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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (30 page)

La lista seguía y seguía. «Muchas parecen hormonas —pensó Margo—. Pero ¿qué clase de hormonas?»

Localizó un ejemplar de la
Enciclopedia de bioquímica
que acumulaba polvo sobre un estante y buscó «colágeno de glicotetraglicina».

Una proteína común a la mayor parte de seres vertebrados. Es la proteína que liga el tejido muscular al cartílago.

Pasó a la «hormona tirotrófica de Weinstein»:

Hormona talámica presente en los mamíferos que incrementa la liberación de la epinefrina neurotransmisora de la glándula tiroides. Interviene en el conocido síndrome de «lucha o huye» al acelerar el corazón, aumentar la temperatura corporal y, tal vez, acrecentar la agudeza cerebral.

Un terrible pensamiento comenzó a formarse en la mente de Margo. Buscó «hormona supresora 1, 2, 3, oxitocina 4-monoxitocina»:

Hormona secretada por la glándula hipotalámica humana. Su función aún no ha sido determinada. Estudios recientes han demostrado que tal vez regule los niveles de testosterona en el flujo sanguíneo durante períodos de gran tensión (Bouchard, 1992; Dennison, 1991).

Margo volvió a sentarse, estremecida, y el libro cayó al suelo con un estrépito sordo. Mientras descolgaba el auricular del teléfono, consultó su reloj; las tres y media.

38

Cuando el chófer del Buick se alejó, Pendergast, que sujetaba dos tubos largos de cartón bajo el brazo, subió por los peldaños que conducían a una entrada lateral del museo. Enseñó su identificación al guardia de seguridad.

Ya en el puesto de mando provisional, cerró la puerta de su despacho y extrajo de los tubos varios planos amarillentos que extendió sobre el escritorio.

Apenas se movió durante la siguiente hora, que dedicó a estudiar los planos, con la cabeza apoyada sobre las manos. De vez en cuando apuntaba algunas palabras en una libreta o consultaba las hojas mecanografiadas que había en una esquina de la mesa.

De repente se puso en pie. Echó un último vistazo a los planos y deslizó lentamente un dedo de un punto a otro al tiempo que se humedecía los labios. A continuación recogió casi todas las hojas, las devolvió a los tubos de cartón y los guardó en la taquilla. Dobló el resto y lo depositó en una bolsa de tela de dos asas que descansaba sobre el escritorio. Abrió un cajón para sacar un Colt 45 Anaconda, estrecho, largo y de aspecto siniestro, que encajó a la perfección en la pistolera sujeta bajo su brazo izquierdo. Introdujo un puñado de municiones en el bolsillo. También sacó del cajón un objeto amarillo, grande y voluminoso, que guardó en la bolsa de tela. Por último se alisó el traje, enderezó su corbata, deslizó la libreta en el bolsillo interior de su chaqueta, recogió la bolsa de tela y salió del despacho.

Nueva York tenía poca memoria para la violencia, y ríos de visitantes inundaban de nuevo los inmensos espacios públicos del museo. Grupos de niños se congregaban alrededor de las vitrinas, pegaban la nariz al cristal, señalaban y reían. Los padres revoloteaban en las cercanías, pertrechados con planos y cámaras. Visitas guiadas desfilaban, recitando letanías. Los guardias vigilaban en las puertas. Pendergast logró pasar desapercibido.

Entró con parsimonia en el Planetario. Palmeras plantadas en macetas flanqueaban la enorme sala, y un pequeño ejército de trabajadores se ocupaban de los últimos preparativos. Dos técnicos probaban el sonido en la plataforma del estrado, mientras se colocaban fetiches de imitación sobre un centenar de manteles blancos. El rumor de la actividad ascendía por las columnas corintias hasta la inmensa cúpula.

Pendergast consultó el reloj: las cuatro en punto. Todos los agentes estarían reunidos con Coffey para presentar sus informes. Cruzó a toda prisa la sala en dirección a la entrada precintada de «Supersticiones». Tras un breve intercambio de palabras, el agente uniformado de guardia abrió la puerta.

Varios minutos después, el agente del FBI abandonó la exposición. Se detuvo un momento, pensativo, y volvió a cruzar la sala en dirección a los pasillos exteriores. Se adentró en las silenciosas dependencias privadas del museo, alejadas de los espacios públicos. Se encontraba en las zonas de almacenamiento y laboratorios, prohibidas a los turistas. Los techos altos y las enormes galerías decorativas daban paso a monótonos corredores flanqueados de armarios. Las tuberías rugían y siseaban sobre su cabeza. Se detuvo en lo alto de una escalera metálica para mirar alrededor un momento, consultar la libreta y cargar el arma. Por último se internó en los intrincados laberintos del oscuro corazón del museo.

39

La puerta del laboratorio se abrió con violencia, rebotó contra la pared y se cerró lentamente. Margo alzó la mirada y vio que Frock impulsaba hacia el interior la silla de ruedas. La joven se apresuró a levantarse y le ayudó a desplazarse hasta la terminal. Observó que ya vestía de esmoquin. «Debió de ponérselo antes de venir a trabajar», supuso. El habitual pañuelo Gucci sobresalía del bolsillo superior de la chaqueta.

