«Tiene que ser una pesadilla», se dijo el muchacho. Se pasó la mano por el pelo, castaño y rizado, y se preguntó, con creciente desesperación, qué se suponía que debía hacer si, tal y como parecía, resultaba que estaba bien despierto. ¿Decírselo a su abuelo? No, imposible; le rompería el corazón. ¿Cómo iba a explicarle que su nieto había perdido el portal que él había vigilado durante cincuenta años… en su primer día como guardián?
Oyó de pronto una exclamación a su espalda.
—¿Y el portal? ¿Qué ha pasado con el portal?
Rodak se dio la vuelta lentamente. Allí estaban las dos pescaderas, contemplando el muro con estupor.
—¿Y bien, Rodak? —insistió la de mayor edad—. ¿Dónde está el portal?
El joven tragó saliva antes de responder:
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes? ¡Eres el guardián!
Rodak cerró los ojos, tratando de pensar. Él era el guardián, evidentemente, pero aún no había tenido ocasión de guardar nada, en realidad. Reconstruyó los hechos. Cuando su abuelo había abandonado la lonja, al anochecer del día anterior, el portal seguía en su sitio, de eso estaba bien seguro.
Alzó la cabeza con decisión.
—Le preguntaré a Ruris —dijo solamente.
Ruris era el otro guardián del portal, el que, hasta aquel momento, se había alternado con su abuelo para vigilarlo. Él había debido de hacer el último turno de noche; seguro que sabía qué había sucedido.
Tash llevaba casi dos semanas en la Academia y ya estaba deseando marcharse, pero su compañera de cuarto todavía no se lo había permitido.
El primer día le había presentado a su profesor, un
granate
medio chiflado que no dejaba de tomar notas en un enorme libro mientras le hablaba de cosas incomprensibles, y que, al constatar que la chica no entendía nada de lo que le estaba diciendo, había procedido a ignorarla como si no existiera. Sí había captado que Cali y su profesor, un tal maese Belban, estaban investigando precisamente las propiedades del mineral azul. Tash había podido entrar en el estudio en el que ambos trabajaban, un lugar cuyas paredes estaban cubiertas de portales a medio hacer, tanto rojos como azules, presidido por una amplia mesa enterrada bajo montones de libros enormes y papeles escritos con símbolos y dibujos que le resultaban totalmente indescifrables.
Al día siguiente, Cali se había marchado sola a sus clases y sus estudios junto a maese Belban que, por lo visto, no quería volver a ver en sus dominios a la joven minera. Ella tenía permiso, según le había dicho su anfitriona, para deambular por el círculo exterior de la Academia, pero no para ir más allá del primer anillo de jardines sin compañía, y tampoco para pisar el patio de portales. Pero podía compartir el comedor con los demás estudiantes; allí se había topado con Tabit, que se había quedado muy sorprendido al comprobar que aún seguía en la Academia, y había conocido a sus amigos, Unven y Zaut. Estos dos habían hecho una apuesta sobre el verdadero sexo de la muchacha, que Zaut había perdido. Después de eso, Tash no sintió ganas de volver a acercarse a ellos.
Aunque se sentía fuera de lugar en la Academia, los primeros días había encontrado maneras de pasar el tiempo, recorriendo las zonas permitidas y, sobre todo, descansando y recuperando fuerzas. La comida no era excelente, pero sí mucho mejor que aquella a la que estaba acostumbrada, y la cama que le había ofrecido Caliandra era bastante cómoda. También había tenido ocasión de asearse y cambiarse de ropa.
Eso le había supuesto un pequeño conflicto, porque Cali no tenía prendas masculinas para prestarle, y ella se sentía incapaz de dejarse ver en público con ropa de mujer. Tampoco tenía autorización para ponerse un hábito de estudiante, dado que no lo era. Finalmente, Cali había reaparecido con unos pantalones, una camisa que parecía casi nueva y unos zapatos que solo le venían un poco grandes. No le explicó de dónde había sacado aquellas prendas, y ella no se lo preguntó.
