Read El ídolo perdido (The Relic) Online
Authors: Douglas y Child Preston
—Supuse que necesitaría mirar eso —dijo Hamm.
—Ah, ¿sí? —repuso el teniente—. Pues voy a darle una sorpresa. Estos planos no incluyen el subsótano.
Uno de los perros comenzó a gimotear y olfatear furiosamente.
—Por aquí, ¡deprisa! —urgió Hamm—. ¡Han captado algo! Un olor, claro. ¡Mire cómo se les eriza el pelo! Suba la linterna; no veo una mierda.
Con los hocicos alzados mientras olfateaban el aire, los perros tiraban de las correas.
—¡Fíjese! —dijo Hamm—. Han detectado un olor. ¿No nota el aire fresco en las mejillas? Tendría que haber traído los
spaniels.
¡Son especialistas en esto!
Los policías se adelantaron a los perros. Mientras uno alumbraba con la linterna, el otro preparaba el fusil. El túnel volvía a bifurcarse, y los sabuesos corrieron hacia la derecha.
—Sujételos, señor Hamm. Tal vez haya un asesino ahí delante —dijo D'Agosta.
Los perros empezaron a aullar.
—¡Sentaos! —vociferó el ayudante—. ¡Sentaos!
¡
Cástor! ¡Pólux!
¡Sentaos, maldita sea! —Los perros continuaron avanzando—. ¡Hamm, necesito que me eches una mano!
—¿Qué os pasa? —exclamó Hamm al tiempo que trataba de agarrar los collares—. ¡Siéntate,
Cástor
!
—¡Hágales callar! —ordenó el teniente.
—¡Se ha soltado! —dijo el ayudante cuando uno de los perros se precipitó hacia la oscuridad. Corrieron tras él.
—¿Lo huele? —preguntó Hamm, deteniéndose en seco—. ¿Lo huele?
Un olor acre los envolvió. El otro perro saltaba y se retorcía excitado; de pronto se liberó.
—
¡Pólux! ¡Pólux!
—¡Espere! —dijo D'Agosta—. Olvide a los jodidos perros un segundo. Procedamos con un poco de orden. Vosotros dos, pasad delante otra vez. Quitad los seguros.
Los dos hombres cargaron los fusiles.
En la oscuridad preñada de ecos que se extendía ante ellos, los ladridos se debilitaron hasta apagarse por completo. Se produjo un silencio. Súbitamente un chillido horrible y sobrehumano, como el chirrido de unos neumáticos, surgió del tenebroso túnel. Los dos agentes de policía intercambiaron una mirada. El sonido murió con tanta brusquedad como había empezado.
—
¡
Cástor!
—llamó Hamm—. ¡Oh, Dios mío! ¡Está herido!
—¡Vuelva, Hamm, maldita sea! —ordenó D'Agosta.
En aquel momento, una forma se abalanzó sobre ellos desde la oscuridad, y los fusiles se dispararon; dos relámpagos acompañados de truenos ensordecedores. El estruendo despertó ecos y desapareció en el túnel, tras lo cual se hizo un silencio absoluto.
—¡Maldito idiota! ¡Ha disparado a mi perro! —masculló Hamm.
Pólux
yacía a un metro y medio de ellos, y de su cabeza destrozada manaba un río de sangre.
—Se lanzó sobre mí… —se justificó uno de los agentes.
—Dios —dijo D'Agosta—. Basta ya. Todavía hay algo ahí delante.
Encontraron al otro perro después de recorrer unos cien metros. Estaba casi partido en dos, con los intestinos fuera.
—Santo cielo, fíjese en esto —murmuró D'Agosta.
Hamm no dijo nada. A unos metros de donde se hallaba el cadáver, el túnel se bifurcaba. El teniente continuó contemplando al sabueso.
—Sin los perros, no hay manera de saber qué dirección tomó —dijo por fin—. Salgamos cagando leches de aquí y dejemos que los forenses se ocupen de este desastre.
Moriarty, a solas con Margo en la cafetería, se mostraba incómodo.
—¿Y bien? —dijo ella tras un breve silencio.
—De hecho, es cierto que quería hablar contigo de tu trabajo.
—¿De veías?
Margo no estaba acostumbrada a que alguien demostrara interés por su proyecto.
—Bien, los expositores de medicina primitiva para la exposición están completos, excepto uno. Contamos con una fabulosa colección de plantas y objetos chamanísticos de Camerún, pero está mal documentada. Si no te importa echar una ojeada…
—Me encantaría.
—¡Fantástico! ¿Cuándo?
—¿Por qué no ahora? Tengo tiempo.
Salieron de la cafetería y atravesaron una larga sala del sótano flanqueada por ruidosas tuberías de vapor y puertas cerradas con candado. Una de ellas llevaba un rótulo que rezaba: «Almacén de dinosaurios 4. Jurásico superior.» Casi todos los huesos de dinosaurio y otras colecciones de fósiles se guardaban en el sótano, debido a que, según le habían contado, el tremendo peso de los huesos petrificados provocaría el derrumbamiento de los pisos superiores.
