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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (7 page)

La metedura de pata había conseguido que su timidez retornara, y guardó silencio mientras bajaban hacia la quinta planta.

—Háblame más de la exposición. —Margo intentó tranquilizarle—. Me han comentado que se exhibirán algunos objetos fabulosos.

—Supongo que te refieres al material de la tribu kothoga —dijo Moriarty—. Sólo una expedición ha encontrado rastros de ella. La figura de su animal mítico, Mbwun, es… Bien, es una de las piezas principales de la muestra. —Vaciló—. Mejor dicho, será una de las piezas principales. Aún no está expuesta.

—¿De veras? ¿Vais a esperar hasta el último momento?

—La situación es un poco peculiar. Escucha, Margo; esto es bastante confidencial. —Moriarty la guiaba a través de los pasadizos, hablando en voz baja—: En los últimos tiempos, los objetos kothoga han despertado mucho interés en personas como Rickman, el doctor Cuthbert…, incluso Wright, por lo visto. Se ha suscitado cierta controversia acerca de la inclusión del material en la exposición. Habrás oído historias sobre la maldición de la figura, tonterías de esa clase…

—No muchas —repuso Margo.

—La expedición que descubrió los objetos kothoga terminó trágicamente —continuó Moriarty—, y desde entonces nadie se ha acercado al material, que permanece en las cajas originales. La semana pasada, fueron trasladadas desde el sótano, donde se habían guardado durante todos estos años, hasta la zona de seguridad. Nadie ha tenido acceso a ellas, y no he podido preparar la muestra definitiva.

—¿Por qué las trasladaron?

Entraron en el montacargas. Moriarty esperó a que la puerta se cerrara.

—Al parecer, las cajas fueron manipuladas hace poco.

—¿Qué? ¿Insinúas que alguien las ha abierto?

El hombre miró a Margo con una expresión de sorpresa.

—Yo no he dicho eso.

Giró la llave, y el montacargas descendió.

10

D'Agosta deseaba con todas sus fuerzas que la hamburguesa de queso con chile alojada en su estómago desapareciera. De momento no le molestaba, pero era una presencia ingrata.

Aquel lugar olía como todos; de hecho, hedía. Ningún desinfectante podía disimular el olor de la muerte. Y las paredes color verde vómito de la oficina del forense no contribuían a mejorar la situación. Y tampoco la camilla, ahora vacía, situada como un huésped no invitado bajo las brillantes luces de la sala de autopsias.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por la entrada de una mujer, seguida de dos hombres. D'Agosta se fijó en las elegantes gafas y el cabello rubio que escapaba por debajo del gorro de cirujano. La mujer se acercó y tendió la mano. El carmín de sus labios se agrietó en una sonrisa profesional.

—Doctora Ziewicz —se presentó, acompañando sus palabras de un enérgico apretón—. Usted debe ser D'Agosta. Éste es mi ayudante, el doctor Fred Gross. —Indicó a un hombre bajo y esquelético—. Y éste es nuestro fotógrafo, Delbert Smith.

Delbert asintió, con la cámara Deardorff apretada contra el pecho.

—¿Viene aquí a menudo, doctora Ziewicz? —preguntó el teniente, ansioso de repente por decir algo, lo que fuera, con tal de retrasar lo inevitable.

—La oficina del forense es mi segundo hogar —contestó la mujer con una sonrisa—. Trabajo en el campo de la… ¿cómo lo diría?, medicina forense especial. Cumplo con mi tarea y entrego un informe. Después me entero de lo que significa por los periódicos. —Lo miró con curiosidad—. Supongo que ya habrá visto esta clase de cosas antes, ¿verdad?

—Oh, sí. Continuamente.

La hamburguesa pareció convertirse en un lingote de plomo en su estómago. ¿Por qué no había recordado su cita vespertina antes de empezar a devorar como un cerdo?

