Read El ídolo perdido (The Relic) Online
Authors: Douglas y Child Preston
—Lo sé, lo sé —dijo el periodista, jovial—. Es terrible. Pobres críos. Aún no acabo de creerlo. Será algún truco de Cuthbert para dar publicidad a la exposición. —Suspiró y a continuación compuso una expresión de culpabilidad—. Eh, Margo…, lamento lo de tu padre. Debería habértelo dicho antes.
—Gracias. —La sonrisa de la mujer no fue cálida.
—Vosotros dos, escuchad —intervino Kawakita, poniéndose en pie—. He de…
—Me han comentado que piensas marcharte —dijo Smithback a Margo—, que vas a abandonar la tesina para trabajar en la empresa de tu padre, o algo por el estilo. —La miró con curiosidad—. ¿Es cierto? Creía que tus investigaciones estaban dando frutos.
—Bien —contestó Margo—, sí y no. La tesina está ocasionándome muchas dificultades. Hoy tengo mi cita semanal de las once con Frock. Se habrá olvidado, como de costumbre, y quedado con otra persona, sobre todo después de esta tragedia, pero confío en verlo. Encontré una monografía interesante sobre la clasificación kiribitu de las plantas medicinales. —Al percatarse de que la mirada de Smithback comenzaba a vagar por la cafetería, recordó una vez más que casi nadie se interesaba por la genética y la etnofarmacología de las plantas—. Bien, debo prepararme. —Se levantó.
—¡Espera un momento! —dijo Smithback, recogiendo sus papeles—. ¿No quieres asistir a la conferencia de prensa?
Cuando salieron de la sala, Freed aún seguía protestando ante cualquiera dispuesto a escucharle. Kawakita, que se había adelantado, agitó la mano a modo de despedida antes de doblar una esquina.
Llegaron a la Gran Rotonda y descubrieron que la conferencia de prensa ya había empezado. Winston Wright, el director del museo, estaba rodeado de periodistas, que le apuntaban con cámaras y micrófonos. Las voces resonaban en la sala. Ippolito, jefe de seguridad del museo, se hallaba junto al director. Otros empleados y grupos de escolares curiosos se habían congregado alrededor.
Wright respondía con irritación a las preguntas formuladas a voces. Su traje de Savile Row, por lo general impecable, estaba arrugado, y el escaso cabello le caía sobre una oreja. Su piel pálida aparecía cenicienta, y tenía los ojos inyectados en sangre.
—No —decía—, por lo visto pensaron que sus hijos ya habían salido del museo. No nos avisaron… No; no tenemos animales vivos en el museo. Bien, por supuesto, contamos con ratones y serpientes que son utilizados para fines experimentales, pero no hay leones ni tigres, ni nada por el estilo… No, no he visto los cadáveres… No sé qué clase de mutilaciones padecieron, si las hubo… Carezco de experiencia para responder a esa cuestión; tendrá que esperar a las autopsias… Quiero recalcar que la policía no ha formulado ninguna declaración oficial… Si no dejan de gritar, no contestaré a más preguntas… No, he dicho que no tenemos animales salvajes en el museo… Sí, eso incluye osos… No, no voy a facilitar nombres… ¿Cómo quiere que responda a esa pregunta? La conferencia de prensa ha concluido… He dicho que esta conferencia de prensa ha terminado… Sí, claro que estamos colaborando con la policía en todos los sentidos… No, no veo motivos para retrasar la inauguración de la nueva exposición. Déjenme subrayar que la inauguración de «Supersticiones» tendrá lugar en la fecha prevista… Tenemos leones disecados, sí, pero si pretende insinuar… ¡Los cazaron en África hace setenta y cinco años, por el amor de Dios! No pienso contestar ninguna otra pregunta ofensiva de ese estilo… ¿El caballero del
Post
quiere hacer el favor de dejar de gritar? La policía está interrogando al científico que descubrió los cadáveres, pero carezco de información al… No, no tengo nada más que añadir, salvo que estamos haciendo todo cuanto podemos… Sí, claro que ha sido una tragedia…
Los periodistas comenzaron a dispersarse y entraron en el museo.