—No entiendo por qué estos laboratorios se hallan en sitios tan recónditos —gruñó—. Bien, ¿cuál es el gran misterio, Margo? ¿Por qué era tan urgente que bajara para conocerlo? Falta poco para la imbecilidad de hoy, y se requerirá mi presencia en el estrado. Es un honor vacío, por supuesto. Sólo se debe a las ventas de mis libros, como Ian Cuthbert se encargó de aclararme esta mañana en mi despacho.

Habló con tono amargo, resignado.

Margo le explicó que había analizado las fibras de la caja. Le enseñó el disco con la escena de la cosecha. Describió los descubrimientos y contenidos del diario y la carta de Whittlesey y le refirió la conversación con Jörgensen. Explicó que la anciana histérica descrita en el diario de Whittlesey no podía aludir a la estatuilla cuando advirtió al científico sobre Mbwun.

Frock escuchaba al tiempo que hacía girar el disco en sus manos.

—Una historia interesante, pero ¿a qué vienen tantas prisas? Es muy posible que la muestra esté contaminada. Por lo que sabemos, la vieja estaba loca; o quizá los recuerdos de Whittlesey eran un poco confusos.

—Eso pensé al principio, pero mire esto.

Margo le tendió las hojas impresas. El hombre las examinó apresuradamente.

—Curioso —comentó—, pero no creo que esto… —Se interrumpió cuando sus dedos recorrieron la columna de proteínas—. Margo —dijo, alzando la vista—. Me he precipitado. Hay contaminación, pero no de un ser humano.

—¿Qué quiere decir? —preguntó ella.

—¿Ve esta proteína retrovírica ambiloide hexagonal? Es la proteína del cápside de un virus que infecta a animales y plantas. Está muy presente. Y hay retrotranscriptasa, una enzima que se encuentra casi siempre asociada con virus.

—No estoy segura de comprenderle.

El científico se volvió hacia ella, impaciente.

—Se trata de una planta infectada por un virus. El secuenciador de ADN les mezcló, codificó a ambos. Muchos vegetales son portadores de virus como éste. Un poco de ADN o ARN en el cápside de una proteína infecta la planta, se apodera de algunas de sus células y luego introduce su material genético en los genes de la planta, los cuales empiezan a producir más virus, en lugar de lo que les correspondería. Los virus de la bugalla producen esas bolas marrones que aparecen en las hojas de los robles; por lo demás son inofensivos. Los nudos de los arces y los pinos también están causados por virus. Son tan frecuentes en las plantas como en los animales.

—Lo sé, doctor Frock, pero…

—Hay algo que no comprendo —interrumpió el profesor, dejando sobre la mesa los papeles—. Por lo general, un virus comprende otros virus. ¿Por qué codifica un virus todas esas proteínas animales y humanas? Fíjese en éstos. La mayoría son hormonas. ¿Qué hacen hormonas humanas en una planta?

—De eso quería hablarle. Consulté en un libro algunas hormonas. Al parecer, muchas proceden del hipotálamo humano.

Frock movió la cabeza como si lo hubieran abofeteado.

—¿El hipotálamo? —Sus ojos destellaron de repente.

—Exacto.

—Y el ser que anda suelto por el museo come los hipotálamos de sus víctimas. Probablemente necesita esas hormonas… Tal vez sea adicto a ellas. Piense; sólo existen dos fuentes de donde obtenerlas: las plantas, que, gracias a ese virus único, estarán saturadas de hormonas, y el hipotálamo humano. ¡Cuando el ser no puede conseguir fibras, engulle cerebros!

—Jesús, qué horror —susurró Margo.

—Esto es asombroso. Explica el motivo de esos espantosos asesinatos. Gracias a su descubrimiento, todas las piezas del rompecabezas encajan. La criatura que merodea por el museo mata gente, abre los cráneos, extrae el cerebro y devora la región talámica, donde más se concentran las hormonas. —Miró fijamente a Margo, con manos temblorosas—. Cuthbert comentó que, al buscar las cajas para recuperar la estatuilla de Mbwun, había descubierto una abierta y con las fibras esparcidas.

»De hecho, ahora que lo pienso, una de las más grandes apenas contenía fibras. Por tanto, ese ser se habrá alimentado de ellas durante cierto tiempo. Es evidente que Maxwell también las utilizó para embalar las cajas. Es posible que la criatura no necesite comer mucho, pues la concentración hormonal de las plantas será muy alta, pero necesita comer con regularidad. —Frock se reclinó en la silla de ruedas—. Hace diez días, las cajas fueron trasladadas a la zona de seguridad, y tres días más tarde los dos niños fueron asesinados. Un día después, murió un guardia. ¿Qué ocurrió? Muy sencillo; la bestia ya no puede conseguir más fibras, de manera que mata a un ser humano para devorar su hipotálamo y así satisfacer su apetito. Sin embargo, el hipotálamo, que segrega cantidades ínfimas de esas hormonas, resulta un pobre sustituto de las fibras. Basándome en las concentraciones descritas en estas hojas, calculo que se precisaría de cincuenta cerebros humanos para igualar la concentración encontrada en doscientos gramos de esas plantas.

