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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic)

 

En 1986, en plena selva amazónica, un grupo de científicos encuentra la talla de un enigmático dios adorado por una tribu de salvajes. El extraño ídolo es enviado a Nueva York, donde queda arrumbado en los sótanos de un enorme y antiguo museo. Poco después, los científicos son masacrados por los indígenas y todo el proyecto cae en el olvido. Sin embargo, con ocasión de una importante exposición, las sinuosas galerías y los vetustos subsuelos del museo se convierten en escenario de varios asesinatos horrendos e inexplicables... Un mundo de maldiciones y pesadillas ancestrales instalado en el corazón del Nueva York actual. The Relic ha sido adaptado al cine en una película del productor de Alien y del creador de los efectos especiales de Parque Jurásico.

Douglas Preston y Lincoln Child

El ídolo perdido

The Relic

ePUB v1.0

Mónica
15.01.12

Título de la edición original:
The Relic

© 1995, Douglas Preston y Lincoln Child

Traducción del inglés: Eduardo G. Murillo ©

ISBN 84-226-6281-7

Edición digital: Enero 2012

Scan y corrección de MJFT

Para Charles Crumly

Douglas Preston

Para Luchie, que me acompañó

al paseo, y en memoria de

Nora y Gaga

Lincoln Child

Agradecimientos

Los autores desean expresar su agradecimiento a las siguientes personas, que generosamente dedicaron su tiempo y/o experiencia a colaborar en convertir
El ídolo perdido
en el libro que es: Ken Goddard, Tom Doherty, Bob Gleason, Harvey Klinger, Anna Magee, Camille Cline, Denis Kelly, Georgette Piligian, Michael O'Connor, Carina Deleon, Fred Ziegler, Bob Wincott, Lou Perretti y Harry Trumbore.

INTRODUCCIÓN
1

Cuenca del Amazonas, septiembre de 1987

A mediodía, las nubes que nimbaban la cumbre de Cerro Gordo se abrieron y dispersaron. En las capas superiores del dosel de hojas, Whittlesey distinguió franjas doradas de luz solar. Algunos animales, probablemente monos araña, se agitaban y ululaban sobre su cabeza, y un guacamayo voló bajo, graznando obscenamente.

Whittlesey se detuvo junto a un jacarandá caído y esperó a que Carlos, su sudoroso ayudante, lo alcanzara.

—Pararemos aquí.
Baja la caja
—dijo en español.

Whittlesey se sentó sobre el tronco derribado para quitarse la bota y el calcetín derechos. Encendió un cigarrillo y aplicó la punta al bosque de garrapatas que le cubrían el tobillo.

Carlos se descolgó una antigua mochila del ejército, sobre la cual iba sujeta una caja de madera.

—Ábrela, por favor —dijo Whittlesey.

Carlos desató las cuerdas, soltó una serie de pequeños cierres metálicos y alzó la tapa.

El contenido estaba protegido por fibras de una planta indígena que Whittlesey apartó para observar algunos objetos, una pequeña prensadora de plantas de madera y un diario de piel manchado. Tras vacilar un instante, extrajo del bolsillo de la camisa una estatuilla diminuta y tallada con gran exquisitez que representaba una bestia. Levantó la figura en su mano y admiró de nuevo la perfección de la talla, su peso anormal. A continuación la depositó de mala gana en la caja, cubrió todo con las fibras y encajó la tapa.

Sacó de su mochila una hoja de papel en blanco y la extendió sobre la rodilla. Extrajo una pluma de oro del bolsillo de la camisa y empezó a escribir:

Alto Xingú

17 de sep. de 1987

Montague:

He decidido enviar de vuelta a Carlos con la caja y continuar solo en busca de Crocker. Carlos es de confianza, y no puedo correr el riesgo de perder la caja si algo me sucediera. Toma nota de la matraca de chamán y otros objetos rituales; parecen únicos en su género. La estatuilla que acompaño, encontrada en una cabaña desierta de este lugar, es la prueba que buscaba. Fíjate en las garras exageradas, en los atributos reptilianos, las señales debipedalia.Los kothoga existen, y la leyenda de Mbwun no es una mera invención. Todas mis notas de campo están en este cuaderno. También contiene una descripción completa del fracaso de la expedición, del cual ya te habrás enterado cuando recibas esto.

Whittlesey meneó la cabeza al recordar la escena que se había desarrollado el día anterior. A aquel bastardo idiota, Maxwell, sólo le importaba que los especímenes que había conseguido llegaran indemnes al museo. Whittlesey rió para sus adentros. Huevos antiguos, había asegurado Maxwell, cuando en realidad no eran más que vainas de semillas sin valor. Maxwell tendría que haber sido paleontólogo en lugar de antropólogo. Resultaba irónico que se hubieran marchado cuando sólo se hallaban a mil metros de su descubrimiento. Así pues, Maxwell se había ido y con él todos los demás, excepto Carlos, Crocker y dos guías. De ellos, ya sólo quedaba Carlos. Whittlesey reanudó la nota.

Utiliza mi cuaderno y los objetos como juzgues conveniente con el fin de restablecer mi reputación en el museo. Y sobre todo cuida de la estatuilla. Estoy convencido de que posee un valor antropológico incalculable. La encontramos ayer por casualidad. Parece ser la pieza central del culto a Mbwun. Sin embargo, no hay más señales de vida humana por los alrededores, lo cual se me antoja extraño.

Hizo una pausa. No había descrito el descubrimiento de la estatuilla en sus notas de campo. Incluso en esos momentos, su mente se negaba a recordar aquel hecho.