—Estupendo. —Ziewicz consultó su tablilla—. A ver, ¿permiso paterno? Bien. Parece que todo está en orden. Fred, comenzaremos con el 5-B.

La mujer se enfundó tres pares de guantes de látex, se colocó una mascarilla, gafas protectoras y un delantal de plástico. D'Agosta hizo lo mismo.

Gross empujó la camilla hasta el depósito y sacó el 5-B. La figura informe que yacía bajo el plástico, con un bulto raro en un extremo, le pareció extrañamente corta a D'Agosta. El ayudante depositó el cadáver y una bandeja sobre la camilla, que trasladó hasta situarla debajo de las luces, comprobó la etiqueta del talón e inmovilizó las ruedas.

La forense manipuló el micrófono que colgaba sobre el cuerpo.

—Probando, uno, dos, tres… Fred, este micro no funciona.

Gross lo examinó.

—No lo entiendo. Todo está conectado —afirmó.

D'Agosta carraspeó.

—Está desenchufado —dijo.

Se produjo un breve silencio.

—Bien —dijo Ziewicz—. Me alegro de que uno de los presentes no sea científico. Si quiere hacer preguntas o comentarios, señor D'Agosta, diga su nombre y hable con claridad hacia el micrófono. ¿Comprendido? Todo se graba. En primer lugar describiré el estado del cadáver, y luego empezaremos a diseccionar.

—Comprendido —respondió D'Agosta con voz inexpresiva.

Diseccionar. Una cosa era ver el cadáver tendido en la camilla, pero cuando comenzaban a cortarlo, a separar capa tras capa… No acababa de acostumbrarse a eso.

—¿Todo preparado? Estupendo. Día 27 de marzo, lunes, dos y cuarto de la tarde. Somos la doctora Matilda Ziewicz y el doctor Frederick Gross. Nos acompaña el sargento detective…

—Teniente Vincent.

—El teniente Vincent D'Agosta, del Departamento de Policía de Nueva York. Tenemos aquí…

Fred leyó la etiqueta:

—William Howard Bridgeman, número 33-A-45.

—Ahora, procederé a quitar la envoltura.

El grueso plástico crujió.

Siguió un breve silencio. D'Agosta tuvo un fugaz vislumbre del perro destripado que había visto por la mañana. «El truco consiste en no pensar demasiado. No pienses en tu Vinnie, que cumplirá ocho años la semana que viene», se dijo, tratando de tranquilizarse.

La doctora Ziewicz respiró hondo.

—Tenemos un varón caucásico, un muchacho de unos… mmm… diez o doce años; de estatura, bueno, resulta imposible calcularla porque ha sido decapitado. Tal vez un metro cuarenta y cinco, un metro cincuenta. Peso, alrededor de cuarenta y cinco kilos. Estos datos son aproximados. El estado del cuerpo no permite distinguir marcas características. Color de los ojos y rasgos faciales indeterminados, debido al traumatismo craneal masivo.

»No se aprecian heridas o marcas anteriores en pies, piernas o genitales. Fred, haz el favor de frotar con la esponja la zona abdominal… Gracias. Se observan numerosos desgarrones grandes que forman una herida extensa, de unos sesenta centímetros de largo y treinta de ancho; se inicia en la región pectoral anterior izquierda, desciende en un ángulo de ciento noventa grados por los arcos costales y el esternón y termina en la región abdominal anterior derecha. Parece que los
pectoralis
menor y mayor han sido arrancados de la cavidad torácica externa, y los intercostales externos e internos están separados. El cuerpo aparece destripado en grado sumo. El esternón ha sido partido, y la caja torácica ha quedado expuesta. Hemorragia masiva en la aorta… Es difícil verlo antes de lavar y explorar.

»Fred, limpia el borde de la cavidad torácica. Las vísceras que están claramente expuestas son el estómago y los intestinos grueso y delgado. Parece que los órganos retroperitoneales están
in situ.

»Pasa la esponja por el cuello, Fred. La zona del cuello muestra señales de traumatismo, algunas contusiones, tal vez indicativas de extravasación, posible fractura de columna.

