Read El ídolo perdido (The Relic) Online

Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (8 page)

La luz de neón procedente de una licorería situada al otro lado de la avenida se reflejó sobre la única ventana de la sala de estar y tiñó la estancia de un azul eléctrico. Margo encendió la pequeña lámpara del techo, se apoyó contra la puerta y observó la desordenada habitación con parsimonia. Por lo general, era pulcra hasta la obsesión, pero después de una semana de descuido, libros de texto, cartas de condolencia, documentos legales, zapatos y jerseys se esparcían sobre los muebles; cartones vacíos de comida china languidecían en el fregadero y su vieja máquina de escribir Royal yacía sobre el suelo de madera, junto a un abanico de papeles.

El degradado barrio en que residía (la parte alta de Amsterdam Avenue) había proporcionado a su padre otro motivo para insistir en que regresara a su casa de Boston.

—Este lugar no es para una chica como tú, Midge —había dicho, utilizando su mote infantil—. Y ese empleo en el museo no es el más adecuado para ti; encerrada día tras día con todos esos seres muertos o disecados y cosas metidas en tarros… ¿Qué clase de vida es ésa? Te compraríamos una casa en Beverly, Marblehead. Serías más feliz allí, Midge, lo sé.

Al percatarse de que el contestador automático parpadeaba, Margo apretó el botón del mensaje.

«Soy Jan. He vuelto hoy a la ciudad y acabo de enterarme. Escucha, lamento muchísimo la muerte de tu padre. Te llamaré más tarde, ¿de acuerdo? Quiero hablar contigo. Adiós.»

Esperó. Se oyó otra voz:

«Margo, soy tu madre.»

A continuación sonó un clic.

La joven cerró los ojos y respiró hondo. No pensaba telefonear a Jan, aún no; y tampoco a su madre. Esperaría al día siguiente. Ya sabía qué le diría su madre: «Has de regresar a casa para ocuparte de los negocios de tu padre. Él así lo habría querido. Nos lo debes a los dos.»

Se dio la vuelta, se acomodó con las piernas cruzadas entre la máquina de escribir y procuró serenarse. Después, empezó a teclear. Unos momentos después, se detuvo y fijó la vista en la ventana. Recordó que su padre preparaba tortillas (lo único que sabía cocinar) los domingos por la mañana.

—Eh, Midge —solía decir—. No está mal para un viejo ex soltero, ¿verdad?

Algunas luces de la calle se apagaban a medida que los comercios cerraban. Margo observó las pintadas, las ventanas entabladas. Tal vez su padre tenía razón; la pobreza no era divertida.

La pobreza. Meneó la cabeza al recordar la última vez que había oído la palabra y la expresión de su madre cuando la había pronunciado. Las dos estaban sentadas en el frío y oscuro despacho del albacea testamentario de su padre, escuchando las complicadas explicaciones de por qué la falta de planificación de su padre obligaba a la liquidación, a menos que algún miembro de la familia se comprometiera a mantener los negocios a flote.

Pensó en los padres de los dos niños asesinados.

También ellos habrían depositado grandes esperanzas en sus hijos. Ya nunca conocerían la decepción, y tampoco la felicidad. Luego sus pensamientos derivaron hacia Prine y sus zapatos ensangrentados.

Se levantó y encendió más luces. Debía preparar la cena. Al día siguiente se encerraría en su despacho para terminar aquel capítulo y trabajaría en el texto sobre Camerún para Moriarty. Y aplazaría una decisión, un día más, como mínimo. Se prometió que, cuando a la semana siguiente acudiera a su cita con Frock, ya la habría tomado.

El teléfono sonó. Descolgó el auricular mecánicamente.

—Hola —dijo. Escuchó un momento—. Ah, hola, mamá.

