Read El ídolo perdido (The Relic) Online
Authors: Douglas y Child Preston
—¿Cómo? —Ippolito parecía confuso.
—Fíjese en esta estupenda plasmación de la antigua Santa Fe. ¿Ha visitado alguna vez Santa Fe?
Se produjo un silencio momentáneo.
—Er, no —respondió el jefe de seguridad.
—Detrás de la ciudad hay una cordillera llamada la sierra de Sangre de Cristo.
—¿Y?
—Bien, esas montañas adquieren un tono rojizo cuando el sol se pone, pero no tan rojo, diría yo. Eso es sangre de verdad, y reciente. Es una pena que haya estropeado el cuadro.
—Puta mierda —masculló D'Agosta—. Mire eso.
Una amplia franja de sangre cruzaba el cuadro.
—El crimen es siempre muy sucio. Encontraremos rastros de sangre por todo el pasillo. Teniente, la gente del laboratorio tendrá que trabajar aquí. —Hizo una pausa—. Acabaremos nuestro pequeño paseo y luego les diremos que vengan. Me gustaría seguir adelante y buscar una prueba, si no les importa.
—Como si estuviera en su casa —dijo D'Agosta.
—Camine con cuidado, señor Ippolito. Les pediremos que, además de las paredes, examinen el suelo.
Llegaron a una puerta cerrada con un cartel de «Prohibido el paso».
—Ésta es la zona de seguridad —dijo Ippolito.
—Ya veo —contestó Pendergast—. ¿Por qué se ha creado esta zona de seguridad, señor Ippolito? ¿Acaso el resto del museo es inseguro?
—De ninguna manera —se apresuró a contestar el hombre—. En la zona de seguridad se almacenan objetos raros y valiosos. Éste es el museo mejor protegido del país. Hace poco instalamos un sistema de puertas metálicas deslizantes conectadas al equipo informático; en caso de robo el museo quedaría cerrado en secciones, como los compartimientos estancos de…
—Me hago una idea, señor Ippolito, muchas gracias —interrumpió Pendergast—. Interesante. Una antigua puerta forrada de cobre —susurró, examinándola con atención.
D'Agosta observó que el revestimiento de cobre presentaba hendiduras poco profundas.
—Melladuras recientes a juzgar por el aspecto —afirmó el agente del FBI—. ¿Qué deduce?—preguntó, señalando hacia abajo.
—Hostia —murmuró D'Agosta cuando examinó la sección inferior de la puerta. El marco de madera había quedado convertido en una masa de astillas, como si unas garras lo hubieran destrozado.
Pendergast retrocedió.
—Quiero que analicen toda la puerta, teniente, por favor. Y ahora, echemos un vistazo al interior, señor Ippolito, si es tan amable de abrir la puerta sin manosearla.
—No debo dejar entrar a nadie sin permiso.
D'Agosta lo miró con incredulidad.
—¿Pretende que traigamos una jodida orden judicial?
—Oh, no, no, es que…
—Ha olvidado la llave —sospechó Pendergast—. Esperaremos.
—Regreso enseguida —dijo Ippolito, y sus pasos se alejaron por el pasillo.
Cuando dejaron de oírse, D'Agosta se volvió hacia el agente especial.
—Lamento decirlo, Pendergast, pero me gusta su forma de trabajar. Ha demostrado gran astucia con lo del cuadro y sabe cómo tratar a Ippolito. Buena suerte con los chicos de Nueva York.
Pendergast sonreía divertido.
—Gracias. El sentimiento es mutuo. Me alegro de trabajar con usted, teniente, y no con uno de esos tipos resabiados. A juzgar por lo que pasó en el patio, aún tiene corazón. Sigue siendo un ser humano normal.
D'Agosta rió.
—No, no fue eso, sino los jodidos huevos revueltos con jamón, queso y tomate que devoré en el desayuno. Y aquel corte al cero. Odio los cortes al cero.
La puerta del herbario estaba cerrada, como de costumbre, pese al letrero que rezaba «No cierren esta puerta». «Vamos, Smith, sé que estás ahí.» Margo llamó de nuevo, con más fuerza, y oyó una voz quejumbrosa.
—¡De acuerdo, no sea impaciente! ¡Ya voy!
La puerta se abrió por fin, y Bailey Smith, el viejo ayudante de conservador del herbario, se sentó ante su escritorio lanzando un suspiro de irritación y comenzó a examinar el correo.
Margo avanzó con resolución. Daba la impresión de que aquel hombre consideraba su trabajo una grosera imposición. Y cuando por fin se decidía a colaborar, costaba callarle. En circunstancias normales, habría enviado una solicitud por escrito para evitar el mal trago, pero necesitaba estudiar los especímenes de plantas kiribitu lo antes posible para redactar el siguiente capítulo de su tesina. Aún no había concluido el texto que le había pedido Moriarty. Además, había oído rumores acerca de otro horrible asesinato, a causa del cual el museo permanecería cerrado el resto del día.
Bailey Smith tarareaba una melodía, sin prestar la menor atención a la joven. Ella sospechaba que, aunque tenía casi ochenta años, sólo fingía sordera para molestar a la gente.
