Read El ídolo perdido (The Relic) Online

Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (2 page)

Se detuvo para reflexionar e inconscientemente acarició el talismán (un aro de oro rodeado por otro de plata) que colgaba de su cuello desde que era niño. Aparte de la cabaña y una aldea desierta de recolectores de raíces, no habían encontrado signos de vida humana en los últimos días. Sólo los kothoga podían haber abierto aquel camino.

Mientras se acercaba a la meseta, vio regueros de agua que rodaban por sus pronunciadas laderas. Aquella noche acamparía en la falda y emprendería la ascensión de mil metros por la mañana. Sería empinada, resbaladiza y tal vez peligrosa. Si se topaba con los kothoga…, bien, quedaría atrapado.

En realidad, no tenía motivos para sospechar que se tratara de una tribu salvaje. Al fin y al cabo, los mitos locales atribuían las matanzas y las brutalidades a Mbwun, un ser desconocido, controlado en teoría por un pueblo que nadie había visto; resultaba muy extraño. ¿Existiría Mbwun?, se preguntó. Cabía la posibilidad de que todavía quedara algún vestigio de aquel ser en la extensa selva tropical, una zona prácticamente inexplorada por los biólogos. No por primera vez, deseó que Crocker no se hubiera llevado su Mannlicher 30.06 cuando se marchó del campamento.

Debía encontrar a Crocker, pensó, y luego podría iniciar la búsqueda de los kothoga para demostrar que no se habían extinguido siglos antes. Sería famoso; el descubridor de un pueblo antiquísimo, que vivía en una especie de Edad de Piedra en las profundidades del Amazonas, en una meseta que flotaba sobre la selva, como en
El mundo perdido
de Arthur Conan Doyle. No había razones para temer a los kothoga. Salvo aquella cabaña…

Se detuvo de pronto al percibir un intenso olor nauseabundo. No cabía duda; un animal muerto, y grande. A medida que avanzaba, el hedor se intensificaba. El corazón se le aceleró de impaciencia. Tal vez los kothoga habían matado a un animal no muy lejos. Habría objetos en el lugar: herramientas, armas, quizá alguno ritual.

Continuó caminando con cautela. El olor, dulzón y fétido, se tornó aún más fuerte. Distinguió luz solar en un punto de la bóveda que se alzaba sobre su cabeza, señal inequívoca de un claro cercano. Se detuvo y sujetó bien la mochila para que no le estorbara si tenía que apresurarse.

La estrecha senda, flanqueada por arbustos, descendió y giró bruscamente hacia un pequeño calvero. En el lado opuesto, había un cuerpo recostado contra la base de un árbol que había sido tallada ritualmente con una espiral.

Al acercarse más, observó que el cadáver llevaba una camisa caqui. Una nube de moscardones revoloteaba alrededor de la caja torácica, abierta y cubierta de plumas verdes de loro. Whittlesey observó que el brazo izquierdo había sido cortado y atado al tronco del árbol con una cuerda fibrosa y que había diversos cartuchos en torno del cuerpo. Entonces vio la cabeza, bajo la axila del cadáver, con la parte posterior del cráneo destrozada, los ojos vidriosos fijos en el cielo, las mejillas hinchadas.

Había encontrado a Crocker.

Retrocedió instintivamente. El cuerpo, rígido ya, había sido desgarrado con fuerza obscena e inhumana. Tal vez, si Dios era misericordioso, los kothoga ya se habrían marchado.

Suponiendo que hubieran sido los kothoga.

Entonces reparó en que la selva tropical, por lo general rebosante de sonidos, estaba en silencio. Sobresaltado, escudriñó la vegetación; algo se movía entre los altísimos matorrales que crecían al borde del claro, y dos ojos como ranuras del color del fuego líquido cobraron forma entre las hojas. Whittlesey lanzó un sollozo entrecortado y una maldición, se pasó una marga por la cara y volvió a mirar. Los ojos habían desaparecido.

No había tiempo que perder; debía escapar de aquel lugar, correr hacia el camino que se internaba en la selva.

De pronto distinguió algo en el suelo que no había visto antes y oyó un movimiento horriblemente sigiloso entre los arbustos que se alzaban ante él.

2

Belem (Brasil), julio de 1988

Esa vez, Ven estaba muy seguro de que el capataz del muelle iba a por él.

Se refugió en las sombras del callejón del almacén y esperó. Bajo la lluvia menuda, que oscurecía los contornos de los cargueros amarrados y levantaba vapor al caer sobre las tablas calientes del muelle, que desprendían un suave olor a creosota, se distinguían las tenues luces del muelle. Oía los ruidos nocturnos del puerto; el ladrido agudo de un perro, leves carcajadas salpicadas de frases en portugués, música de calipso procedente de los bares que se sucedían en la avenida…

Había sido un trato estupendo. Se había marchado cuando la situación en Miami se tornó demasiado peligrosa, y había elegido la ruta más larga. Ahí todo se reducía al comercio de poca monta, pequeños cargueros que transitaban por la costa. En el muelle siempre se necesitaban estibadores, y ya había descargado barcos con anterioridad. Había dicho que se llamaba Ven Stevens, y nadie lo había puesto en duda. El nombre de Stevenson, en cambio, habría despertado sospechas.