12

La noche llegaba pronto al Museo de Historia Natural. Cuando se acercaban las cinco de la tarde, el sol primaveral comenzaba a ponerse. En el interior, turistas, escolares y padres cansados descendían por las escalinatas de mármol en dirección a las salidas. Al poco, los ecos de gritos y pasos se desvanecían en las cámaras abovedadas. Uno tras otro, los expositores se apagaban, y a medida que la noche avanzaba, las restantes luces proyectaban sombras fantasmagóricas sobre los suelos de mármol.

Un guardia solitario que efectuaba su ronda vagaba por una sala, canturreando y balanceando una larga cadena de la que colgaban diversas llaves. Acababa de iniciar su turno, y vestía el habitual uniforme azul y negro. Hacía mucho tiempo que la novedad del museo se había marchitado.

«Este lugar me pone la carne de gallina —pensó—. Fíjate en ese hijo de puta de allí. Una mierda nativa. ¿Quién coño pagaría dinero por ver esa porquería? Además, la mayoría está maldita.»

Desde una vitrina apagada una máscara le dirigió una sonrisa burlona. Aceleró el paso hasta el siguiente puesto de guardia, donde giró una llave en una caja que registraba la hora: 10.23. Al encaminarse hacia la siguiente sala, experimentó la inquietante sensación, como tan a menudo, de que una presencia invisible duplicaba con suma cautela el eco de sus pasos.

Llegó al siguiente puesto de guardia y giró la llave. La caja emitió un clic y registró las 10.34.

Sólo se tardaban cuatro minutos en alcanzar el siguiente puesto. Así pues, disponía de seis minutos para fumarse un canuto.

Se acurrucó en un hueco de escalera y cerró la puerta con llave. Miró hacia el oscuro sótano, donde otra puerta comunicaba con un patio interior. Tendió la mano hacia el interruptor de la luz y de inmediato la retiró. Era absurdo llamar la atención. Se aferró a la barandilla de metal mientras bajaba despacio. Ya en el sótano, avanzó pegado a la pared hasta que tanteó una manija horizontal. La accionó, y el aire helado de la noche le golpeó en la cara. Abrió un poco más la puerta y encendió un porro. Asomado al patio, inhaló con placer el humo amargo. Una tenue luz procedente del lejano claustro desierto proporcionaba una pálida iluminación a sus movimientos. El zumbido del tráfico, atenuado por tantos muros, pasillos y parapetos intermedios, parecía provenir de otro planeta. Sintió, aliviado, la cálida oleada del cannabis. Otra larga noche que lograría soportar. Cuando terminó de fumar, arrojó la colilla hacia la oscuridad, se pasó la mano por el pelo cortado al rape y se estiró.

Cuando estaba subiendo por la escalera, oyó que la puerta de abajo se cerraba con estrépito. Se detuvo, estremecido. ¿Había dejado la puerta abierta? No. Mierda, ¿y si alguien le había visto fumar el canuto? Pero no habría podido oler el humo, y en la oscuridad habría parecido un cigarrillo normal.

Flotaba en el aire un extraño olor a podrido que nada tenía que ver con el porro. No parpadeaba ninguna luz, ni sonaban pasos sobre los peldaños de metal. Continuó ascendiendo.

En el momento en que llegaba al rellano percibió un rapidísimo movimiento a sus espaldas. Giró en redondo, y un fuerte golpe en el pecho lo estampó contra la pared. Lo último que vio fue cómo sus entrañas resbalaban escaleras abajo. Al cabo de un instante, dejó de preguntarse de dónde había surgido aquel horror.

13

Martes

Bill Smithback se sentó en una pesada butaca y contempló la figura angulosa y afilada de Lavinia Rickman, que leía su arrugado manuscrito detrás del escritorio de madera de abedul. Dos uñas barnizadas de rojo brillante tamborileaban sobre la lustrosa superficie. El periodista sabía que el tabaleo no preludiaba nada bueno. Un martes muy gris se cernía tras las ventanas.

