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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (26 page)

—Eh, amigo —exclamó D'Agosta en cuanto abrió la puerta y entró—, eso es propiedad del FBI. Si espera al señor Pendergast, ¿qué le parece si lo hace fuera?

El hombre se volvió. Sus ojos, muy pequeños, mostraban una expresión de resentimiento.

—A partir de este momento, ah, teniente —dijo, con la vista clavada en la placa que D'Agosta llevaba colgada del cinturón, como si intentara leer su número—, hablará con respeto al personal del FBI, del cual estoy ahora al mando. Agente especial Coffey.

—Bien, agente especial Coffey, por lo que yo sé, y hasta que alguien me diga lo contrario, el señor Pendergast está al mando aquí, y usted está fisgando en su escritorio.

Coffey le dedicó una leve sonrisa, introdujo la mano en el bolsillo y sacó un sobre.

El teniente leyó la carta. Procedía de Washington y comunicaba que la Oficina de Nueva York del FBI y el agente especial Spencer Coffey se ocuparían del caso. Dos oficios iban grapados a la orden: uno, de la oficina del gobernador, solicitaba oficialmente el cambio y aceptaba toda la responsabilidad por la transferencia de poderes; el segundo llevaba un membrete del Senado de Estados Unidos. D'Agosta lo dobló sin molestarse en leerlo.

Devolvió el sobre.

—De modo que por fin han conseguido colarse por la puerta de atrás —comentó.

—¿Cuándo vendrá Pendergast, teniente? —pregunto Coffey, guardándose el sobre en el bolsillo.

—¿Cómo quiere que lo sepa? Aprovechando que está curioseando en su mesa, consulte su agenda.

Antes de que Coffey pudiera replicar, la voz de Pendergast sonó desde fuera de la oficina.

—¡Ah, agente Coffey! Es un placer verlo.

El hombre se dispuso a sacar una vez más el sobre.

—No es necesario —dijo Pendergast—. Sé por qué ha venido. —Se sentó detrás del escritorio—. Póngase cómodo, teniente D'Agosta.

Éste observó que sólo había una silla más en el despacho y se sentó, sonriente. Disfrutaba viendo a Pendergast en acción.

—Al parecer, un loco anda suelto por el museo, señor Coffey —explicó Pendergast—. Por tanto, el teniente D'Agosta y yo hemos llegado a la conclusión de que debe suspenderse la fiesta de inauguración de mañana por la noche. El asesino actúa de noche. No podemos aceptar la responsabilidad de que más gente sea asesinada porque la dirección se empeñe en mantener abierto el museo debido a, digamos, motivos económicos.

—Sí, bien, usted ya no es el responsable —repuso Coffey—. Mis órdenes son que la inauguración se celebre tal como se había previsto. Aumentaremos la presencia policial con más agentes. Este lugar será más seguro que el lavabo del Pentágono. Y le diré algo más, Pendergast; en cuanto la fiestecita haya terminado y los peces gordos se hayan ido a casa, trincaremos a ese mamón. Se supone que usted es la hostia, pero no me impresiona. En cuatro días sólo ha conseguido encontrarse la polla. Estamos hartos de perder el tiempo.

Pendergast sonrió.

—Sí, me lo esperaba. Si ésa es su decisión, qué le vamos a hacer. No obstante, debería saber que pienso enviar una carta al director para exponer mis puntos de vista sobre el tema.

—Haga lo que le dé la gana, pero hágalo a su debido tiempo. Entretanto, mi gente se instalará al final del pasillo. Espero su informe a la hora del toque de queda.

—Mi informe final ya está preparado —anunció con toda tranquilidad Pendergast—. Bien, señor Coffey, ¿se le ofrece algo más?

—Sí. Espero su plena colaboración, Pendergast. —Y tras decir esto, salió de la oficina, dejando la puerta abierta.

D'Agosta lo observó alejarse por el pasillo.

—Ahora parece más resentido que antes de que usted entrara —dijo. Se volvió hacia Pendergast—. No se bajará usted los pantalones ante ese gilipollas, ¿verdad?

El agente sonrió.

—Vincent, me temo que es inevitable. En cierto sentido, me sorprende que esto no haya ocurrido antes. No es la primera vez que Wright me pone una zancadilla esta semana. ¿Para qué oponerme? Así, al menos, nadie podrá acusarnos de falta de colaboración.

—Yo pensaba que usted tenía influencias. —D'Agosta procuró que su voz no delatara la decepción que sentía.

Pendergast tendió las manos.

—Tengo bastantes influencias, como dice usted, pero recuerde que estoy fuera de mi territorio. Como existían coincidencias entre estos asesinatos y los que investigué en Nueva Orleans hace unos años, tenía buenos motivos para estar aquí, siempre que no se suscitaran controversias y no se solicitara la intervención de la fuerza local. Ya sabía que el doctor Wright y el gobernador habían visitado a Brown. Como el gobernador ha solicitado de manera oficial la intervención del FBI, sólo había un resultado posible.

—Pero ¿y su caso? Coffey se aprovechará del trabajo que usted ha realizado y se llevará las medallas.