El segundo problema llegó cuando hubo que justificar su presencia ante la Administración. Tash se negaba a admitir públicamente que era una chica, porque había llegado a la conclusión de que para ella resultaba más cómodo y seguro seguir fingiendo que era un hombre. Esa, al menos, fue la explicación que le dio a Cali; pero lo cierto era que la muchacha tenía un terror irracional a mostrarse como mujer, no solo porque no lo había hecho nunca, sino porque su padre la había adiestrado, desde que era muy pequeña, para defender su disfraz masculino con uñas y dientes, y una parte de ella creía, de forma inconsciente, que pasarían cosas terribles el día en que todo el mundo supiera la verdad. Ya habían empezado a suceder, de hecho: se había visto obligada a marcharse de la mina y, apenas unos días más tarde, aquel odioso terrateniente había tratado de abusar de ella.
Pero, si se hacía pasar por un chico, no podría compartir habitación con Cali. Y Tabit no estaba dispuesto a dejar que se quedara en su propio cuarto, precisamente porque era una chica. Parecía que en la Academia tenían unas normas bastante estrictas al respecto.
Finalmente maesa Berila, la responsable de Administración, se había encerrado a solas con Tash para decidir por sí misma lo que había que escribir en el registro; después, había decretado que era una mujer y que, por tanto, se alojaría con la estudiante Caliandra, sin necesidad de que hubiera que decirlo a nadie más.
Pero no habían contado con Zaut, que ya se había encargado de hacer correr el rumor de que el muchacho que se alojaba con Cali era en realidad una chica. De modo que Tash se encontró con que muchos estudiantes la miraban con actitudes que iban de la curiosidad mal disimulada al abierto descaro. Una de las teorías más populares era que, de hecho, Tash era un chico, estaba conviviendo con Caliandra y los maeses lo toleraban porque ella había pagado mucho dinero para que hicieran la vista gorda y fingieran creerse de verdad que no era más que una amiga. A Cali no parecía importarle lo más mínimo que lo irregular de aquella situación la situase al borde del escándalo. A Cali, en realidad, jamás le había importado lo que los demás decían de ella; de hecho, aquella era solo una historia más de las muchas que se contaban acerca de su ajetreada vida sentimental. Cualquiera de ellas habría bastado para que la expulsasen de la Academia de por vida por conducta inapropiada; el hecho de que ella siguiera allí, día tras día, como si sus acciones no tuvieran consecuencias, cimentaba la creencia de que la Academia la trataba de un modo especial debido a la influencia de su familia.
Tash, por su parte, se encontraba cada vez más incómoda y, además, no tardó en aburrirse en aquel lugar, donde terminó por sentirse más oprimida que en las estrechas galerías de su mina. Además, no tenía nada que hacer allí. El
granate
loco ya había dejado claro que no quería saber nada de ella.
Así que le exigió a Caliandra que le pagara sus piedras azules, porque tenía intención de marcharse cuanto antes.
Sin embargo, Cali tenía otras cosas en qué pensar. En su primera reunión con maese Belban, este le había explicado brevemente en qué consistía su investigación y, después, la conversación había alcanzado un nivel teórico tan elevado que Caliandra apenas había podido seguirla, quedándose con la sensación de que no estaba a la altura. Por eso, entre otras cosas, le había presentado a Tash, aun arriesgándose a ser amonestada por romper la norma que prohibía a los visitantes merodear por las estancias de los maeses. Había llegado a creer que el anciano apreciaría su interés por la bodarita azul y que mostraría cierta curiosidad hacia la historia de Tash. Pero a maese Belban no le importaba lo más mínimo dónde ni cómo se extraía aquella extraña variedad de mineral, por lo que apenas había prestado atención a Tash, limitándose a tomar notas en su diario de trabajo, del que nunca se separaba.
Y lo peor era que también había empezado a ignorar sistemáticamente a Cali.
De pronto, maese Belban ya no le permitía entrar en sus dominios. Había pasado por allí en varias ocasiones después de aquel encuentro, había llamado a la puerta, pero él la había despedido una y otra vez, con creciente enfado.
—Quizá tenga un mal día —le explicó a Tash—, pero me preocupa que se encuentre mal, o algo parecido. Es bastante mayor, ¿sabes?
—A mí eso me da igual —replicó la minera—. Dame mi dinero o, al menos, devuélveme lo que te di.
Cali sacudió la cabeza.
