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Authors: Laura Gallego

Tags: #Aventuras, #Fantástico

El libro de los portales (23 page)

Y no pudieron obtener más información por su parte. Abandonaron el despacho de Administración; cuando salieron al pasillo, Caliandra miró en derredor, pero comprobó, con cierto desencanto, que Yunek ya se había marchado.

—Bueno —dijo entonces Tash, ajena a la decepción de su compañera—, ya lo hemos hecho a tu manera y solo hemos conseguido perder un montón de tiempo. Así que ahora iremos a preguntar a los criados.

Tabit se inclinó un poco hacia delante para examinar el muro donde había estado el portal de la lonja de Serena, rodeado de un círculo expectante de pescadores y pescaderos. La mancha de humedad que había notado Rodak por la mañana seguía allí; la brisa marina retrasaría su desaparición.

El joven se acuclilló para palpar el suelo en la base del muro.

—¿Qué estáis buscando, maese? —inquirió el presidente del Gremio.

—Restos de pintura —murmuró Tabit.

Frunció el ceño, pensativo, y se incorporó de nuevo.

—Alguien se ha llevado la pintura —declaró, volviéndose hacia los miembros del Gremio—. Esto es más que una simple gamberrada: es un delito cometido con el propósito específico de obtener pintura de bodarita.

La mayor parte de su público no entendió muchas de las palabras que había utilizado; sin embargo, sí captaron el sentido general. Un murmullo se alzó entre la multitud; el abuelo de Rodak, que se erguía tembloroso junto a su nieto y su nuera, preguntó, indignado:

—¿Queréis decir que han destruido el portal solo para robar la pintura?

Tabit asintió.

—Probablemente habrán rascado con una espátula hasta hacer saltar la mayor parte de ella —explicó—, y luego han repasado la superficie con un paño… empapado con algún tipo de disolvente, que se ha llevado todos los restos que pudiera haber —añadió, señalando la mancha húmeda de la pared—. Y han sido muy cuidadosos: no han dejado ni rastro, ni un solo trazo en la pared, ni una limadura en el suelo.

—Pero ¿por qué se han llevado la pintura? —quiso saber el presidente del Gremio.

Tabit se encogió de hombros.

—En un portal hay tres cosas importantes: la pintura de bodarita, el diseño y las coordenadas. Solo los pintores de portales sabemos medir las coordenadas de un lugar, diseñar un portal y dibujarlo, y todos esos conocimientos los guardamos aquí —explicó, llevándose un dedo a la sien—. Pero la pintura… —suspiró—, la pintura de bodarita es la parte material de un portal. Se vende y se compra, claro que sí. Y se puede robar.

—¿Y a quién le interesaría comprarla? —siguió preguntando el presidente—. Los únicos que la utilizan son los maeses; y la Academia es la propietaria de todas las minas de bodarita y se encarga también de fabricar la pintura. Controla todo el proceso. No tiene sentido que alguien borre un portal para llevarse la pintura. ¿Qué iba a hacer con ella?

—No tengo ni idea —confesó Tabit—, pero las cosas no quedarán así. Voy a informar en la Academia y ellos se ocuparán de solucionarlo.

Hubo murmullos cargados de emociones diversas, que iban desde el alivio hasta el escepticismo.

—¿Y cuándo será eso? —preguntó un pescador enjuto y moreno.

—No lo sé. Habrá una reunión del Consejo para tratar el asunto, supongo, y después encargarán el trabajo a algún maese experto en restauración. La buena noticia es que no tiene que diseñar un nuevo portal, porque el gemelo de este sigue en su sitio, en la Plaza de los Portales de Maradia; así que solo tendrá que buscar el diseño original en los archivos y reproducirlo aquí otra vez. Aunque posiblemente haya que recalcular las coordenadas y volver a plasmarlas en el otro portal, para conectarlos otra vez —añadió, más para sí mismo que para sus oyentes; sacudió la cabeza, desconcertado—. Es la primera vez que me encuentro con un caso así. Por supuesto, hay precedentes de enlaces rotos; portales que se destruyen accidentalmente o que no se han mantenido de la forma adecuada y necesitan una restauración. Pero esto…

—Decidnos la verdad, maese —suplicó el presidente, devolviendo a Tabit a la realidad—. Ha sido obra del Invisible, ¿verdad?

Un coro de comentarios se desató tras estas palabras, como si el líder del Gremio se hubiese atrevido a decir lo que todo el mundo pensaba y, una vez lanzada la posibilidad, todos tuvieran permiso para expresar, por fin, su opinión al respecto.

Tabit alzó las manos, tratando de calmar los ánimos, y abrió la boca, dispuesto a contestar; pero entonces pensó que no le correspondía a él desmentir el mito del Invisible ni dar explicaciones al respecto. Después de todo, no era más que un simple estudiante.