—Usted supone que habrá medallas. Tengo un mal presentimiento acerca de esa inauguración, teniente. Un presentimiento muy malo. Conozco a Coffey desde hace mucho tiempo, y no me cabe duda de que sólo conseguirá empeorar la situación. De todos modos, Vincent, observe que no me ha ordenado hacer las maletas. No puede.

—No me diga que se alegra de descargarse de la responsabilidad —protestó D'Agosta—. Tal vez mi principal objetivo en la vida sea mantener la guadaña alejada de mi culo, pero pensaba que usted era diferente.

—Vincent, me sorprende. No tiene nada que ver con librarse de la responsabilidad. Sin embargo, esta situación me concede cierto grado de libertad. Es cierto que Coffey tiene la última palabra, pero su capacidad de controlar mis acciones es limitada. Yo sólo podía venir aquí si aceptaba dirigir el caso; en esas circunstancias, uno tiende a ser más prudente. Ahora podré guiarme por mis instintos. —Se reclinó en la silla y clavó su fría mirada en D'Agosta—. Su ayuda seguirá siendo muy bien recibida. Tal vez necesite a alguien dentro del departamento para acelerar algunos trámites.

El teniente reflexionó un momento.

—Hay algo que adiviné de ese tal Coffey desde el primer momento —dijo.

—¿Qué es?

—Ese tipo está cubierto de mierda hasta el cuello.

—Ay, Vincent —dijo Pendergast—, su dominio del idioma no deja de asombrarme.

35

Viernes

Smithback observó disgustado que el despacho ofrecía el mismo aspecto de siempre; ni una aguja fuera de sitio. Se dejó caer en la butaca con una intensa sensación de
déjà vu.

Rickman regresó de la oficina de su secretaria con un delgado expediente, la sonrisa obsequiosa y remilgada petrificada en su rostro.

—¡Ésta es la noche! —exclamó con júbilo—. ¿Piensa asistir?

—Sí, claro.

La mujer le entregó el expediente.

—Lea esto, Bill —dijo, con voz menos agradable.

MUSEO DE HISTORIA NATURAL DE NUEVA YORK

NOTA INTERNA

A: William Smithback Jr.

De: Lavinia Rickman.

SOBRE: Obra sin título sobre exposición «Supersticiones».

Con efecto inmediato, y hasta próximo aviso, su trabajo en el museo se regirá por las siguientes disposiciones:

1. Todas las entrevistas realizadas para la obra en preparación se efectuarán en mi presencia.

2. Se le prohíbe grabar las entrevistas o tomar notas durante ellas. En interés de la oportunidad y la coherencia, asumiré la responsabilidad de tomar notas personalmente y le pasaré los apuntes para que sean incluidos en la obra en preparación.

3. Se le prohíbe hablar de asuntos relacionados con el museo con otros empleados, o con cualquier persona con quien se encuentre en las dependencias del edificio, sin mi previa aprobación por escrito. Tenga la bondad de firmar en el espacio disponible al pie con el fin de dar su conformidad a estas disposiciones.

Smithback leyó la nota dos veces y luego levantó la vista.

—¿Y bien? —preguntó la mujer, con la cabeza ladeada—. ¿Qué opina?

—A ver si lo he entendido bien. ¿Ni siquiera se me permite hablar con alguien, por ejemplo, a la hora de comer, sin su permiso?

—Sobre asuntos relacionados con el museo, no. —Rickman acarició el pañuelo que llevaba al cuello.

—¿Por qué? ¿No basta con la nota que envió ayer a todo el personal?

—Bill, ya sabe por qué. Ha demostrado que no es merecedor de nuestra confianza.

—¿Por qué? —preguntó Smithback con voz quebrada.

—Tengo entendido que ha estado husmeando por el museo, hablando con gente en absoluto relacionada con usted y formulando preguntas absurdas sobre temas ajenos a la nueva exposición. Si cree que puede reunir información sobre los, ejem, recientes acontecimientos que han tenido lugar, debo recordarle el párrafo diecisiete de su contrato, que prohíbe la utilización de cualquier información no autorizada por mí. Nada, repito, nada relativo a la desafortunada situación será autorizado.

Smithback se incorporó en la butaca.

—¡Desafortunada situación!—espetó—. ¿Por qué no lo expresa por su nombre, asesinato?

—Haga el favor de no levantar la voz en mi despacho —ordenó Rickman.

—Me contrató para escribir un libro, no para inventar un comunicado de trescientas páginas para la prensa. Unos brutales asesinatos se han cometido en el museo una semana antes de que se inaugure la mayor exposición jamás presentada. ¿Pretende decirme que no tienen relación con la historia?

—Yo, y sólo yo, definiré qué deberá incluir en su libro y qué no. ¿Entendido?

—No.

Rickman se levantó.

—Empiezo a hartarme. O firma este documento ahora mismo, o está acabado.

—¿Acabado? ¿Qué significa eso? ¿Fusilado o despedido?

—No toleraré esta clase de frivolidades en mi despacho. O firma el acuerdo, o aceptaré su dimisión de inmediato.

