado el portal. Pero no estaba preparado para lo que vio cuando volvió la cabeza hacia allí.
En el suelo había una enorme mancha de sangre. Y, con aquella sangre, la sangre del guardián asesinado, la mano de su verdugo había escrito sobre el muro unas palabras que relucían bajo la luz de las lámparas casi como, en su día, habían brillado los trazos del portal eliminado.
—¿Qué… qué es lo que dice? —preguntó Yunek en voz baja.
Rodak no respondió. Se había quedado pálido, incapaz de moverse, con la vista fija en el mensaje del muro:
«… De todo lo anterior se deduce que, en realidad, el portal gemelo es redundante.
El doble círculo de coordenadas debería bastar, en teoría, para activar un portal, si el punto de partida y el de destino están bien calculados, sin necesidad de replicarlo al otro lado.
Y, aunque ello requiriese aumentar el número de coordenadas con el fin de definir al máximo ambos puntos, valdría la pena investigarlo, porque, si descubriéramos un método que lo permitiera, el ahorro de tiempo, energías y pintura sería espectacular, y nuestra ciencia avanzaría enormemente.»