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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (5 page)

Margo estaba recogiendo sus papeles cuando Frock volvió a hablar:

—Mal asunto el de esta mañana.

Ella asintió. El hombre guardó silencio unos instantes.

—Temo por el museo —dijo por fin.

—Eran hermanos —repuso Margo, sorprendida—. Es una tragedia para la familia. La conmoción pasará pronto; siempre ocurre lo mismo.

—Creo que no —replicó él—. He oído algo sobre el estado en que se hallaron los cadáveres. La fuerza utilizada fue… de una naturaleza anormal.

—No pensará que lo hizo un animal salvaje —dijo Margo. Tal vez Frock estaba tan loco como todo el mundo aseguraba.

El profesor sonrió.

—Querida mía, no presupongo nada. Esperaré a tener más pruebas. De momento, sólo confío en que este desagradable incidente no influya en su decisión de seguir en el museo. Oh, sí, me he enterado, y sentí mucho la muerte de su padre.

»Usted posee tres dones indispensables para un investigador de primera clase: intuición de qué hay que buscar, intuición de dónde hay que buscarlo, y tesón para demostrar sus teorías. —Acercó más la silla a la joven—. El tesón teórico es tan importante como el tesón práctico, señorita Green; no lo olvide nunca. Su preparación técnica y el trabajo que desarrolla en el laboratorio son excelentes. Sería una pena para la profesión perder a alguien de su talento.

Margo experimentó una mezcla de gratitud y resentimiento.

—Gracias, doctor Frock —contestó—. Agradezco sus amables palabras… y su preocupación.

El científico agitó una mano, y Margo se despidió. Cuando se hallaba ante la puerta, Frock habló de nuevo:

—Señorita Green.

—¿Sí?

—Vaya con cuidado.

7

Al salir, casi chocó con Smithback, que se inclinó hacia ella y le guiñó un ojo.

—¿Comemos?

—No —contestó Margo—. Estoy demasiado ocupada.

Dos veces en un día; no estaba segura de poder soportar una dosis tan alta de Smithback.

—Vamos —animó él—. He conseguido algunos detalles sórdidos sobre los crímenes.

—Me lo figuro.

Ella aceleró el paso, irritada por la curiosidad que el periodista le había despertado. El hombre la agarró del brazo.

—Me han asegurado que en la cafetería sirven una lasaña requemada y repugnante —dijo, conduciéndola hacia el ascensor.

En el comedor se hallaba reunida la habitual multitud de conservadores, guardias robustos que hablaban en voz alta, técnicos y preparadores vestidos con la bata blanca de laboratorio. Un conservador depositó unos recipientes sobre una mesa ocupada por científicos, que murmuraron llenos de admiración e interés. Margo observó con atención los tarros, que contenían gusanos parasitarios conservados en formol.

Se sentaron, y Margo intentó retirar con el tenedor la corteza de la lasaña.

—Tal y como te prometí —dijo Smithback. Cogió un pedazo con la mano y dio un mordisco—. Ha estado en el horno desde las nueve de la mañana, como mínimo. —Masticó ruidosamente—. Bien, la policía ha hecho por fin una declaración oficial. Anoche se cometieron dos asesinatos aquí. ¡Una brillante deducción! ¿Recuerdas que los periodistas formularon preguntas sobre animales salvajes? Bien, existe la posibilidad de que los niños hubieran sido despedazados por una bestia salvaje.

—Ahórrate los detalles mientras como —protestó Margo.

—Literalmente despedazados, por lo que parece.

Ella levantó la vista.

—Por favor.

—No bromeo —continuó Smithback—. Y hay prisa por resolver el asunto a causa de la gran exposición que se avecina. Me han dicho que la policía ha nombrado a un forense especial, alguien que lee las heridas de garras como Helen Keller el braille.

—Maldita sea, Smithback —exclamó Margo, dejando caer el tenedor—. Estoy harta de esto, de tu actitud caballerosa y tus detalles morbosos mientras estoy comiendo. ¿No puedes contarme todo eso cuando haya acabado?

—Como te decía —prosiguió el periodista, ignorando las palabras de la joven—, se trata de una experta en felinos de gran tamaño; la doctora Matilda Ziewicz. Menudo nombrecillo, ¿eh? Debe de ser una gorda.

Pese a su irritación, Margo sonrió. Tal vez Smithback fuera un gilipollas, pero era un gilipollas divertido. Apartó su bandeja.

—¿Cómo te has enterado de todo esto? —preguntó.

Él sonrió.

—Dispongo de fuentes. —Se introdujo otro pedazo de lasaña en la boca—. En realidad, me encontré con un amigo que trabaja para el
News.
Alguien obtuvo la historia de un contacto en el Departamento de Policía de Nueva York. Se publicará en todos los periódicos de la tarde. ¿Te imaginas la cara de Wright cuando lo vea? Oh, Dios.

Chasqueó la lengua antes de volver a llenarse la boca. Cuando hubo terminado su lasaña, atacó la de Margo. Para ser tan delgado, comía como una bestia.

