—Solo quiero saber si se extrae más mineral de allí que de la mina en la que trabajabas. En cuanto a cómo me pondré en contacto contigo… Bueno, ya te conté que en la Academia tenemos portales que conducen a todas las minas de bodarita que hay en Darusia.
—Es verdad. ¿Y por qué no puedo cruzar uno de esos portales en lugar de dar tantas vueltas?
—Porque no tienes permiso para usar los portales de la Academia, Tash, ya lo sabes.
—Pero podría ir contigo —insistió Tash—. Como cuando nos conocimos, ¿te acuerdas? Yo no debía cruzar el portal que había en la casa de ese cerdo arrogante, pero tú me llevaste contigo…
—Era una emergencia —se apresuró a responder Tabit—. En realidad, podría haberme metido en líos por eso.
—Bueno —dijo Tash, un poco cortada—. Entiendo. Gracias, entonces.
Tabit no supo qué contestar. Ninguno de los dos había vuelto a mencionar las circunstancias de su primer encuentro. Tash era una chica de modales tan desenvueltos y masculinos que a Tabit le costaba trabajo recordarla como la víctima del terrateniente Darmod. A veces, incluso, le parecía que se trataba de dos personas diferentes.
—Podríamos intentarlo de noche —dijo entonces Tabit en voz baja—, cuando no haya nadie en el patio de portales. Quizá entonces podamos ir juntos a las minas de Ymenia, sin que nadie nos vea.
Pero Tash sacudió la cabeza.
—No; ya tengo algo de dinero, me las arreglaré. Ya has hecho mucho por mí.
Tabit cabeceó, conforme.
Pasaron un momento por la habitación de Caliandra, para que Tash recogiera sus escasas pertenencias, y se encaminaron a la entrada principal de la Academia.
Allí se encontraron de nuevo con Yunek, que descansaba, sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra el muro. Tabit lo saludó.
—¿Qué haces aquí todavía? —le preguntó.
El muchacho alzó la cabeza para mirarlo, pero no se molestó en levantarse.
—¿A ti qué te parece? Esperar a que alguien me diga algo sobre mi portal.
Tabit respiró hondo.
—¿Sabes que podrían pasar semanas antes de que el Consejo tome una decisión al respecto? —le dijo con delicadeza.
Aquella noticia cayó sobre Yunek como un jarro de agua fría.
—Pero… pero… pero tu amiga dijo…
Tabit miró a Tash, que se encogió de hombros.
—La chica que iba con él —trató de explicarse Yunek, señalando a Tash—. La pintora del pelo negro. Ella… bueno, ella me ayudó a presentar mi queja. Dijo que los maeses me ayudarían.
—No dijo eso —replicó Tash—. Dijo que no perdieras la esperanza.
Tabit movió la cabeza.
—Seguro que Caliandra tenía buena intención y que solo pretendía animarte, pero…
—¡Maese Tabit! —exclamó de pronto una voz tras ellos.
Al volverse, vieron la alta figura de Rodak, que corría por la calle, muy alterado.
—¡Me van a despedir! —gimió el guardián en cuanto llegó a su lado—. ¡Y seguimos sin portal!
Tabit se masajeó las sienes con las yemas de los dedos, preguntándose cómo era posible que todo el mundo creyera que él tenía la clave para solucionar sus problemas.
—Ya estoy al tanto de la situación —dijo, evocando su conversación con maesa Ashda—. Pero, escucha, aunque fuiste tú quien se encontró el muro vacío… debieron de borrar el portal en el turno anterior, ¿no? Cuando estaba el otro vigilante.
El rostro de Rodak se iluminó, esperanzado… para ensombrecerse inmediatamente después.
—Tampoco quiero que despidan a Ruris —dijo.
—Bueno, vamos a ver, no nos pongamos nerviosos —murmuró Tabit—. Por lo que sé, el Gremio de Pescadores y el Consejo de la Academia aún tardarán en ponerse de acuerdo sobre los términos de la restauración.
—¿Y qué voy a hacer yo mientras tanto?
Tabit abrió la boca para sugerirle que fuera a casa y se tomara un descanso, pero entonces recordó la conversación que había mantenido la noche anterior con sus amigos.
—¿Conoces a otros guardianes? —le preguntó al muchacho.
Rodak asintió.
—¿Podrías… hablar con ellos? —sugirió Tabit—. Preguntarles… no sé… si han oído hablar de algo parecido. De algún lugar en el que alguien haya hecho desaparecer un portal.
Rodak arrugó el entrecejo.
—Pero vos dijisteis que el Invisible…
—No estoy hablando del Invisible —cortó Tabit—; solo quiero saber si, quienquiera que ha borrado vuestro portal… lo ha hecho por algún motivo en concreto. Si tenía algo en contra del Gremio de Pescadores en particular… o si ha borrado más portales en otros sitios.
Rodak asintió.
—Entonces, ¿lo harás? —quiso asegurarse Tabit.
El guardián cabeceó de nuevo. Parecía contento por tener algo que hacer.