—La colección se halla en una cámara del sexto piso —explicó Moriarty con tono de disculpa cuando entraron en un montacargas—. Confío en encontrarla. Ya sabes que hay un laberinto de almacenes ahí arriba.
—¿Sabes algo más de Charlie Prine? —preguntó Margo en voz baja.
—No mucho. Por lo visto, no es sospechoso. Me temo que tardaremos bastante en verlo. El doctor Cuthbert me comentó antes de comer que está muy traumatizado. —El hombre meneó la cabeza—. Ha sido espantoso.
Ya en el quinto piso, Margo siguió a Moriarty a lo largo de un amplio pasadizo, y subieron por un tramo de peldaños metálicos. Los angostos y laberínticos pasillos que componían aquella sección de la sexta planta habían sido construidos bajo los tejados inclinados del museo. A cada lado había filas de puertas metálicas bajas que comunicaban con las cámaras herméticas de las colecciones antropológicas perecederas. En el pasado solían ser fumigadas periódicamente con un compuesto de cianuro venenoso con el fin de eliminar sabandijas y bacterias. En la actualidad, se empleaban métodos más sutiles para la conservación de las piezas.
Diversos objetos se amontonaban contra las paredes de los pasadizos: una canoa de guerra tallada, varios tótems, una hilera de tambores. Los trescientos cincuenta kilómetros cuadrados de espacio disponible estaban bien aprovechados, incluyendo huecos de escalera, pasillos y despachos de los conservadores más jóvenes. Sólo se exponía el cinco por ciento de los cincuenta millones de objetos y especímenes con que contaba el museo; al resto sólo tenían acceso los científicos e investigadores.
El Museo de Historia Natural de Nueva York se componía de varios edificios grandes, que a lo largo de los años habían sido conectados para formar un único conjunto, amplio y complejo. A medida que Margo y Moriarty pasaban de un edificio a otro, el techo ascendía. El pasadizo se ramificó en diversos pasillos. Una tenue luz se filtraba por una fila de claraboyas sucias, que iluminaban estanterías ocupadas por moldes en yeso de caras aborígenes.
—Dios, este lugar es enorme —murmuró Margo, estremecida de miedo y contenta a la vez por encontrarse siete pisos por encima de los oscuros espacios donde habían perecido los niños.
—El más grande del mundo —explicó Moriarty, mientras abría una puerta marcada con el rótulo «Cen. África D-2».
Encendió una bombilla de veinticinco vatios. Margo observó la diminuta habitación, atestada de máscaras, matracas de chamán, pieles pintadas y ensartadas. Había también un grupo de palos largos coronados por cabezas. El hombre indicó unos armarios que cubrían toda una pared.
—Las plantas se guardan allí. Lo demás es la parafernalia de los chamanes. La colección es muy amplia, y Eastman, el tipo que reunió el material de Camerún, no era muy meticuloso en lo referente a la documentación.
—Esto es increíble —se maravilló Margo—. No tenía ni idea…
—Escucha —interrumpió Moriarty—, no imaginas las cosas que encontramos cuando empezamos a investigar para esta exposición. Sólo en esta sección hay casi cien cámaras antropológicas, y juro que algunas no se han abierto desde hace cuarenta años.
De pronto, Moriarty se sentía más confiado y animado. Margo decidió que si renunciaba a la chaqueta de tweed, adelgazaba unos kilos y cambiaba las gafas por lentillas, casi sería atractivo.
—La semana pasada —proseguía él—, hallamos una de las dos únicas muestras existentes de escritura pictográfica yukaghir, ¡en la cámara contigua! En cuanto tenga tiempo, escribiré un artículo para el
Journal of American Anthropology.
Margo sonrió. El hombre se mostraba tan ilusionado como si hubiera descubierto una obra desconocida de Shakespeare. Ella estaba segura de que el artículo sólo interesaría a una docena de lectores de la revista. Sin embargo, el entusiasmo de Moriarty era como una ráfaga de aire fresco.
—En cualquier caso —dijo Moriarty, mientras se subía las gafas—, necesito que alguien me ayude a redactar el escrito que acompañará a la vitrina de Camerún.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó ella, olvidando de momento el siguiente capítulo de su tesina. El entusiasmo del joven era contagioso.
—Algo muy sencillo. Tengo el borrador aquí. —Extrajo un documento del maletín—. Mira —añadió, pasando un dedo por la portada—. Esto es un resumen. Sólo tienes que desarrollar el contenido, haciendo hincapié en algunos objetos y plantas.
Margo examinó el documento. La redacción le llevaría más tiempo del que había sospechado.
—¿Qué extensión debe tener, por cierto?
—Oh, entre diez y quince hojas, como máximo. Te facilitaré los listados de acceso y algunas notas descriptivas. Hemos de apresurarnos, pues faltan pocos días para la inauguración.
—Espera un momento. Se trata de un trabajo muy extenso, y he de escribir la tesina.
La decepción que reflejó el rostro de Moriarty fue casi cómica. No se le había ocurrido que Margo tuviera otras tareas que realizar.
—Así pues, ¿no puedes ayudarme?
—Quizá encuentre un poco de tiempo —murmuró ella.