Wright se volvió encolerizado hacia el jefe de seguridad.
—¿Dónde coño estaba la policía? —exclamó. Dio media vuelta y, sin mirar atrás, añadió—: Si ve a la señora Rickman, dígale que vaya a mi despacho inmediatamente. —Y salió a grandes zancadas de la Gran Rotonda.
Margo se adentró en el museo, evitando las zonas destinadas al público, hasta llegar al pasillo denominado «Broadway», que recorría el edificio en toda su longitud (seis manzanas) y, según se decía, era el más largo de Nueva York. Las paredes estaban ocupadas por viejos armarios de roble, separados cada nueve metros por puertas de cristal mate, la mayoría de las cuales llevaban inscrito en pan de oro, con los bordes en negro, el nombre de un conservador.
Margo, como estudiante graduada, sólo tenía derecho a un escritorio de metal y una librería en uno de los laboratorios del sótano. «Al menos tengo un despacho», pensó mientras se desviaba del pasillo para bajar por un estrecho tramo de escaleras de hierro. A una de sus compañeras de promoción sólo le habían asignado en el Departamento de Mamalogía un desvencijado pupitre escolar encajado entre dos enormes congeladores, por lo que tenía que llevar jerseys gruesos para trabajar, incluso en pleno agosto.
Un guardia de seguridad apostado al pie de la escalera le franqueó el paso, y Margo avanzó por un pasillo tenebroso, flanqueado por esqueletos de caballos guardados en viejas vitrinas. No había ninguna cinta policial a la vista.
Ya en su despacho, arrojó el bolso junto al escritorio y se sentó. Gran parte del laboratorio servía como almacén de objetos procedentes de los Mares del Sur; escudos maoríes, canoas de guerra y flechas de caña se amontonaban en armarios metálicos verdes que llegaban hasta el techo. Una pecera de cuatrocientos cincuenta litros, que pertenecía al Departamento de Conducta Animal y simulaba un pantano, descansaba sobre una estructura de hierro, bajo una batería de luces. Estaba tan superpoblado de algas que Margo sólo conseguía distinguir algún pez cuando escudriñaba en su oscuridad.
Junto al escritorio había una mesa de trabajo larga con una hilera de máscaras polvorientas. La conservadora, una joven amargada, trabajaba en colérico silencio y dedicaba a su tarea apenas tres horas diarias. A juzgar por la lentitud de la producción, debía de tardar dos semanas en restaurar cada máscara. Aquella colección en concreto constaba de cinco mil piezas, y a nadie parecía preocupar que, a aquel ritmo de trabajo, el proyecto se prolongara durante dos siglos.
Margo conectó la terminal de ordenador, y en la pantalla apareció un mensaje en letras verdes:
HOLA MARGO GREEN PERS BIOTEC
BIENVENIDA A MUSENET
DISTRIBUTED NETWORKING SYSTEM
RELEASE 15-5
COPYRIGHT © 1989-1995 NYMNH AND
CEREBRAL SYSTEMS INC.
CONECTADO A LAS 10:24:06 DEL 27-3-95
SERVICIO DE IMPRESIÓN DERIVADO A: LJ56
NO LA ESPERA NINGÚN MENSAJE.
Pasó al procesador de datos y solicitó sus notas, dispuesta a revisarlas antes de su encuentro con Frock. Su tutor solía mostrarse preocupado durante aquellas reuniones semanales, y Margo se esforzaba sin cesar por proporcionarle algo nuevo. El problema consistía en que, por lo general, no había nada nuevo, salvo más artículos leídos, diseccionados e introducidos en el ordenador; además del trabajo de laboratorio, y tal vez… tal vez… tres o cuatro páginas de la tesina. Comprendía a la gente que se apuntaba a ganar dinero fácil concedido por el gobierno, o lo que los científicos llamaban con sorna un TET: Todo Excepto Tesina.