—¿Cómo es posible que haya un animal salvaje suelto por el museo? —preguntó Margo—. Es absurdo.

—¿Sí? Pues oye esto; han traído a alguien con un sabueso para seguir la pista al hijo de puta.

—Ahora sí bromeas.

—En absoluto. Pregunta a cualquier guardia de seguridad. Hay trescientos cincuenta kilómetros cuadrados donde un felino o algo similar podría esconderse, incluyendo ocho kilómetros de conductos de aire lo bastante grandes para que un hombre repte a través de ellos. Y bajo el museo yace un laberinto de túneles abandonados. Se lo han tomado muy en serio.

—¿Túneles?

—Sí. ¿No leíste mi artículo del pasado mes? El primer museo se edificó sobre un profundo pantano que no podía drenarse de manera permanente. Construyeron todos esos túneles para desviar el agua. Después, cuando el primer museo se quemó en 1911, erigieron el actual sobre los cimientos del antiguo. El subsótano es enorme, con muchos niveles. La mayor parte carece de energía eléctrica. Dudo de que alguien sea capaz de orientarse ahí abajo. —Smithback devoró el último pedazo de lasaña y apartó la bandeja— Además, corren los habituales rumores sobre la Bestia del Museo.

Toda persona empleada en el museo había oído la historia. Hombres de mantenimiento que trabajaban en el turno de noche aseguraban haberla visto; ayudantes de conservador que vagaban por pasillos mal iluminados en dirección a las cámaras de especímenes la habían sorprendido moviéndose en las sombras, e incluso algunos afirmaban que la bestia había matado a un hombre varios años atrás. En realidad, nadie sabía qué era ni de dónde había salido.

Margo decidió cambiar de tema.

—¿Rickman aún te causa problemas?

Al oír el nombre, el periodista hizo una mueca. Margo sabía que Lavinia Rickman, jefe de relaciones públicas del museo, había contratado a Smithback para que escribiera el libro. También había impedido que la dirección le anticipara el dinero por los derechos de autor. Si bien Smithback no estaba conforme con los detalles del contrato, la exposición prometía ser un bombazo de tal calibre que las ventas del libro podían elevarse con facilidad a seis dígitos. No le iba tan mal a aquel hombre, pensó Margo, teniendo en cuenta el modesto éxito que había obtenido su anterior libro sobre el acuario de Boston.

—¿Rickman? ¿Problemas? —Smithback resopló—. Oh, Dios. Es la mismísima definición de problema. Escucha, quiero leerte algo. —Sacó un fajo de papeles de un cuaderno—. Cuando el doctor Cuthbert propuso la idea de una exposición sobre supersticiones, el director del museo quedó muy impresionado. Tenía todas las características de un acontecimiento triunfal, algo semejante a «Los tesoros del rey Tut» o «Los siete niveles de Troya». Wright sabía que aportaría mucho dinero al museo y brindaría una oportunidad única de conseguir fondos de empresas y gobierno. No obstante, algunos de los conservadores más antiguos se mostraron reticentes, pues consideraban que la exposición pecaba de efectismo. —Tras una pausa, el periodista añadió—: Mira qué hizo Rickman.

Le tendió una hoja. Una enorme línea cruzaba en diagonal el párrafo, y una nota al margen, escrita con rotulador rojo, rezaba: «¡Fuera!»

Margo lanzó una risita.

—¿Lo encuentras divertido? —preguntó él—. Está destrozando mi manuscrito. Fíjate en esto.

Señaló otra página con un dedo. La joven meneó la cabeza.

—A Rickman le preocupa el prestigio del museo. Nunca conseguiréis poneros de acuerdo.

—Está volviéndome loco. Elimina cuanto se le antoja controvertido. Pretende que pase el día hablando con el memo que coordina la exposición, y éste sólo dice lo que su jefe, Cuthbert, le ordena. —Se inclinó con aire conspirador—. Seguro que nunca has visto un hombre como ése en tu vida. —Levantó la vista y gruñó—. Oh, Dios, aquí viene.

Un joven algo obeso, con gafas de montura metálica, apareció ante la mesa. Sostenía una bandeja sobre un maletín de piel reluciente.

—¿Puedo sentarme? —preguntó con timidez—. Es el único asiento libre.

—Claro —contestó Smithback—. Siéntate. Precisamente estábamos hablando de ti. Margo, te presento a George Moriarty, el tipo que coordina la exposición «Supersticiones». —A continuación sacudió los papeles—. Mira qué ha hecho Rickman con mi manuscrito. Lo único que no ha tachado han sido tus citas.

Tras examinar las páginas, Moriarty miró al periodista con la seriedad de un niño.

—No me sorprende —afirmó—. ¿Por qué airear los trapos sucios del museo?

—Vamos, George. ¡Precisamente eso dota de interés a una historia!

Moriarty se volvió hacia Margo.

—Tú eres la estudiante graduada que trabaja sobre etnofarmacología, ¿verdad? —preguntó.

—Exacto —contestó ella, halagada—. ¿Cómo lo sabes?