El rostro de Moriarty se iluminó.
—¡Fantástico! Escucha, ya que estamos aquí, te voy a enseñar más cosas.
La condujo hasta otra cámara e introdujo una llave en la cerradura. La puerta se abrió, revelando un sorprendente despliegue de cráneos de búfalo pintados, matracas, penachos e incluso una fila de lo que Margo reconoció como esqueletos de cuervo atados con cuero crudo.
—Jesús —exclamó.
—Muestras de una religión —dijo Moriarty—. Espera a ver lo que vamos a exponer; esto es lo que hemos desechado. Hemos conseguido una de las mejores camisas de la Danza del Sol. ¡Mira esto! —Abrió un cajón—. Grabaciones originales en cilindro de cera de las canciones del ciclo de la Danza del Sol, realizadas en 1901. Las hemos registrado en una cinta, y sonarán en la Sala Sioux. ¿Qué te parece? Una exposición increíble, ¿verdad?
—Ha causado furor en el museo, desde luego —contestó con cautela Margo.
—De hecho, no hay tanta controversia como la gente quiere creer. No existen motivos para enemistar la ciencia con la diversión.
Margo no pudo reprimirse.
—Apuesto a que tu jefe, Cuthbert, te ha indicado esas directrices.
—Siempre ha creído que las exposiciones deberían ser más accesibles al público en general. Es posible que la gente acuda a ésta con la esperanza de ver fantasmas, duendes y un espectáculo escalofriante…, y se lo brindaremos. Pero encontrarán bastante más de lo que suponen. Además, la muestra proporcionará mucho dinero al museo. ¿Qué tiene eso de malo?
—Nada.
Margo sonrió. Ya se encargaría Smithback de criticarlos.
—Sé que la palabra «superstición» —prosiguió el hombre—, está cargada de connotaciones negativas para algunas personas; huele a explotación. Y es cierto que algunos de los efectos que estamos preparando para el espectáculo son…, bien…, un poco sensacionalistas. Por otro lado, una exposición con el título de «Religiones aborígenes» no resultaría tan atractiva, ¿verdad?
La miró con una súplica muda.
—Creo que nadie pone objeciones al título —replicó Margo—. Algunas personas consideran que vuestros fines no son del todo científicos.
El joven negó con la cabeza.
—Sólo los conservadores antiguos y los chiflados como Frock. Eligieron «Supersticiones» en lugar de la exposición que él había propuesto; una acerca de la evolución. Por eso despotrica contra ésta.
La sonrisa de Margo se desvaneció.
—El doctor Frock es un antropólogo brillantísimo —afirmó.
—¿Frock? El doctor Cuthbert opina que ha perdido el tino. «Ese hombre es un lunático», dice. —Moriarty imitó el acento escocés de Cuthbert. El sonido de su voz despertó ecos desagradables en los pasillos tenebrosos.
—Dudo de que Cuthbert sea tan genial como tú crees.
—Vamos, Margo. Es uno de los mejores.
—Comparado con el doctor Frock, no. ¿Qué me dices del Efecto Calisto? Se trata de uno de los trabajos más importantes de nuestros días.
—¿Cuenta con alguna prueba, por mínima que sea, para sustentar sus especulaciones? ¿Se ha hallado algún rastro que demuestre la existencia de especies monstruosas y desconocidas? —Negó con la cabeza de nuevo, y las gafas resbalaron peligrosamente por su nariz—. Todo teoría. Bien, la teoría tiene su sitio, pero ha de estar respaldada por el trabajo de campo. Y su lameculos, Greg Kawakita, está animándole con ese programa de extrapolaciones que está desarrollando. Supongo que Kawakita tiene sus propios motivos, pero es muy triste ver cómo una gran inteligencia se desvía por sendas tan infructuosas. Piensa en el nuevo libro de Frock. ¿
Evolución fractal
? Hasta el título parece más un juego de ordenador que ciencia.
Margo escuchaba con creciente indignación. Tal vez Smithback tenía razón respecto a Moriarty.
—Bien —dijo—, considerando mi relación con el doctor Frock, supongo que no querrás que participe en tu exposición. Podría estropear el guión. —Y dando media vuelta, salió al pasillo.
Moriarty se quedó estupefacto. Demasiado tarde, recordó que Frock era el tutor de Margo. Corrió tras ella.
—Oh, no, no; no quería decir… —balbuceó—. Por favor, sólo… Ya sabes que Frock y Cuthbert se llevan fatal. Creo que se me ha contagiado.
Se mostraba tan compungido que la ira de Margo se desvaneció.
—No sabía que se llevaban tan mal —dijo, deteniéndose.
—Oh, sí. Desde hace mucho tiempo. Cuando Frock elaboró el Efecto Calisto, su prestigio en el museo empezó a declinar. Ahora, sólo es jefe de departamento de nombre, y Cuthbert lleva las riendas. Sólo he oído una versión de la historia, por supuesto. Lo siento muchísimo. Me ayudarás con la redacción, ¿verdad?
—Con la condición de que me saques de este laberinto —contestó Margo—. He de regresar a mi despacho.
—Oh, claro. Lo lamento.