La habitación no se correspondía con el típico despacho de museo. Faltaban los desordenados montones de periódicos, revistas y libros que parecían un complemento indispensable en otras oficinas. En cambio, los estantes y el escritorio estaban adornados con bagatelas de todo el mundo: una muñeca mejicana, un buda de latón del Tíbet, varias marionetas de Indonesia… Las paredes estaban pintadas del verde institucional, y la habitación olía a ambientador de pino.

Otras curiosidades se disponían a ambos lados del escritorio, tan ordenadas y simétricas como setos en un jardín francés: un pisapapeles de ágata, un abrecartas de hueso, un
netsuke
japonés. Y en el centro del motivo, se alzaba Rickman, inclinada sobre el manuscrito. El pelo anaranjado, pensó Smithback, no conjuntaba con el verde de las paredes.

El tamborileo se aceleró un instante y luego decreció a medida que la mujer pasaba las páginas. Por fin volvió la última, reunió las hojas sueltas y las colocó en el centro del escritorio.

—Bien —dijo, levantando la vista y dedicándole una radiante sonrisa—. Tengo algunas pequeñas sugerencias.

—Oh.

—La sección de los sacrificios humanos aztecas, por ejemplo, la considero demasiado polémica. —Se humedeció el dedo y buscó la página—. Aquí.

—Sí, pero en la exposición…

—Señor Smithback, la exposición trata los temas con gusto. Esto, sin embargo, carece de él. Es demasiado gráfico.

Cruzó el párrafo con un rotulador.

—Pero es absolutamente correcto —protestó el periodista, encogiéndose por dentro.

—Me preocupa el énfasis, no la corrección. Algo puede ser completamente correcto y dar una impresión incorrecta si se aplica un énfasis incorrecto. Permítame recordarle que en Nueva York contamos con una amplia población hispana.

—Sí, pero ¿cómo puede ofender esto…?

—Eliminaremos esta parte sobre Gilborg.

Trazó una línea sobre otra página.

—Pero ¿por qué…?

La mujer se reclinó en su butaca.

—Señor Smithback, la expedición Gilborg fue un fracaso grotesco. Buscaban una isla que no existía. Uno de los miembros violó a una nativa, detalle que usted recalca con mucho celo. Nos tomamos la molestia de omitir toda mención a Gilborg en nuestra exposición. ¿Realmente considera necesario documentar los fracasos del museo?

—¡Pero sus colecciones eran soberbias! —protestó débilmente el periodista.

—Señor Smithback, dudo de que usted comprenda la naturaleza de este encargo. —Se produjo un largo silencio durante el cual el tabaleo se reanudó—. ¿Acaso cree que el museo lo contrató, le está pagando, para documentar fracasos y controversias?

—Los fracasos y las controversias son consustanciales a la ciencia. ¿Quién leerá un libro que…?

—Muchas empresas que proporcionan dinero al museo se sentirían muy molestas por algunas de estas informaciones —interrumpió la señora Rickman—. Y hay muchos grupos étnicos susceptibles, preparados para atacar a la mínima provocación.

—Pero estamos hablando de hechos que sucedieron hace cien años…

—¡Señor Smithback! —La señora Rickman sólo había alzado un poco la voz, pero el efecto fue sorprendente. Se hizo el silencio—. Señor Smithback, debo decirle con toda franqueza… —Hizo una pausa, se levantó con brusquedad, rodeó el escritorio y se plantó ante el periodista—. Debo decirle —continuó— que está tardando más de lo que pensaba en asumir nuestro punto de vista. No está usted escribiendo un libro para un editor comercial. Hablando en plata, queremos que nos dispense el mismo trato favorable que concedió al acuario de Boston en su anterior, ejem, encargo. —Se sentó en el borde del escritorio—. Esperamos ciertas cosas a las que sin duda tenemos derecho. —Empezó a contar con sus huesudos dedos—. Una: nada de controversias. Dos: nada que pueda ofender a grupos étnicos. Tres: nada que perjudique la reputación del museo. ¿Le parece poco razonable?