—Doctor Frock, creo que los kothoga cultivaban esas plantas. Whittlesey recogió algunos especímenes en la prensadora, y el dibujo grabado en el disco reproduce la recolección de una planta. Estoy segura de que esas fibras son los tallos triturados de los nenúfares que contenía la prensadora de Whittlesey, la planta representada en el disco. Ahora sabemos que la mujer se refería a estas fibras cuando chilló «Mbwun». Mbwun, hijo del diablo: ¡ése es el nombre de la planta!

Extrajo la extraña planta de la prensadora. Era de color marrón oscuro, con una red de nervios negros. La hoja era gruesa y correosa, y el tallo negro, tan duro como una raíz seca. Margo la acercó a su nariz con cautela; olía a almizcle.

Frock la observó con una mezcla de miedo y fascinación.

—Una deducción muy brillante, Margo —elogió—. Los kothoga debieron crear todo un ceremonial en torno a la cosecha y preparación de esta planta, seguramente para apaciguar a ese ser. La estatuilla representa a la bestia, sin duda. ¿Cómo llegó aquí? ¿Por qué?

—Creo que es fácil adivinarlo —contestó Margo—. El amigo que me ayudó a examinar las cajas me comentó que había leído un artículo sobre una serie de asesinatos cometidos en Nueva Orleans hace unos años. Tuvieron lugar en un carguero procedente de Belem. Mi amigo localizó los registros de embarque de las cajas del museo y descubrió que iban a bordo de ese barco.

—De modo que el ser siguió a las cajas.

—Por eso Pendergast, el hombre del FBI, vino desde Luisiana —concluyó Margo.

Frock se volvió, con ojos como carbones encendidos.

—Santo Dios. Hemos atraído a una bestia terrible hasta el museo, enclavado en el corazón de Nueva York. Es el Efecto Calisto, más una venganza; un depredador salvaje, empeñado esta vez en nuestra destrucción. Recemos para que sólo haya uno.

—¿Qué clase de criatura podría ser? —preguntó Margo.

—Lo ignoro —reconoció el doctor—. Un ser que vivía en el
tepui
y se alimentaba de esas plantas; una especie extraña que quizá había sobrevivido desde la era de los dinosaurios en pequeño número. O tal vez el producto de un cambio extravagante de la evolución. El
tepui
constituye un ecosistema muy frágil, una isla biológica de especies raras rodeadas por una selva tropical. En lugares así, los animales y las plantas pueden desarrollar curiosas dependencias mutuas. Una comunidad de ADN compartido… ¡Piénselo! Y después… —Frock se interrumpió—. ¡Y después! —exclamó, dando una palmada sobre el brazo de la silla—. Después descubrieron oro y platino en el
tepui.
¿No le explicó eso Jörgensen? Poco después de que la expedición se separara, prendieron fuego al
tepui,
construyeron una carretera, llevaron un equipo de minería pesado. Destruyeron todo el ecosistema del
tepui
y a la tribu kothoga con él. Contaminaron los ríos y los pantanos al verter mercurio y cianuro.

Margo asintió.

—Los fuegos ardieron durante semanas, incontrolados, y la planta de que se nutría el ser se extinguió.

—Y el ser emprendió un viaje en busca de las cajas y el alimento que con tanta desesperación necesitaba.

Frock enmudeció y apoyó la cabeza sobre el pecho.

—Doctor Frock —susurró Margo—, ¿cómo supo la criatura que las cajas habían ido a Belem?

El hombre la miró y parpadeó.

—Lo ignoro. Es muy raro, ¿verdad? —De pronto, el científico aferró los costados de la silla y se irguió, excitado—. ¡Margo! —exclamó—. Podemos averiguar con exactitud qué es ese ser. Contamos con los medios, aquí mismo. ¡El Extrapolador! Disponemos del ADN del ser. Lo introduciremos en el programa y conseguiremos una descripción.

Margo pestañeó.

—¿Se refiere a la garra?

—¡Exacto! —Frock impulsó la silla de ruedas hacia la terminal y sus dedos volaron sobre las teclas—. Almacené el informe que Pendergast nos dejó ver en el ordenador. Introduciré los datos en el programa de Gregory ahora mismo. ¿Quiere ayudarme?

Margo ocupó el lugar de Frock ante el teclado. Al cabo de un momento, un mensaje destelló: «Tiempo estimado de conclusión: 55.30 minutos.

»Eh, Margo, este trabajo parece muy importante. ¿Por qué no encargas una pizza? El mejor sitio de la ciudad es Antonio's. Recomiendo la de chile verde y salchichas. ¿Quieres que envíe tu pedido por fax?»

Eran las cinco y cuarto.

40

En la Gran Rotonda del museo, D'Agosta contemplaba divertido cómo dos fornidos obreros desenrollaban una alfombra roja entre dos hileras de palmeras, la extendían por el umbral de la puerta y la colocaban sobre la escalinata delantera.

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