Crocker se había desviado del camino para examinar de cerca un jacamar. De no haber sido así, jamás habría descubierto la senda oculta que descendía por una pendiente pronunciada entre muros de musgo. Después, en el húmedo valle donde la luz del sol apenas penetraba, se toparon con aquella tosca cabaña medio enterrada entre árboles antiquísimos. Los dos guías botocudos, que por lo general no paraban de hablar entre sí en tupí, enmudecieron de inmediato. Cuando Carlos los interrogó, uno de ellos murmuró algo acerca de un guardián de la cabaña, y la maldición que caería sobre aquel que violara sus secretos. Entonces, por primera vez, Whittlesey les había oído pronunciar la palabra «kothoga». Kothoga, el pueblo de las sombras.

Whittlesey se había mostrado escéptico. Había oído hablar de maldiciones antes, normalmente como prólogo a peticiones de aumento de honorarios. Sin embargo, cuando salió del chamizo, los guías habían desaparecido.

De pronto aquella anciana surgió de la maleza como por ensalmo. No era una kothoga, sino tal vez una yanomano. Pero los conocía, los había visto. Las maldiciones que había mencionado… la forma en que había desaparecido en la selva, más como una cría de jaguar que como una septuagenaria.

Luego inspeccionaron la cabaña.

La cabaña… Whittlesey se permitió recordar. Estaba flanqueada por dos lápidas de piedra con idénticas tallas de un animal que, sentado sobre sus cuartos traseros, sostenía en la garra algo marchito e inidentificable. Tras la construcción se extendía un jardín invadido por malas hierbas, un curioso oasis de brillantes colores entre la verde espesura.

El piso del chamizo estaba hundido casi un metro, y Crocker estuvo a punto de romperse el cuello al entrar. Whittlesey lo siguió con cautela, mientras Carlos se limitaba a arrodillarse en el umbral. El interior, oscuro y frío, olía a tierra húmeda. Whittlesey encendió la linterna y vio la estatuilla posada sobre un alto montículo de tierra en el centro de la cabaña. La base estaba rodeada por varios discos de extraña talla. Entonces, la luz de la linterna iluminó las paredes, que estaban adornadas con cráneos humanos. Whittlesey examinó los más cercanos y detectó profundos arañazos cuyo origen no logró identificar al principio. Agujeros dentados bostezaban en la parte superior de los cráneos. En muchos casos, el hueso occipital estaba aplastado y roto, y las suturas escamosas habían desaparecido.

Le tembló la mano y la linterna cayó. Antes de encenderla de nuevo, observó que una tenue luz se filtraba por miles de cuencas oculares; motas de polvo danzaban en el aire.

Crocker comentó a Whittlesey que necesitaba dar un corto paseo, para estar solo un rato… y no había regresado.

La vegetación de esta zona es muy extraña. Predominan las cicadales y los helechos. Lástima que no disponga de tiempo para dedicarlo a su estudio. Hemos utilizado una variedad particularmente resistente como material de embalaje para las cajas. Deja que Jorgensen eche un vistazo, si le interesa.

Espero estar contigo dentro de un mes en el Club de los Exploradores, celebrando nuestro éxito con unas rondas de dry martinis y un buen Macanudo. Hasta entonces, sé que puedo confiarte este material y mi reputación.

Tu colega,

WHITTLESEY

Introdujo la carta bajo la tapa de la caja.

—Carlos, quiero que lleves esta caja a Porto de Mós y me esperes allí. Si no me he reunido contigo dentro de dos semanas, habla con el coronel Soto. Pídele que la envíe al museo por avión con el resto de las cajas, tal como habíamos acordado. Él pagará tus honorarios.

Carlos lo miró.

—No lo entiendo —dijo—. ¿Va a quedarse aquí solo?

Whittlesey sonrió, encendió otro cigarrillo y siguió matando garrapatas.

—Alguien ha de llevarse la caja. Tal vez puedas alcanzar a Maxwell antes de llegar al río. Necesito un par de días para buscar a Crocker.

Carlos se dio una palmada en la rodilla.

—¡Está loco! No puedo dejarle solo. Si le abandono, morirá aquí, en la selva,
señor,
y sus huesos serán pasto de los monos aulladores. Hemos de regresar juntos; es lo mejor.

Whittlesey negó con la cabeza, impaciente.

—Saca el mercurocromo, la quinina y la cecina de tu mochila —dijo, mientras se ponía de nuevo el calcetín sucio y se anudaba la bota.

Protestando, Carlos empezó a quitarse la mochila. Whittlesey se rascó las picaduras de insectos de la nuca y miró hacia la cumbre de Cerro Gordo.

—Me harán preguntas,
señor.
Pensarán que le abandoné. Será muy malo para mí —decía atropelladamente Carlos, al tiempo que colocaba los objetos solicitados en la mochila de Whittlesey—. Las moscas
cabouri
le comerán vivo —añadió. Se acercó a la caja y la cerró—. Volverá a enfermar de malaria, y esta vez morirá. Me quedaré con usted.

Whittlesey contempló los mechones blancos como la nieve pegados a la frente sudorosa de Carlos; su cabello era negro como el azabache el día anterior, antes de que entrara en la cabaña. Carlos le sostuvo la mirada un momento y luego bajó la vista.


Adiós
—dijo, y desapareció entre la maleza.

Ya avanzada la tarde, Whittlesey reparó en que espesas nubes bajas volvían a cubrir Cerro Gordo. Durante los últimos kilómetros había seguido un antiguo camino de origen desconocido, apenas un pasadizo estrecho entre la maleza. El sendero se abría paso entre los pantanos de aguas negras que rodeaban la base del
tepui,
la meseta selvática que se extendía ante él. Poseía la lógica de una senda humana, pensó; avanzaba con un propósito determinado, a diferencia de las trazadas por animales, que solían ser erráticas; conducía a una cañada profunda horadada en la cima del
tepui
cercano. Crocker habría tomado esa ruta.

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