Su plan contaba con los ingredientes adecuados. Había practicado mucho en Miami, donde había afilado sus instintos, que le servirían de gran ayuda aquí. Hablaba mal el portugués a propósito, de forma entrecortada, con el fin de interpretar las miradas y analizar las reacciones. Ricon, ayudante del capitán de puerto, era el último eslabón que Ven había necesitado.

Ven recibía el aviso cuando un cargamento llegaba desde la parte alta del río. Por lo general, le bastaba con dos nombres: el del que entraba y el del que salía. Sabía que debía buscar, pues las cajas eran siempre las mismas. Comprobaba que eran descargadas y guardadas en el almacén. Después se aseguraba de que fuera la última carga subida a bordo del barco con destino a Estados Unidos.

Ven, cauteloso por naturaleza, no perdía de vista al capataz del muelle. En un par de ocasiones había experimentado la sensación, como un timbre de alarma en su cerebro, de que el hombre sospechaba algo; Ven había optado por relajarse un poco, y al cabo de pocos días la alarma había enmudecido.

Consultó su reloj; las once en punto. Al doblar la esquina oyó que una puerta se abría y se cerraba. Se pegó contra la pared. Pasos decididos sonaron sobre las planchas de madera, y después una figura familiar pasó bajo una farola de la calle. Cuando las pisadas se perdieron en la distancia, Ven se asomó a la esquina. La oficina estaba a oscuras, desierta, tal como esperaba. Echó un último vistazo, dobló la esquina del edificio y entró en los muelles.

Una mochila vacía se balanceaba en su espalda. Mientras caminaba, introdujo la mano en un bolsillo, sacó una llave y la apretó con fuerza. La llave era su salvavidas. No había pasado ni dos días en los muelles, y ya se había hecho una copia.

Ven pasó junto a un pequeño carguero amarrado, cuyas pesadas guindalezas goteaban agua negra sobre bitas oxidadas. El barco parecía desierto, y ni siquiera había un vigilante en el muelle. Aflojó el paso al aproximarse a la puerta del almacén, situado cerca del extremo del embarcadero principal. Miró un momento hacia atrás para después, con un veloz giro de la mano, abrir la puerta metálica y deslizarse en el interior.

Cerró la puerta y dejó que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. A mitad de camino de casa. Tenía que acabar cuanto antes y salir a toda prisa. Lo antes posible, porque la codicia de Ricon no dejaba de aumentar, y los cruceros se escurrían entre sus dedos como la arena. La última vez, había bromeado sobre la cantidad que le correspondía. Esa misma mañana, Ricon había hablado con el capataz, quien no dejó de mirar a Ven. El instinto le indicaba que había llegado el momento de esfumarse.

Vio que el almacén en tinieblas se resolvía en un vago paisaje de contenedores de carga y cajas de embalaje. No podía arriesgarse a encender la linterna. De todas formas, conocía lo bastante bien la distribución para caminar con los ojos cerrados. Avanzó con cautela entre las inmensas montañas de cargamento.

Por fin localizó lo que buscaba; una pila de cajas con aspecto maltrecho, seis grandes y una pequeña, amontonadas en un rincón abandonado. Sobre dos de las más grandes estaba escrito «MHN, Nueva York».

Meses antes, Ven se había interesado por aquellas cajas. El chico del cabo de mar le había contado la historia. Por lo visto, habían llegado por el río desde Porto de Mós el otoño anterior. Estaba previsto que fueran enviadas por avión a un museo de Nueva York, pero algo había sucedido a las personas encargadas de realizar los trámites. El aprendiz ignoraba qué. El pago no se había efectuado a tiempo, y las cajas, atadas con cinta roja, habían sido olvidadas.

Excepto por Ven. Había suficiente espacio detrás de las cajas abandonadas para ocultar su botín hasta que los cargueros que habían de zarpar estuvieran listos.

La cálida brisa nocturna se colaba por una ventana. Ven sonrió en la oscuridad. Hacía tan sólo una semana había descubierto que las cajas no tardarían en ser enviadas a Estados Unidos. Para entonces, él ya se habría marchado.

Examinó su botín, que esta vez consistía en una sola caja, cuyo contenido cabía perfectamente en su mochila. Sabía dónde estaban los mercados y qué debía hacer. Y lo haría, en algún lugar lejano, muy pronto.

Cuando se disponía a esconderse detrás de las cajas, se detuvo de repente. Había percibido un olor extraño, terroso, putrefacto. Un montón de curiosos cargamentos habían entrado en el puerto, pero ninguno olía así.

Su instinto disparó cinco alarmas. No acertó a detectar nada raro ni fuera de lugar. Avanzó entre el cargamento del museo y la pared.

Se detuvo de nuevo. Algo no iba bien. Algo iba muy mal.