—Me interesa el tema. —Sonrió y la miró un momento—. La exposición cuenta con varias vitrinas dedicadas a la farmacología y la medicina. De hecho, quería hablar contigo al respecto.

—Claro. ¿Qué deseas comentar?

Observó a Moriarty con mayor atención. Ofrecía el aspecto del típico colaborador de un museo: estatura media, un poco gordinflón, cabello castaño, chaqueta de tweed arrugada. Lo único fuera de lo común en él era el enorme reloj de muñeca, en forma de reloj de sol, y sus ojos de color avellana, muy claros, con un brillo de inteligencia.

Smithback se inclinó, se removió irritado en su asiento y miró a la pareja.

—Bien —dijo—, me gustaría quedarme y presenciar una escena tan encantadora, pero el miércoles he de entrevistarme con una persona en la Sala de los Insectos y debo terminar el capítulo que estoy escribiendo. George, no firmes ningún contrato cinematográfico relacionado con esa exposición sin consultarme antes.

Tras lanzar un bufido, se levantó y se encaminó hacia la puerta sorteando las mesas de la cafetería.

8

Jonathan Hamm escudriñó el pasillo del sótano a través de unas gafas de cristales gruesos que necesitaban una limpieza a fondo. Llevaba unas correas de cuero enrolladas en las manos enguantadas, y dos perros estaban sentados obedientemente a sus pies. Su ayudante se hallaba junto al teniente D'Agosta, que sostenía unos planos muy arrugados. Había dos agentes apoyados contra la pared, con sendas Remingtons de calibre 12 colgadas de los hombros.

D'Agosta manoseó los planos.

—¿Es que estos perros no pueden oler el rastro? —preguntó irritado.

Hamm exhaló un largo suspiro.

—Sabuesos; son sabuesos. Y no; no han captado ningún olor desde que empezamos. Mejor dicho, han captado demasiados olores.

El teniente gruñó, extrajo un puro del bolsillo de la chaqueta y se lo llevó a la boca. Hamm lo miró.

—Oh, sí—dijo D'Agosta, que de inmediato volvió a guardar el puro.

Hamm olfateó el aire, que por fortuna era húmedo; de hecho, era lo único positivo de aquella expedición. Para empezar, se había topado con la habitual estupidez de la policía. «¿Qué clase de perros son éstos? —habían preguntado—. Queremos sabuesos.» «Éstos son sabuesos —había explicado él—; sabuesos que cazan zorros y mapaches.» En condiciones adecuadas, eran capaces de rastrear a un excursionista extraviado después de una nevada de noventa centímetros. Pero aquéllas, pensó Hamm, no eran las condiciones adecuadas.

Como de costumbre, el lugar de los hechos no estaba intacto; productos químicos, pintura, tiza, mil personas entrando y saliendo… Además, la zona que rodeaba la base de la escalera había quedado bañada en sangre, e incluso en aquellos momentos, dieciocho horas después de los asesinatos, el olor impregnaba el aire y ponía nerviosos a los sabuesos.

Al principio habían intentado seguir el rastro partiendo de la escena del crimen. Cuando eso falló, Hamm sugirió que trazaran un perímetro alrededor del lugar de los hechos, lo que tampoco había dado resultado alguno.

Los sabuesos no habían sido adiestrados para trabajar entre cuatro paredes. Estaban confusos, por supuesto, y era lógico. La policía no le había dicho si buscaban un ser humano o un animal. Tal vez ni siquiera lo sabían.

—Vamos por aquí —propuso D'Agosta.

Hamm pasó las correas a su ayudante, que empezó a avanzar mientras los perros olfateaban el suelo.

Luego los sabuesos habían recorrido un almacén lleno de huesos de mastodonte, ,y el paradiclorobenceno conservante que se proyectó al abrir la puerta les había retrasado media hora, hasta que los sabuesos recuperaron el sentido del olfato. Tras aquel primer almacén habían atravesado otros dos llenos de pellejos de animales, y gorilas en formol, un congelador repleto de especímenes muertos, y una cámara de esqueletos humanos.

Llegaron a una arcada con una puerta metálica, abierta que conducía a una escalera de piedra que descendía; las paredes estaban incrustadas de limo.

—Ahí deben de estar las mazmorras —bromeó uno de los policías.

—Baja al subsótano —anunció D'Agosta después de consultar los planos. Hizo una seña a uno de sus hombres, que le entregó una linterna.

La angosta escalera desembocaba en un túnel de ladrillo, cuyo techo abovedado apenas permitía el paso a un hombre erguido. El rastreador avanzó con los perros, seguido de D'Agosta y Hamm. Los dos agentes cerraban la comitiva.

—Hay agua en el suelo —observó Hamm.

—¿Y qué? —preguntó el teniente.

—Si corre agua por aquí, no habrá ningún olor.

—Me dijeron que habría charcos aquí —repuso D'Agosta—. Sólo corre cuando llueve, y no ha llovido.

—Eso me tranquiliza —dijo Hamm.

Llegaron a la confluencia de cuatro túneles, y D'Agosta se detuvo para examinar los planos.

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