Cuando Frock había accedido a ser su tutor dos años antes, Margo había llegado a sospechar que se había producido un error. Frock (el cerebro que había elaborado el denominado «Efecto Calisto», titular de la cátedra Cadwalader de Paleontología Estadística de la Universidad de Columbia, jefe del Departamento de Biología Evolutiva del museo) la había elegido como estudiante investigadora, un honor que se reservaba a unos pocos cada año.
Frock había empezado su carrera profesional como antropólogo físico. Confinado en una silla de ruedas a consecuencia de una polio infantil, había realizado trabajos de campo que aún constituían la base de muchos libros de texto. Después de varios brotes de malaria que imposibilitaron la investigación de campo, Frock desvió sus energías hacia la teoría de la evolución. A mediados de los ochenta, había desatado un sinfín de controversias al formular una nueva propuesta radical; su hipótesis, que combinaba la teoría del caos con la evolución darwiniana, discutía la creencia aceptada de que la vida evolucionaba gradualmente. Postulaba que a veces la evolución era mucho menos gradual; sostenía que aberraciones de vida corta («especies monstruosas») eran en ocasiones ramas colaterales de la evolución. Frock aducía que la causa de la evolución no siempre residía en la selección fortuita, sino que el medio ambiente podía ocasionar cambios súbitos y grotescos en las especies.
Gran parte del mundo científico albergaba dudas respecto a la teoría de Frock, expuesta en una brillante serie de artículos y documentos. Si existían formas de vida extravagantes, se preguntaban, ¿dónde se escondían? Frock contestaba que su teoría predicaba una rápida desaparición de los géneros, así como un rápido desarrollo.
Mientras los expertos tachaban las tesis de Frock de desencaminadas, incluso de dislates, la prensa popular abrazaba sus ideas. La teoría llegó a conocerse como el Efecto Calisto, por el mito griego en que una joven se transforma de repente en un ser salvaje. Si bien Frock deploraba las interpretaciones erróneas de su trabajo, tan extendidas, utilizaba con astucia esa celebridad para difundir sus esfuerzos académicos. Como muchos conservadores brillantes, estaba enfrascado en sus investigaciones, y Margo sospechaba a veces que todo lo demás, incluido su trabajo, le aburría.
Al otro lado de la habitación, la conservadora se levantó y, sin decir palabra, se fue a comer, señal inequívoca de que pronto serían las once. Margo garrapateó unas cuantas frases en una hoja de papel, borró la pantalla y recogió la libreta de notas. Tenía algunos datos nuevos sobre la clasificación de las plantas kiribitu que tal vez intrigarían a su tutor.
El despacho de Frock se hallaba en la torre sudoeste, al final de un elegante pasillo eduardiano de la quinta planta; un oasis alejado de los laboratorios y ordenadores que caracterizaban la parte oculta del museo. El rótulo de la pesada puerta de roble de la oficina interior sólo rezaba: «Dr. Frock.» Margo la golpeó con los nudillos. Oyó un estentóreo carraspeo y el ruido de una silla de ruedas al deslizarse. La puerta se abrió poco a poco y apareció la familiar cara rubicunda, con las cejas pobladas enarcadas en señal de sorpresa. Después los ojos del profesor se iluminaron.
—Claro, es lunes. Entre.
Habló en voz baja, le tocó la muñeca con una mano regordeta y le indicó con un gesto que tomara asiento en una butaca demasiado mullida. Como de costumbre, Frock vestía traje oscuro, camisa blanca y corbata de colores vistosos. Su abundante y cano cabello estaba despeinado.