—Tus piedras azules se las quedó maese Belban. Si no puedo hablar con él, no puedo pagarte, ni tampoco devolvértelas.
Tash resopló, indignada.
—Estoy cansada de tus excusas y tus promesas —estalló—. Voy a largarme de aquí, pero no lo haré con las manos vacías.
—Te prometo que haremos cuentas, en cuanto consiga hablar con maese Belban —le aseguró Caliandra.
Como se había portado bien con ella, Tash decidió darle una segunda oportunidad.
Pero desde entonces habían pasado ya varios días, y nada había cambiado. Cali iba todas las mañanas a llamar a la puerta del estudio del maese, pero este la echaba con cajas destempladas y, últimamente, ni siquiera se molestaba en responder. La joven había ido a hablar con el rector, pero maese Maltun poco podía hacer al respecto.
—Todos conocemos el carácter de maese Belban, estudiante Caliandra —le dijo—. Ten paciencia. Se le pasará.
Cali repitió estas palabras a Tash; pero nada de lo que pudiera decirle lograba apaciguar sus ánimos, que se crispaban más con cada día que pasaba en la Academia.
Aquella mañana, después de la enésima negativa, la muchacha decidió que ya había tenido bastante. Se encaró con Caliandra y anunció, muy decidida:
—Pues, si no quiere abrirte a ti, echaré esa puerta abajo a patadas.
Y, tras esta declaración, salió como una tromba del cuarto de Cali, sin darle oportunidad para replicar.
Ella suspiró, sacudió la cabeza y fue en su busca. Le gustaba Tash, pero cada vez resultaba más difícil razonar con ella.
Recorrió los pasillos del ala de estudiantes, y finalmente encontró a Tash en el jardín. Se había detenido un momento para hablar con un sorprendido Tabit.
—¡… Y no pienso quedarme aquí ni un minuto más! —le estaba diciendo—. ¡Tu amiga es una mentirosa y una ladrona, y, como no me devuelva mis piedras azules…!
—Espera, espera —la detuvo él, desconcertado—. ¿De qué se supone que estás hablando?
Cali los alcanzó.
—No es más que un malentendido —aclaró—. Tash ha traído unos fragmentos de bodarita azul que maese Belban está examinando. Estoy segura de que se los devolverá…
—¿Bodarita azul? —repitió Tabit con incredulidad—. ¿Me estás tomando el pelo?
Pero Cali no tuvo oportunidad de responder, porque Tash resopló con impaciencia y continuó su carrera hacia el edificio principal.
—Luego te lo explicaré —suspiró Cali, y dejó a Tabit para ir en pos de la muchacha minera.
El joven, perplejo, se disponía a seguirlas cuando un estudiante de primer curso llamó su atención:
—¿Estudiante Tabit? Me envía el portero a decirte que tienes visita.
—¿Cómo dices? ¿Visita, yo? Me estarás confundiendo con otro.
El muchacho negó con la cabeza.
—Han preguntado específicamente por ti. Te esperan en la entrada.
Tabit estuvo a punto de decirle que eso era imposible, porque no conocía a nadie fuera de los muros de la Academia. Pero pensó que su vida privada no era de la incumbencia de los estudiantes más jóvenes, así que se limitó a asentir y se encaminó a la puerta principal, muy intrigado.
Rodak se detuvo ante el edificio de la Academia, impresionado. Era la primera vez que ponía los pies allí, y no lo había imaginado tan grande. Le pareció, también, extrañamente tranquilo. Había supuesto que a través de la puerta principal estarían entrando y saliendo constantemente maeses de todas las edades. Imaginaba una actividad similar a la que solía haber en la Plaza de los Portales de Serena un día cualquiera.
Pero, claro, los maeses tenían sus propios portales en el mismo recinto de la Academia y no necesitaban utilizar la puerta principal. Probablemente por eso, el portero no parecía tener gran cosa que controlar, aunque no le quitaba ojo a un joven campesino, de aspecto cansado e irritado, que merodeaba por la calle, cerca de la entrada, como si estuviera aguardando a alguien.
Rodak respiró hondo. Dio un par de pasos y se detuvo, inseguro de repente. ¿Qué les iba a decir a los maeses? ¿Que tenía que guardar un portal que ya no estaba donde se suponía que debía estar?