La mujer se inclinó para apretar la mano de Smithback entre las suyas.

—Yo… no…

El periodista reprimió un impulso casi irresistible de retirar la mano.

—Entonces, asunto concluido.

Lavinia Rickman volvió a sentarse detrás del escritorio y empujó el manuscrito hacia el hombre.

—Aún hemos de hablar de un asunto sin importancia. —Lo enunció con la mayor precisión—: En algunas partes del manuscrito, cita comentarios muy interesantes de personas «cercanas a la exposición», pero en ningún momento identifica las fuentes exactas. Carece de importancia, como comprenderá, pero me gustaría disponer de la lista de dichas fuentes… para mis archivos, nada más.

Le dedicó una sonrisa expectante. Algunas alarmas se dispararon en la cabeza de Smithback.

—Bien —contestó con cautela—. Me encantaría ayudarla, pero la ética del periodismo me lo impide. —Se encogió de hombros—. Ya sabe cómo son esas cosas.

La sonrisa de la señora Rickman se desvaneció al instante, y abrió la boca para hablar. Entonces, para alivio de Smithback, el teléfono sonó. Se levantó y recogió su manuscrito. Cuando se hallaba cerca de la puerta, oyó que la mujer respiraba hondo.

—¡Otro no!

La puerta se cerró.

14

D'Agosta no acababa de acostumbrarse a la Sala de los Monos Antropoides, donde se exhibían aquellos sonrientes y gigantescos chimpancés disecados y colgados de falsos árboles, con brazos peludos, divertidas pollas realistas y grandes manos con uñas reales. Se preguntó por qué los científicos habían tardado tanto tiempo en deducir que el hombre descendía del mono. Tendrían que haberse dado cuenta la primera vez que echaron un vistazo a un chimpancé. Y en algún sitio había oído que los micos eran como los humanos, violentos, excitables, siempre dándose de hostias mutuamente hasta matarse y devorarse. «Dios, debe de haber otra forma de recorrer el museo sin necesidad de pasar por esta sala», pensó.

—Por aquí —indicó el guardia—, bajando la escalera. Es horroroso, teniente. Entré a…

—Ya me lo contará más tarde —atajó D'Agosta. Después de lo del niño, estaba preparado para todo—. Dice que llevaba uniforme de guardia. ¿Lo conocía?

—No lo sé, señor.

El guardia señaló la oscura escalera que conducía a una especie de patio. Abajo yacía el cadáver, en las sombras. Todo estaba manchado y salpicado de negro: el suelo, las paredes, la luz del techo. D'Agosta sabía muy bien qué era aquello.

—Tú —dijo a uno de los policías que le seguían—, trae linternas. Quiero que se emprenda una búsqueda exhaustiva de huellas y fibras. ¿La policía científica está en camino? Es evidente que el hombre está muerto, de modo que mantén alejados a los de la ambulancia durante un rato. No quiero que lo líen todo. —D'Agosta bajó la vista hacia la escalera—. Rediós —exclamó—, ¿de quién son esas huellas de pisadas? Parece que algún capullo ha pisoteado ese charco de sangre. O tal vez nuestro asesino decidió dejarnos una buena pista.

Se hizo el silencio.

—¿Son suyas? —Se volvió hacia el guardia—. ¿Cómo se llama?

—Norris, Eric Norris. Como le decía, yo…

—¿Sí o no?

—Sí, pero…

—Cierre el pico. ¿Son ésos sus zapatos?

—Sí. Verá, yo…

Other books

Johnny Angel by Danielle Steel
The Secret of Pirates' Hill by Franklin W. Dixon
The Witches of Karres by James H. Schmitz
Wherever I Wind Up by R. A. Dickey
Jana Leigh & Bryce Evans by Infiltrating the Pack (Shifter Justice)
Gentle Rogue by Johanna Lindsey


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024