—Estupendo —contestó Smithback—. Me limitaré a llevar mi manuscrito a un editor comercial. Usted necesita este libro tanto como yo. Ambos sabemos que podría obtener un suculento adelanto por la historia secreta de los asesinatos del museo. Conozco esa historia secreta, créame; hasta la última coma.

Aunque el rostro de Rickman se había demudado, su sonrisa persistía. Los nudillos se le pusieron blancos.

—Eso representaría una violación de su contrato —dijo lentamente—. El museo cuenta con el asesoramiento legal de la firma de Wall Street Daniels, Soller y McCabe. Sin duda habrá oído hablar de ella. Si usted emprendiera esa acción, incurriría al instante en incumplimiento de contrato legal, en el caso de que su agente y cualquier editor fuera tan estúpido como para firmar un contrato con usted. Pondríamos toda la carne en el asador, y no me sorprendería que, después de perder, nunca volviera a encontrar trabajo en su especialidad.

—Esto supone una gravísima vulneración de los derechos reconocidos en la Primera Enmienda —logró graznar Smithback.

—En absoluto. Buscaríamos un remedio a su violación de contrato, simplemente. No quedaría como un héroe, y ni siquiera el
Times
se haría eco. Si de veras piensa emprender esta acción, Bill, yo de usted consultaría antes a un buen abogado y le enseñaría el contrato que firmó con nosotros. Estoy segura de que le confirmará que todo está atado y bien atado. O si lo prefiere, aceptaré su dimisión en este momento.

Abrió un cajón del escritorio y extrajo una hoja de papel.

El intercomunicador zumbó.

—¿Señora Rickman? El doctor Wright por la línea uno.

La mujer descolgó el auricular.

—¿Sí, Winston? ¿Qué? ¿El
Post
otra vez? Sí, hablaré con ellos. ¿Has llamado a Ippolito? Estupendo. —Colgó y se encaminó hacia la puerta del despacho—. Compruebe que Ippolito ha ido al despacho del director —ordenó a su secretaria—. En cuanto a usted, Bill, no puedo perder el tiempo con cortesías. Si no firma el acuerdo, recoja sus cosas y lárguese.

El periodista se había quedado muy quieto. De repente, sonrió.

—Señora Rickman, entiendo su punto de vista.

Ella se inclinó hacia él con ojos destellantes.

—¿Y…?

—Acepto las restricciones.

La mujer se situó detrás del escritorio, triunfal.

—Bill, me alegro de que no haya necesidad de usar esto. —Guardó la segunda hoja en el cajón y lo cerró—. Supongo que es lo bastante inteligente para comprender que no le queda otra alternativa.

Smithback la miró a los ojos y tendió la mano hacia el expediente.

—No le importará que lo lea otra vez antes de firmar, ¿verdad?

Rickman vaciló.

—No; supongo que no, aunque descubrirá que pone exactamente lo mismo que antes. No ha lugar a equívocos, de modo que no busque ambigüedades. —Paseó la vista por la habitación, recogió su cartera y se dirigió a la puerta—. Se lo advierto, Bill. No olvide firmar. Haga el favor de seguirme y entregue el documento firmado a mi secretaria. Le enviará una copia.

Smithback frunció los labios en señal de desagrado cuando vio cómo la mujer contoneaba las caderas bajo la falda plisada. Tras lanzar una mirada furtiva al despacho exterior, se apresuró a abrir el cajón que Rickman acababa de cerrar y extrajo un pequeño objeto, que introdujo en el bolsillo de su chaqueta. Cerró el cajón, miró alrededor una vez más y se encaminó hacia la salida.

A continuación se acercó de nuevo al escritorio, cogió la hoja y garabateó una firma ilegible. Cuando salió, entregó el documento a la secretaria.

—Guarde esa firma; algún día valdrá mucho —dijo sin mirar atrás, y cerró la puerta con estrépito.

Margo acababa de colgar el auricular del teléfono cuando Smithback entró. Una vez más, tenía el laboratorio para ella sola, pues su compañera, la preparadora, se había marchado inopinadamente de vacaciones.

—Acabo de hablar con Frock. Se llevó una gran decepción cuando le expliqué que no había encontrado nada más en la caja y que no tuve tiempo de buscar las vainas. Creo que esperaba pruebas sobre la existencia del ser. Quise mencionarle lo de la carta y la conversación que habíamos mantenido con Jörgensen, pero dijo que no podía hablar. Creo que Cuthbert estaba con él.

—Para preguntarle sobre la solicitud de acceso que envió, supongo —repuso Smithback—. Imitando a Torquemada, como siempre. —Señaló la puerta—. ¿Por qué no está cerrada con llave?

Margó fingió sorpresa.

—Ah. Me temo que me olvidé otra vez.

—¿Te importa si la cierro, por si acaso?

Lo hizo y después, sonriente, introdujo la mano en la chaqueta y sacó con parsimonia un pequeño libro. La cubierta de piel, muy desgastada, llevaba el sello de dos puntas de flecha superpuestas. Lo alzó como si de un trofeo se tratara.

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