«Ahora, la cabeza… Santo Dios.

Fred carraspeó.

—La cabeza está decapitada entre el atlas y el axis. Toda la porción occipital del calvario y la mitad del hueso parietal han quedado aplastadas, o tal vez perforadas y extraídas, por medios desconocidos, dejando un hueco de unos veinticinco centímetros de diámetro. El cráneo está vacío. Parece que el cerebro se derramó o fue extraído por el hueco… El cerebro, o lo que queda de él, se halla en una bandeja a la derecha de la cabeza; y desconocemos su posición original respecto al cuerpo.

—Fue encontrado a trozos cerca del cadáver —aclaró D'Agosta.

—Gracias, teniente. ¿Dónde está el resto?

—Eso es lo único que había.

—No. Falta algo. ¿Tiene todas las fotos del lugar de los hechos?

—Por supuesto —respondió D'Agosta, esforzándose por disimular su irritación.

—El cerebro presenta numerosas contusiones. Fred, dame un escalpelo del número 2 y el espéculo transverso. El
pons Varolii
está intacto, pero separado. El cerebelo muestra desgarrones superficiales, pero por lo demás permanece intacto. Apenas se aprecian rastros de hemorragia, lo cual indica traumatismo
postmortem.
El fórnix está sujeto. El cerebro ha sido separado por completo del mesencéfalo, y éste ha sido biseccionado y… Mira, Fred, no hay región talámica. Y tampoco pituitaria. Eso es lo que falta.

—¿Qué es eso? —preguntó D'Agosta.

Se obligó a mirar más de cerca. El cerebro, depositado en la bandeja de acero inoxidable, parecía muchísimo más líquido que sólido. Desvió la vista. «Béisbol. Piensa en el béisbol. Un buen tiro, el sonido de un bate…»

—El tálamo y el hipotálamo, los reguladores del cuerpo.

—Los reguladores del cuerpo —repitió el teniente.

—El hipotálamo regula la temperatura del cuerpo, la presión sanguínea, los latidos del corazón y el metabolismo de grasas e hidratos de carbono, así como el ciclo sueño-vigilia. Se supone que alberga los centros del placer y el dolor. Es un órgano muy complicado, teniente.

La forense lo miró fijamente, esperando otra pregunta.

—¿Cómo lo hace? —preguntó D'Agosta, obediente.

—Hormonas. Segrega centenares de hormonas reguladoras al cerebro y el flujo sanguíneo.

—Ya —dijo el policía. Retrocedió un paso. «La pelota de béisbol en el centro del campo, el delantero recula con el guante alzado…»

—Fred, acércate y mira esto —ordenó Ziewicz con brusquedad.

El ayudante se inclinó sobre la bandeja.

—Parece… Bueno, no lo sé…

—Ánimo, Fred.

—Bueno, es casi… —Se interrumpió—. Es como un mordisco.

—Exacto. ¡Fotógrafo! —Delbert avanzó a toda prisa—. Fotografía esto. Es como cuando uno de mis chicos muerde un pastel.

D'Agosta se aproximó un poco más, pero no vio nada especial en aquella masa gris sanguinolenta.

—Es semicircular, como el mordisco de un humano, aunque más largo e irregular de lo que cabría esperar. Analizaremos algunos cortes para averiguar si contienen enzimas salivales. Lleva esto al laboratorio, Fred; pide que lo congelen y practiquen microcortes aquí, aquí y aquí. Cinco cortes en total. Tiñe al menos uno con eosina y otro con enzimas de activación salivar.

Cuando Fred se marchó, Ziewicz continuó.

—Ahora diseccionaré el cerebro. El lóbulo posterior está contusionado; lógico por cuanto fue extraído del cráneo. Fotografía. La superficie muestra tres desgarrones o incisiones paralelas, de unos cuatro centímetros de profundidad, separadas entre sí por unos cuatro, milímetros. Procedo a analizar la primera incisión. Fotografía. Teniente, ¿ve que estos desgarrones acaban convergiendo? ¿Qué opina?