—¿Puedo ir contigo? —preguntó Yunek inesperadamente.
Rodak se quedó mirándolo, sin saber qué responder.
—Me paso aquí todo el día —prosiguió Yunek—, perdiendo el tiempo, esperando que alguien me diga que voy a tener el portal que encargué. Y no soporto estar parado. Quisiera entender qué está pasando aquí. Si es normal que los pintores no quieran dibujar un portal en mi casa. Me dicen que esto sucede a veces, pero me da la sensación —añadió, mirando a Tabit— de que hay algo más. Y quiero ayudar a descubrir qué es. Así, por lo menos… podré sentirme útil.
Rodak asintió.
—De acuerdo —dijo solamente—. Vamos.
Los cuatro se dirigieron, juntos, a la Plaza de los Portales.
No hablaron demasiado. Yunek empezó a hacer preguntas, pero Rodak no contestaba, y Tabit, que no quería hablar abiertamente de sus pesquisas con él, le respondía con evasivas. Tash se había encerrado en su habitual silencio hosco y desafiante, mientras fingía que no se daba cuenta de que Rodak la miraba de reojo. Tabit se sentía violento; conocía a sus tres acompañantes, pero ellos no se conocían entre sí, y no sabía si valía la pena presentarlos o no. Se sintió aliviado cuando llegaron por fin a la plaza, y Yunek y Rodak se acercaron a un guardián que parecía aburrido, con intención de darle conversación. Tabit se despidió de ellos y aguardó junto a Tash a que llegara su turno de cruzar el portal que la llevaría hasta la ciudad de Rodia.
—Desde Rodia —le explicó—, no hay ningún portal público que te conduzca hasta las minas de Ymenia, pero puedes unirte a alguna caravana que pase por un pueblo que se llama Trandon. Acuérdate bien:Trandon. Allí tienen un portal que utilizan para llevar las reses hasta la ciudad de Ymenia los días de mercado. Posiblemente tengas que pagar un peaje, pero no será muy caro. Trandon es un pueblo, no una gran ciudad.
—Trandon —repitió Tash—. ¿Estás seguro de que desde allí podré llegar a las minas?
—Completamente. El otro día pasé un buen rato en la Sala de Cartografía buscando un itinerario que pudieras utilizar. Desde Ymenia seguro que encontrarás algún carretero que pueda acercarte hasta las montañas, donde están las minas. Y el resto, bueno… depende de ti.
Tash asintió. Los dos, el joven estudiante y la chica minera, cruzaron una mirada. Después, Tabit la abrazó con cierta torpeza.
—Buena suerte —le deseó—. En unos días me pasaré por allí para ver si estás bien.
—Bien, pues… gracias. Por todo. Y despídeme de Cali, ¿quieres? Esta mañana salió tan deprisa que no pude decirle adiós. Creo que ni siquiera se acordó de que me marchaba hoy.
Tabit asintió.
Finalmente, Tash cruzó el portal a Rodia, y el resplandor rojizo envolvió su cuerpo menudo durante un breve instante. Después, desapareció.
Tabit suspiró. Estaba preocupado por ella, pero, por otro lado, también era un alivio ver que la muchacha continuaba su camino y no seguiría rondando por la Academia. Después de todo, se había convertido en una responsabilidad, para él y para Caliandra, desde la misma noche en que la había rescatado de las garras del terrateniente.
Se dio la vuelta y paseó la mirada por la plaza; localizó a Yunek y Rodak ya inmersos en una conversación con un par de guardianes. «Otra cosa menos», pensó.
Mientras regresaba a la Academia con paso tranquilo, se preguntó qué iba a hacer a continuación. Caliandra estaba examinando la bodarita azul y los últimos portales que había pintado maese Belban antes de desaparecer; Unven y Relia habían partido a Rodia para investigar la historia del «portal de los amantes»; Tash iba camino de las minas de Ymenia, donde, si nadie descubría que era una chica, probablemente conseguiría trabajo, y también trataría de averiguar si la mina era o no productiva. Por otro lado, Yunek y Rodak preguntarían a los otros guardianes para descubrir si alguien había oído hablar de más portales desaparecidos.
En cuanto a él… tenía varias ideas que estaba deseando investigar.
La principal de ellas estaba relacionada con la bodarita azul. Tenía la vaga sensación de que, si existía realmente aquella variedad de mineral, estaría registrado en alguna parte. Quizá habría alguna anécdota recogida en los libros de historia, o en algún documento antiguo, que hiciera referencia al tema. Tal vez los primeros maeses habían investigado ya sobre ello. En tal caso, debería existir alguna mención en algún sitio; y, si no la había, tampoco le vendría mal refrescar sus conocimientos sobre la materia.
De modo que, al llegar a su destino, tomó un almuerzo ligero y después se encerró en la biblioteca. Le pidió a maese Torath, el archivero, que era también el profesor de todas las materias relacionadas con la Historia de la Academia, que le prestase tratados y monografías sobre la bodarita y los orígenes de la ciencia de los portales.
Pronto se halló inmerso en la lectura.