Oyó que algo se movía en el estrecho espacio. El intenso hedor lo envolvía. De pronto, fue estampado contra la pared con fuerza terrorífica. El dolor le estalló en el pecho y los intestinos. Abrió la boca para chillar, pero algo le hervía en la garganta. Entonces una cuchillada similar a un rayo le atravesó el cráneo, y un manto de tinieblas cayó alrededor de él.

PRIMERA PARTE

El Museo de Historia Sobrenatural

3

Nueva York, hoy

El chico pelirrojo subió a la plataforma, llamó «gallina» a su hermano menor y tendió la mano hacia la pata del elefante. Juan lo miró en silencio y avanzó cuando el chico tocó la pieza.

—¡Eh! —exclamó, echando a correr—. No toques los elefantes.

El niño retiró la mano, asustado; a su edad, todavía le impresionaban los uniformes. Muchachos mayores, de quince o dieciséis años, solían enviar a Juan a tomar por el culo, pues sabían que sólo era un guardia del museo. Jodido trabajo. Cualquier día se hartaría de aquella mierda de empleo y se presentaría a los exámenes para policía.

Miró con suspicacia a los niños, que recorrían el pasillo a oscuras, fascinados por los leones disecados. Ante la vitrina que exhibía chimpancés, el pelirrojo empezó a aullar y rascarse las axilas para impresionar a su hermano. ¿Dónde coño estaban los padres?

Billy, el pelirrojo, obligó a su hermano a entrar en una sala llena de objetos africanos. Alineadas en una vitrina, unas máscaras que mostraban sus dientes de madera los observaron.

—¡Vaya! —exclamó el hermano de Billy.

—Esto es chungo. Vamos a ver los dinosaurios.

—¿Dónde está mamá? —preguntó el más pequeño, mirando alrededor.

—Se habrá perdido —respondió Billy—. Vamos.

Entraron en una inmensa sala poblada de ecos en que se exponían tótems. Al fondo, una mujer que empuñaba una banderita roja guiaba con voz estridente al último grupo del día. El hermano de Billy percibió un olor extraño, como a humo y raíces de árboles viejos. Cuando el grupo desapareció tras una esquina, la sala quedó en silencio.

La última vez que habían visitado el museo, recordó Billy, habían visto el brontosaurio más grande del mundo, además de un tiranosaurio y un traquidente; al menos, así creía que lo llamaban, traquidente. Los dientes del dinosaurio debían de medir tres metros de largo. Era el animal más grande que había visto en su vida. No recordaba aquellos tótems. Tal vez los dinosaurios se hallaban en la sala contigua; pero no, se trataba de la Sala de los Pueblos del Pacífico, muy aburrida, llena de jades, marfiles, sedas y estatuas de bronce.

—Mira qué has hecho —dijo Billy.

—¿Qué?

—Nos hemos perdido por tu culpa —contestó Billy.

—Mamá se enfadará mucho.

Billy resopló. Debían reunirse con sus padres en la gran escalinata frontal a la hora de cierre. Encontraría la salida sin el menor problema.

Recorrieron varias estancias más, bajaron por un estrecho tramo de escalera y entraron en una sala larga, apenas iluminada, que olía a naftalina. Miles de aves disecadas ocupaban las paredes desde el suelo hasta el techo, y de sus ojos sin vida sobresalía algodón.

—Sé dónde estamos —dijo Billy, esperanzado, mientras escudriñaba la oscuridad.

Su hermano empezó a sorber por la nariz.

—Para —espetó Billy. Los ruidos cesaron.

La sala desembocaba en un pasillo sin salida, lleno de polvo y expositores vacíos. La única posibilidad de los niños era volver sobre sus pasos. Sus pisadas despertaban ecos lúgubres. Una barricada de telas y madera, que fingía sin éxito ser una pared, se alzaba al lado opuesto de la sala. Billy soltó la mano de su hermano y fue a mirar detrás de la barricada.

—Ya he estado aquí —afirmó con aire de seguridad—. Han cerrado este sitio, pero la última vez estaba abierto. Apuesto a que estamos debajo de los dinosaurios. Comprobaré si se puede subir.

—No puedes meterte ahí detrás —advirtió su hermano.

—Escucha, estúpido, voy a hacerlo. Y será mejor que me esperes.

Billy salvó la barricada, y poco después su hermano oyó el chirrido metálico de una puerta al abrirse.

—¡Eh! —exclamó la voz de Billy—. Hay una escalera de caracol. Sólo baja, pero es guay. Voy a probar.

—¡Billy, no! —vociferó el más pequeño, que de inmediato oyó el sonido de unos pasos que se alejaban.

El chico echó a llorar, y sus apagados sollozos resonaron en la tenebrosa sala. Al cabo de unos minutos, comenzó a hipar, sorbió por la nariz ruidosamente y se sentó en el suelo. Tiró de un trozo de goma que sobresalía de la punta de su zapatilla de deporte hasta arrancarlo.

De repente, levantó la vista. En la sala reinaba un silencio absoluto, y las luces de las vitrinas arrojaban sombras lúgubres sobre el suelo. Un conducto de aire empezó a emitir un ruido sordo. Billy se había marchado. El niño continuó llorando, desconsolado.

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