—No sé quién ha podido hacer esto —respondió al fin—, pero la Academia lo estudiará, no me cabe duda. Ahora, si me disculpáis, he de ir a informar al rector de este desagradable incidente.

Aunque en la Academia debían de estar ya al tanto de que había ocurrido algo grave con el portal del Gremio: al fin y al cabo, los pescaderos llevaban provocando atascos en el portal público desde primera hora de la tarde. Las colas, que ya eran largas habitualmente, se habían vuelto todavía más lentas y caóticas, y habían causado retrasos, muchos nervios y algún altercado que otro. Un cargamento de marisco había volcado, desparramando su contenido todavía vivo por las baldosas de la plaza. Una pescadera había discutido con una mujer que se había quejado del intenso olor a productos marinos que impregnaba la plaza, y las dos habían llegado a las manos. Otros dos pescaderos habían intentado saltarse varios puestos en la cola y, ante las protestas de la gente que los rodeaba, se había iniciado una pelea en la que también estaban involucrados dos verduleras, un fornido carretero y un anciano boticario.

Tabit logró por fin alejarse de los miembros del Gremio, cuyo presidente estaba convocando una reunión improvisada para organizar la logística hasta que recuperasen el portal. Cuando se disponía a abandonar la lonja, notó que alguien iba tras sus pasos. Al darse la vuelta, vio a Rodak, que lo contemplaba, azorado, como si quisiera hacerle alguna pregunta, pero no se atreviera.

—¿Sí? —lo animó Tabit.

El joven guardián vaciló solo un momento antes de decir:

—Vos no creéis que haya sido el Invisible, ¿verdad?

Tabit lo miró, preguntándose si valía la pena explicárselo. Al final, suspiró y meneó la cabeza.

—Acompáñame —lo invitó.

Caminaron juntos hasta la Plaza de los Portales de Serena, que aún estaba sumida en el caos; aunque, como Tabit tuvo ocasión de apreciar, parecía que todo acabaría volviendo a la normalidad, porque la fila de carros y cabezas comenzaba a desplazarse de nuevo, lentamente, pero con cierta fluidez.

Con todo, Tabit no tenía intención de usar el portal público en aquellas condiciones. Conocía un par de casas particulares en Serena que albergaban portales a Maradia. Aún era una hora razonable, así que podría visitar cualquiera de ellas sin resultar demasiado inoportuno; o, al menos, eso esperaba.

Sin embargo, se había desviado para pasar por las inmediaciones de la Plaza de los Portales por un motivo muy concreto.

—¿Qué dicen del Invisible, Rodak? —le preguntó de improviso.

El guardián reflexionó.

—Que es el contrabandista más audaz que ha habido nunca en Darusia —respondió al fin—. Que tiene a su servicio una red de ladrones y espías en las diez ciudades capital. Que nadie que lo haya visto alguna vez ha vivido para contarlo, y por eso lo llaman el Invisible. Que está en todas partes al mismo tiempo, y por eso… —vaciló antes de proseguir—, por eso hay quien dice —concluyó en voz baja— que solo puede ser alguien que conoce el secreto para abrir todos los portales que existen.

Tabit asintió.

—Eso se cuenta, sí —dijo con suavidad—. Y ahora, mira.

Le señaló a un hombre mugriento que estaba sentado en el suelo, apoyado contra una pared, cerca del lugar donde la calle desembocaba en la plaza. Era un mendigo, y se encontraba en condiciones lastimosas, más allá de la suciedad y los harapos que cubrían su cuerpo, los pies descalzos, llenos de llagas o la barba enredada e infestada de piojos: cualquiera que se detuviera a mirarlo se daría cuenta de que al hombre le faltaban ambos ojos; giraba la cabeza, atento a cada sonido, volviendo sus cuencas vacías hacia los horrorizados viandantes. Cuando oía pasos que se acercaban, alzaba un viejo y abollado platillo de latón, que sostenía con unas manos a las que alguien, mucho tiempo atrás, había seccionado ambos pulgares. Pero lo peor llegaba cuando el desdichado trataba de comunicarse con sonidos guturales e ininteligibles, porque era entonces cuando los transeúntes se percataban de que tampoco tenía lengua.

Rodak se estremeció. Aquel mendigo llevaba mucho tiempo en Serena. Cuando él era niño, lo había visto a menudo en la Plaza de los Portales; pero el Consejo de la ciudad lo había echado de allí, porque molestaba a los vecinos y a la gente que estaba de paso, así que ahora se lo podía ver rondando por las calles adyacentes, como alma en pena, sin osar poner sus maltratados pies en la plaza.

A Rodak siempre le había dado miedo. Después de toparse con él por primera vez, cuando tenía cinco años, había sufrido pesadillas en las que aquel ajado rostro sin ojos ni lengua lo perseguía sin tregua.