Las paredes del despacho estaban cubiertas de librerías acristaladas antiguas, y muchos estantes, atestados de reliquias y rarezas recogidas durante sus primeros años en la especialidad. Enormes montañas de libros se apoyaban, en precario equilibrio, contra una pared. Dos grandes ventanas daban al río Hudson. Butacas victorianas tapizadas descansaban sobre la alfombra persa desteñida, y sobre el escritorio había varios ejemplares del último libro de Frock,
La evolución fractal
. Junto a ellos, Margo reconoció un gran pedazo de piedra arenisca gris, en cuya superficie plana había una profunda hendidura tiznada y alargada que desembocaba en un extremo en tres grandes mellas. Según Frock, se trataba de una pisada de un ser desconocido para la ciencia; constituía la única prueba palpable en que fundamentaba su teoría de la evolución aberrante. Otros científicos disentían; muchos, convencidos de que no era un fósil, lo denominaban «el disparate de Frock», y la mayoría ni siquiera lo había visto.
—Aparte eso y siéntese —indicó el profesor, mientras dirigía la silla a su lugar favorito, bajo una de las ventanas—. ¿Jerez? No, claro, nunca toma. Qué olvidadizo soy.
Sobre la butaca indicada había varios ejemplares de
Nature
y el texto mecanografiado de un artículo inacabado titulado «La transformación filética y el "helecho con púas" del terciario». Margo los depositó sobre una mesa cercana y se sentó, preguntándose si el doctor Frock comentaría algo sobre la muerte de los dos chicos.
El hombre la observó un momento, inmóvil. A continuación parpadeó y suspiró.
—Bien, señorita Green, ¿empezamos?
Decepcionada, la mujer abrió su libreta. Tras revisar las notas, comenzó a explicar el análisis que había realizado de la clasificación de plantas kiribitu y cómo lo relacionaba con el siguiente capítulo de la tesina. A medida que hablaba, la cabeza de Frock caía poco a poco sobre su pecho, y sus ojos se cerraban. Un extraño habría pensado que se había dormido, pero Margo sabía que el profesor escuchaba con intensa concentración.
Cuando terminó, el hombre se reanimó lentamente.
—Clasificación de las plantas medicinales en función del uso, no de la apariencia —murmuró por fin—. Interesante. Ese artículo me recuerda una experiencia que tuve en la tribu ki de Bechuanalandia.
Margo esperó con paciencia a que su tutor prosiguiese.
—Los ki, como sabrá —Frock siempre daba por sentado que sus oyentes conocían el tema tan bien como él—, utilizaron en una época la corteza de cierto arbusto como remedio contra el dolor de cabeza. Charrière los estudió en 1869 y anotó dicho uso en sus diarios de campaña. Cuando yo aparecí, tres cuartos de siglo después, habían dejado de emplear el remedio y atribuían los dolores de cabeza a la hechicería. —Se removió en la silla de ruedas—. El remedio aceptado en aquel tiempo consistía en que la prole de la víctima debía identificar al hechicero y, por supuesto, matarlo. Después, claro, la progenie del hechicero fallecido debía vengar su muerte, de manera que muy a menudo eliminaban a la persona que sufría el dolor de cabeza. Ya puede imaginar qué sucedió a la larga.
—¿Qué? —preguntó ella, convencida de que el profesor explicaría cómo encajaba todo aquello en su tesina.
—Pues fue un milagro de la medicina —dijo Frock, tendiendo las manos—. La gente dejó de padecer de dolor de cabeza.
La pechera de su camisa se estremeció a causa de las carcajadas. Margo también rió, por primera vez aquel día.
—Bien por la medicina primitiva —dijo el doctor con tono algo nostálgico—. En aquellos tiempos, el trabajo de campo aún era divertido. —Hizo una pausa—. Se dedicará toda una sección de la nueva exposición «Supersticiones» a la tribu ki —añadió—. Se intentará que sea atractiva para el gran público, por supuesto. Un joven recién licenciado en Harvard se encargará de supervisar el espectáculo. Me han comentado que sabe más de ordenadores y márketing que de ciencia pura. —Frock se rebulló de nuevo—. En cualquier caso, señorita Green, considero que lo que usted acaba de describir constituirá un estupendo complemento a su trabajo. Sugiero que obtenga algunas muestras de plantas kiribitu del herbario y parta de ahí.