—No lo sé —dijo D'Agosta, y se acercó un poco más. «No es más que un cerebro muerto», pensó.

—¿Uñas largas, tal vez? ¿Uñas afiladas? Vamos, ¿nos enfrentamos a un psicópata homicida?

Fred regresó del laboratorio y continuaron trabajando en el cerebro durante lo que a D'Agosta le pareció una eternidad. Por fin, Ziewicz dijo a su ayudante que lo guardara en la nevera.

—Ahora examinaré las manos —dijo la mujer ante el micrófono.

Con gran cuidado retiró una bolsa de plástico de la mano derecha, la levantó, le dio la vuelta y examinó las uñas.

—Se aprecian cuerpos extraños bajo las uñas de los dedos pulgar, índice y anular. Fred, tres buenas platinas.

—No era más que un crío —dijo D'Agosta—. Es lógico que tuviera las uñas sucias.

—Tal vez, teniente —contestó Ziewicz. Extrajo el material y lo depositó en las pequeñas depresiones de las platinas—. Fred, el zoom. Quiero observar esto.

La doctora colocó la platina sobre el portaobjetos, miró y ajustó el instrumento.

—Suciedad normal bajo el pulgar, a juzgar por su aspecto. Los demás, igual. Fred, un análisis completo, por si acaso.

No había nada interesante en la mano izquierda.

—Ahora —continuó Ziewicz—, examinaré el traumatismo longitudinal de la parte frontal del cuerpo. Del, fotografías aquí, aquí y aquí, y donde tú creas que la herida se verá mejor. Primeros planos de las zonas de penetración. Parece que el asesino efectuó las incisiones en forma de Y para nosotros, ¿no cree, teniente?

—Sí —contestó él, y tragó saliva.

Se produjo una sucesión de flashes.

—Pinzas —pidió Ziewicz—. Tres desgarrones irregulares situados en el pectoral mayor, justo encima del pezón izquierdo, penetran y cortan el músculo. Procedo a abrir y sondar la primera incisión en el punto de entrada. Sujeta ahí, Fred.

»Ahora exploro la herida. Aprecio cuerpos extraños no identificados. Papel cristal, Fred. Parece tela, quizá de la camisa de la víctima. Fotografía.

El flash centelleó, y después la doctora levantó un trocito de lo que parecía hilo ensangrentado. Lo depositó sobre el envoltorio de papel cristal y continuó sondando en silencio.

—Hay otro cuerpo extraño en el músculo, unos cuatro centímetros debajo del pezón derecho en línea recta. Está alojado en una costilla. Parece que es duro. Fotografía.

Lo extrajo y levantó un grumo sanguinolento que las largas pinzas sujetaban.

D'Agosta avanzó unos pasos.

—¿Qué es eso? ¿Podemos echar agua y examinarlo?

La mujer lo miró con una ligera sonrisa.

—Fred, trae un vaso de agua esterilizada.

Cuando arrojó el objeto al interior y lo agitó, el líquido adquirió un tono marrón.

—Guarda el agua para comprobar si ha quedado algo —dijo Ziewicz, y alzó su descubrimiento a la luz.

—Santo Dios —murmuró D'Agosta—. Es una garra, una jodida garra.

La doctora se volvió hacia su ayudante.

—Un bonito monólogo para nuestra cinta, ¿verdad, Fred?

11

Margo arrojó los libros y los papeles sobre el sofá y echó un vistazo al reloj colocado sobre el televisor; las diez y cuarto. Meneó la cabeza. Un día espantoso, increíble. Después de permanecer tantas horas en el museo, sólo había conseguido añadir tres párrafos a su tesina. Y aún tenía que trabajar en el texto explicativo del expositor de Moriarty. Suspiró, arrepentida de haber accedido.

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