—¡Señor Smith! —llamó en voz alta—. Necesito estos ejemplares, por favor. —Deslizó una lista sobre la superficie de la mesa—. Ahora mismo, si es posible.
Smith gruñó, se levantó de la butaca y cogió la hoja. La repasó con un gesto de desaprobación.
—Seguramente tardaré un tiempo en localizarlos. ¿Qué tal mañana por la mañana?
—Por favor, señor Smith. Me han comentado que tal vez cerrarán el museo de un momento a otro. Necesito esos especímenes.
El anciano barruntó la oportunidad de charlar un poco y adoptó una actitud más cordial.
—Un asunto terrible —dijo, meneando la cabeza—. No había visto nada igual en los cuarenta y dos años que llevo aquí. De todas formas, no puedo decir que me sorprenda —añadió, con un cabeceo significativo.
Margo no quiso seguirle la corriente.
—No es el primero, por lo que me han dicho, y tampoco será el último. —Se volvió con la lista y la sostuvo ante su nariz—. ¿Qué es esto?
¿Muhlenbergia dunbarii?
No tenemos nada de eso.
De pronto Margo oyó una voz a su espalda.
—¿No es el primero?
Era Gregory Kawakita, el joven ayudante de conservador que la había acompañado al bar la mañana anterior. Margo había leído su biografía; hijo de padres acaudalados, había quedado huérfano muy joven, abandonado su Yokohama natal y crecido con unos parientes en Inglaterra. Después de estudiar en el Magdalene College de Oxford y realizar su tesina de licenciatura en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, había sido contratado en el museo como ayudante de conservador. Era el
protégé
más brillante de Frock, por lo cual Margo le guardaba cierto resentimiento. Para ella, Kawakita no parecía la clase de científico que desearía asociarse con Frock; mientras que el primero poseía un sexto sentido para la política del museo, el segundo se había convertido en un personaje controvertido, un iconoclasta. No había duda de que Kawakita era brillante, y colaboraba con Frock en la experimentación de un modelo de mutación genética que sólo los dos parecían comprender en su totalidad. Bajo las directrices de Frock, Kawakita estaba desarrollando el Extrapolador, un programa capaz de comparar y combinar códigos genéticos de especies distintas. Cuando trabajaban con sus datos en el poderoso ordenador del museo, el rendimiento del sistema se reducía hasta tal punto que la gente decía que no superaba las funciones de una calculadora de mano.
—¿No es el primer qué? —preguntó Smith, lanzando una mirada poco amistosa al recién llegado.
Margo dirigió una mirada de advertencia a Kawakita, quien respondió:
—Ha dicho algo acerca de que este crimen no es el primero.
—¿Es necesario, Greg? —le susurró Margo—. Nunca conseguiré los especímenes.
—Nada de esto me sorprende —afirmó Smith—. Ahora bien, no soy un hombre supersticioso. —Se apoyó sobre la mesa—. Ésta no es la primera vez que un ser vaga por los pasillos del museo. Al menos, eso comenta la gente, desde luego, yo no lo creo, ¿saben?
—¿Un ser? —preguntó Kawakita.
Margo le propinó un leve puntapié en la espinilla.
—Me limito a repetir lo que todo el mundo asegura, doctor Kawakita. No me gusta propagar falsos rumores.
—Por supuesto —dijo el científico, y guiñó un ojo a Margo.
Smith le dedicó una mirada severa.
—Cuentan que lleva aquí mucho tiempo. Vive en el sótano, come ratas, ratones y cucarachas. ¿Han observado que no se ven ratas ni ratones en el museo? Debería haber; bien sabe Dios que Nueva York está infestado. Curioso, ¿verdad?
—No me había fijado —dijo Kawakita—. Lo comprobaré.
—Además, hubo un investigador que criaba gatos para un experimento —prosiguió Smith—. Creo que se llamaba Sloane. Sí, el doctor Sloane, del Departamento de Conducta Animal. Un día, una docena de gatos escaparon, y ¿saben qué? Nunca volvieron a verlos. Desaparecidos. Un caso realmente curioso.
—Tal vez se marcharon porque no había ratas que comer —sugirió Kawakita.
Smith ignoró el comentario.
—Algunos afirman que ese ser salió de una de aquellas cajas llenas de huevos de dinosaurio que llegaron de Siberia.
—Ya. —Kawakita trató de simular una sonrisa—. Dinosaurios sueltos en el cementerio.
El anciano se encogió de hombros.
—Yo sólo repito lo que oigo. Otros piensan que se trata de algo procedente de una de las tumbas saqueadas a lo largo de los años; algún objeto, por supuesto, como la maldición del rey Tut, ya saben. Si les interesa mi opinión, les diré que aquellos tipos se lo merecían. No me importa cómo lo llamen, arqueología, antropología o vudulogía, para mí eso es un robo descarado. No se les ocurre saquear las tumbas de sus abuelas, pero no vacilan a la hora de entrar en la de otro y llevarse todos sus bienes. ¿No es así?