Pero Tabit, sin embargo, no miraba al mendigo con temor o repugnancia, sino con cierta expresión severa no exenta de un punto de compasión. Finalmente, el estudiante se acercó al hombre y depositó un par de monedas de cobre en su platillo.

—Tomad, maese —le dijo—. Cenad algo caliente esta noche.

El mendigo cabeceó enérgicamente mientras hacía sonar el contenido de la escudilla:

—Ga-a-hi-ah —logró pronunciar, con esfuerzo.

Tabit se alejó de él. Rodak lo siguió, entre perplejo, confuso y sobrecogido.

—¿Lo habéis… lo habéis llamado «maese»? ¿Por qué?

—Porque lo es. O, al menos, lo fue. Verás, Rodak, cuando entramos en la Academia hacemos un voto: juramos que no revelaremos jamás a nadie ningún detalle de los lenguajes secretos, ni el alfabético, ni el simbólico. Tampoco enseñaremos a nadie a pintar portales, ni a hacer mediciones, ni a elaborar pintura de bodarita, fuera del plan de estudios de la Academia. Ni pintaremos portales sin el permiso del Consejo, porque la Academia debe estar informada de todos y cada uno de los portales que se dibujan en cualquier lugar del mundo. Tampoco permitiremos que nadie ajeno a la Academia atraviese un portal privado si no está autorizado para ello o no va acompañado por un maese.

—Esto último lo sé —asintió Rodak—. Los portales privados están autorizados para una lista cerrada de personas. Un guardián no debe permitir jamás que alguien que no está en la lista utilice su portal. Salvo que sea un maese, claro —añadió rápidamente.

Tabit asintió.

—Esto se hace por varios motivos —siguió explicando—. Los clientes pagan mucho dinero para poder utilizar un portal privado y, naturalmente, quieren hacerlo en exclusiva. Pero, aparte de eso, muchos portales privados no se encuentran al aire libre; se abren en las paredes interiores de las casas, lo que quiere decir que, cuando pintas un portal de estas características, estás creando también una entrada al corazón del hogar de alguien. Si esa entrada no está bien asegurada, cualquiera podría utilizarla a discreción, y no siempre con buenas intenciones.

Rodak asintió, sin una palabra.

—Los portales privados no siempre tienen guardián —prosiguió Tabit—, porque se supone que es responsabilidad de los dueños utilizarlos de manera sensata. El cerrajero que instala una cerradura y entrega la llave a los nuevos propietarios no es responsable de lo que estos hacen con ella. Si la pierden o la prestan a alguien que no es de fiar, es culpa suya, no del cerrajero.

»Sin embargo, los pintores de portales poseemos la llave de todos los portales que pintamos. Sabemos leer las contraseñas y, por lo tanto, abrir cualquiera de ellos. Es mucho más poder del que tiene un guardián, que solo conoce la contraseña del portal que vigila. Si un cliente paga por poner un portal en el salón de su casa, está abriendo una puerta a cientos de maeses desconocidos que podrían entrar en ella en cualquier momento. Por tal motivo, tenemos que ser especialmente cuidadosos y utilizar ese privilegio con total reserva y moderación. —Sintió una punzada de culpa al recordar su intervención en el palacete del terrateniente Darmod, pero la desechó rápidamente—. Si un pintor de portales, aunque fuera uno solo, usara ese conocimiento para hacer daño de alguna manera, para robar o cometer actos peores, o lo vendiera a terceros que podrían muy bien ser criminales… toda nuestra organización quedaría en entredicho. La red de portales dejaría de ser segura. Nadie querría tener un portal en su casa. ¿Entiendes?

Rodak asintió. Tabit lo miró fijamente.

—¿Cuál es el castigo para un guardián que enseña a otras personas cómo trazar su contraseña secreta, que vende polvo de bodarita o que permite el paso a través de su portal a personas que no tienen permiso para ello? —le preguntó.

—La muerte —respondió Rodak de inmediato, muy convencido. Lo había tenido muy claro desde el principio; su abuelo le había enseñado lo importante que era el trabajo de guardián de portales, y las funestas consecuencias que podía acarrear consigo el hecho de que uno de ellos incumpliera su deber.

—A los maeses que traicionan el juramento —concluyó Tabit—, no los matan. En primer lugar, se los expulsa de la Academia, por lo que dejan de ser maeses. Pero también se les cortan los pulgares, para que no puedan pintar portales nunca más, ni escribir ninguna contraseña en nuestro lenguaje secreto; se los ciega, para que no puedan leer las contraseñas escritas sobre los portales; y, por último, se les arranca la lengua, para que no puedan enseñar a nadie la ciencia de los portales.

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