Repasó lo que ya sabía: que, mucho tiempo atrás, había existido en las tierras de Scarvia una tribu de feroces guerreros que eran célebres por su capacidad de aparecer y desaparecer como fantasmas en la niebla. Todos temían a los Caras Rojas, como se les llamaba entre la gente civilizada. Nadie había logrado conquistar su territorio, y sus costumbres estaban envueltas en un halo de misterio y leyenda. Se decía que los Caras Rojas se pintaban la piel con la sangre de sus enemigos muertos, y ese ritual era la fuente de su poder. Se contaba también que los chamanes de la tribu invocaban a los espíritus de sus grandes héroes, que regresaban de la tumba para luchar en cada batalla. Había también, naturalmente, explicaciones más racionales ante el hecho asombroso de que los Caras Rojas fueran capaces de desvanecerse como el humo. Los eruditos decían que utilizaban en su favor su conocimiento del terreno y las nieblas perpetuas de su región para confundir los sentidos de los extranjeros.
Pero fue un viajero, muy curioso y sagaz, quien descubrió la verdad.
Su nombre era Bodar de Yeracia. Siendo apenas un muchacho, se perdió en las montañas, y permaneció varios días a la intemperie, en pleno invierno, hasta que, más muerto que vivo, fue capaz de hallar un paso entre las nieves que lo condujo hasta las tierras de Scarvia. Se desplomó, al límite de sus fuerzas, en una llanura nevada; y algunos miembros de la tribu de los Caras Rojas lo encontraron y se lo llevaron consigo.
Bodar permaneció con ellos el resto del invierno. Allí se repuso de su experiencia y aprendió algunas palabras de su lengua, así como la forma en que preparaban sus pinturas rituales. Descubrió que los guerreros eran de carne y hueso, y la pintura era pintura, y no sangre.
Pero no llegó a ninguna otra conclusión, porque los Caras Rojas no compartieron más secretos con él. Al llegar la primavera, lo acompañaron de vuelta a su tierra, a través de los pasos de las montañas; allí, en la frontera, se despidieron de él, dieron media vuelta y se perdieron en la niebla.
Bodar no volvió a verlos en mucho tiempo. Creció y se convirtió en un incansable viajero y explorador. Cruzó toda Darusia, y llegó también hasta Rutvia y la lejana Singalia. Pero nunca olvidó su experiencia con los Caras Rojas y, un buen día, cuando era ya un hombre maduro, dio la espalda a todo cuanto conocía y volvió a internarse en las montañas, en busca de sus amigos perdidos.
Estuvo fuera más de cuatro años y, cuando volvió, vestía como los salvajes scarvianos y hablaba casi igual que ellos. Pero traía en su macuto unas piedras de color granate que, según explicó, poseían el secreto de las extraordinarias habilidades de los Caras Rojas.
De vuelta a la civilización, Bodar consagró el resto de su vida a estudiar el mineral que se había traído de Scarvia, y que, en su honor, se bautizaría más tarde como bodarita. Descubrió que tenía la propiedad de romper la continuidad del espacio, de crear enlaces entre sitios distantes. Los Caras Rojas lo habían averiguado por casualidad, y habían aprendido a extraer de él un pigmento con el que elaboraban una pintura de guerra que les permitía aparecer y desaparecer al instante. Sin embargo, estos saltos en el espacio eran imprevisibles e incontrolados. Bodar sospechaba que debía de existir alguna manera de utilizar las propiedades de la bodarita de una forma más útil. Viajó hasta Maradia y allí se rodeó de personas interesadas en sus estudios.
Años más tarde, otro investigador destacado, Vanhar de Maradia, inventó el medidor de coordenadas. Más adelante, un grupo de sabios conocido simplemente como «El Círculo» empezó a pintar portales con pintura de bodarita. Vanhar se unió a ellos y les proporcionó la precisión de sus mediciones. Y de ahí nació la Academia y el arte de pintar portales de viaje.
Pero todo había comenzado con la bodarita.
Tabit se olvidó de comer. Pasó el resto del día en la biblioteca, leyendo tratados sobre el tema. Sin embargo, no encontró ninguna mención a la bodarita azul.
Apartó un enorme mamotreto, con un suspiro de cansancio, y se frotó los ojos. Tenía la esperanza de que, en algún momento de su historia, la Academia hubiese experimentado ya con bodarita azul, o que hubiesen aceptado, de forma excepcional, algún cargamento de aquella variedad procedente de alguna mina. Pero no había ninguna referencia al respecto, y eso solo podía significar que, en realidad, la bodarita azul no servía para pintar portales.
Se preguntó si valía la pena empezar a leer manuales de Arte de Portales, por si en alguna parte existiera algún antiguo portal de color azul, pero desechó la idea.
—¡Tabit, estás aquí! —dijo entonces una voz junto a él, sobresaltándolo—. Te he buscado por todas partes.
El joven se volvió. A su lado estaba Caliandra, con los ojos relucientes de emoción.
—Creo que he descubierto algo —le dijo, sin ceremonias.