—Desde luego —contestó Kawakita—. Pero ¿por qué dijo que estos asesinatos no eran los primeros?
Smith los miró con aire de conspirador.
—Bien, si comenta a alguien que yo se lo he contado, lo negaré. Unos cinco años atrás sucedió algo muy extraño. —Hizo una larga pausa para aumentar el efecto del relato—. Un conservador llamado Morrissey, Montana, o algo por el estilo, participó en una desastrosa expedición al Amazonas. Ya saben a cuál me refiero; aquella en que todos los miembros fueron asesinados. El caso es que un día desapareció, sin más. Nadie volvió a saber de él. La gente comenzó a murmurar al respecto. Por lo visto, un guardia oyó decir que habían encontrado su cadáver, horriblemente mutilado, en el sótano.
—Entiendo —dijo el científico—. ¿Cree que fue obra de la Bestia del Museo?
—Yo no creo nada —se apresuró, a contestar Smith—. Le he explicado lo que he oído, nada más. Le aseguro que me han contado montones de historias.
—¿Alguien ha visto a este, ejem, ser? —preguntó Kawakita sin poder disimular una sonrisa.
—Sí, señor. Un par de personas, de hecho. ¿Conoce a Carl Conover, el del taller? Afirma que lo vio hace tres años. Llegó una mañana temprano y lo vio desaparecer tras una esquina del sótano, a plena luz del día.
—¿De veras? ¿Qué aspecto tenía?
—Bien… —El anciano se interrumpió. Por fin se había dado cuenta de que aquel hombre se burlaba de él. La expresión del viejo cambió—. Supongo, doctor Kawakita, que se parecía un poco al señor Jim Beam.
Kawakita se quedó perplejo.
—¿Beam? Creo que no lo conozco…
Bailey Smith prorrumpió en carcajadas, y Margo no pudo evitar sonreír.
—Gregory, intenta decir que Conover estaba borracho.
—Ya —dijo Kawakita, molesto—, por supuesto. —Su buen humor se había desvanecido.
«No le gusta que le devuelvan las bromas —pensó Margo—. Le gusta hacerlas, pero no recibirlas.»
—Bien —dijo el científico con brusquedad—, necesito unos especímenes.
—Espera un momento —protestó Margo cuando el hombre dejó su lista sobre la mesa. El anciano le echó un vistazo y miró a Kawakita.
—¿Qué tal dentro de dos semanas? —preguntó.
Varios pisos más arriba, el teniente D'Agosta, sentado en un enorme sofá de cuero, chasqueó la lengua, descansó una pierna rechoncha sobre la rodilla de la otra y paseó la vista por el estudio del conservador. Pendergast, arrellanado en una butaca detrás de un escritorio, estaba absorto en un libro de litografías. Sobre su cabeza colgaba un gran cuadro de Audubon, con marco rococó dorado, que plasmaba el rito de apareamiento del airón blanco. Un artesonado de roble con la pátina de un siglo se alzaba sobre las paredes revestidas de molduras. Elegantes lámparas doradas pendían del techo, y una gran chimenea de piedra caliza de las Dolomitas muy labrada dominaba una esquina de la sala. «Bonita habitación —pensó el teniente—. Dinero antiguo, Nueva York antiguo. Tiene clase. No es un sitio para fumar un puro de dos pavos.» Encendió uno.
—Pasan de las dos y media —dijo, y exhaló humo azul—. ¿Dónde demonios se habrá metido Wright?
Pendergast se encogió de hombros.
—Intenta intimidarnos —afirmó y pasó otra página.
D'Agosta observó un momento al hombre del FBI.
—Ya conoce a esos peces gordos de los museos. Creen que pueden hacer esperar a cualquiera —dijo por fin—. Wright y sus colegas nos tratan como a ciudadanos de segunda.
Pendergast pasó otra página.
—No tenía ni idea de que el museo poseía una colección entera de bocetos del Foro de Piranesi
2
—murmuró.
D'Agosta resopló. «Debe de ser interesante», pensó.
Después de comer, había telefoneado subrepticiamente a algunos amigos del FBI. Resultó que no sólo habían oído hablar de Pendergast, sino que también conocían ciertos rumores que corrían sobre él. Se había graduado con honores en una universidad inglesa; debía de ser cierto. Oficial de fuerzas especiales que había sido capturado en Vietnam y huido después de la selva; único superviviente de un campo de concentración camboyano. D'Agosta albergaba dudas al respecto. En cualquier caso, su opinión sobre aquel hombre comenzaba a cambiar.
La puerta maciza se abrió y entró Wright, seguido del jefe de seguridad. El director del museo se sentó con brusquedad frente al agente del FBI.
—Supongo que usted es Pendergast. —El director suspiró—. Acabemos de una vez.
D'Agosta se acomodó para presenciar el espectáculo.
Se produjo un largo silencio mientras Pendergast pasaba páginas. Wright se removió en la silla.
—Si está ocupado —dijo con irritación—, volveremos en otro momento.
El rostro de Pendergast quedaba oculto tras el grueso libro.
—No —dijo por fin—. Éste es un buen momento.
Pasó otra página con parsimonia, y luego otra.