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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (28 page)

—Estoy revisando los procedimientos de seguridad con el señor Pendergast —dijo Ippolito.

—Bien, Ippolito, tendrá que revisarlos otra vez conmigo. —Con los ojos entornados, miró a Pendergast—. En el futuro, recuerde invitarme a sus fiestas privadas —dijo, irritado.

—El señor Pendergast… —empezó Ippolito.

—El señor Pendergast ha venido del Sur profundo para echarnos una mano cuando la necesitemos. Yo dirijo el espectáculo ahora. ¿Comprendido?

—Sí, señor —contestó Ippolito.

El hombre explicó los procedimientos otra vez. Coffey, sentado en una silla de operador, hacía girar con el dedo unos auriculares. D'Agosta, mientras tanto, paseaba por la habitación, observando los paneles de control. Pendergast escuchaba con suma atención, como si no hubiera oído antes el mismo discurso. Cuando el jefe de seguridad terminó, Coffey se reclinó en la silla.

—Ippolito, hay cuatro agujeros en este perímetro. —Hizo una pausa teatral—. Quiero tres taponados. Sólo debe haber una entrada y una salida.

—Señor Coffey, las regulaciones antiincendios exigen…

Coffey le interrumpió con un movimiento de la mano.

—Ya me ocuparé yo de las regulaciones antiincendios. Usted encárguese de los agujeros que hay en la red de seguridad. Cuantos más agujeros haya, más problemas pueden aparecer.

—Me temo que ésa no es la forma correcta de proceder —terció Pendergast—. Si cierra esas tres salidas, los invitados quedarán atrapados. Si algo sucediera, sólo habría una salida.

Coffey tendió las manos en un gesto de frustración.

—Ésa es la cuestión, Pendergast. No se puede tener todo. O tiene un perímetro de seguridad o no. En cualquier caso, según Ippolito, cada puerta de seguridad dispone de un anulador de emergencia. ¿Cuál es el problema?

—Exacto —intervino Ippolito—, en caso de emergencia, las puertas pueden abrirse mediante el teclado. Sólo se requiere el código.

—¿Puedo preguntar qué controla el teclado? —inquirió Pendergast.

—El ordenador central. La sala de ordenadores está justo al lado.

—¿Y si el ordenador se avería?

—Contamos con sistemas de seguridad, con controles de error. Aquellos paneles de la pared del fondo regulan el sistema de seguridad. Cada panel posee una alarma.

—Ése es otro problema —murmuró Pendergast.

Coffey resopló y, con la vista clavada en el techo, dijo:

—Sigue sin gustarle.

—He contado ochenta y una luces de alarma sólo en ese banco de controles —continuó Pendergast, ignorando el comentario de Coffey—. Si se produjera una verdadera emergencia, con un fallo múltiple del sistema, la mayoría de esas alarmas comenzarían a parpadear. Ningún equipo de técnicos podría trabajar con eficacia.

—Pendergast, estamos perdiendo tiempo por su culpa —replicó Coffey—. Ippolito y yo solucionaremos esos detalles, ¿de acuerdo? Apenas faltan ocho horas para la inauguración.

—¿Han probado el sistema? —preguntó Pendergast.

—Lo probamos cada semana —contestó Ippolito.

—Quiero decir si lo han probado en una situación real. Un intento de robo, tal vez.

—No, y espero que nunca sea necesario.

—Lamento decirlo —comentó Pendergast—, pero me parece un sistema destinado al fracaso. Soy un gran defensor del progreso, señor Ippolito, pero en este caso recomiendo fervientemente acudir a los viejos métodos. De hecho, durante la fiesta, desconectaría todo el sistema. Apáguelo. Es demasiado complicado, y dudo de su utilidad durante una emergencia. Necesitamos un método de eficacia probada, algo que todos conozcamos; patrullas, guardias armados en cada punto de entrada y salida. Estoy seguro de que el teniente D'Agosta nos proporcionará más hombres.

—Sólo tiene que pedirlo —afirmó el agente.

Coffey se echó a reír.

—Jesús, quiere desconectar el sistema en el momento en que es más necesario.

—Debo manifestar mi rechazo absoluto a ese plan —dijo Pendergast.

—Bueno, pues hágalo por escrito —repuso Coffey— y envíelo por barco a su oficina de Nueva Orleans. En mi opinión, Ippolito lo tiene todo muy bien controlado.

—Gracias —dijo el jefe de seguridad con orgullo.

—Nos enfrentamos a una situación peligrosa y muy poco habitual —insistió Pendergast—. No es el momento de confiar en un sistema complejo y no experimentado.

—Pendergast, ya he oído bastante —atajó Coffey—. ¿Por qué no baja a su despacho y come el bocadillo de siluro que su mujer puso en la fiambrera?

A D'Agosta le asombró el cambio de expresión en el rostro de Pendergast. Coffey retrocedió un paso instintivamente. Pendergast se limitó a dar media vuelta y salir. El teniente lo siguió.

—¿Adónde va? —preguntó Coffey—. Será mejor que se quede mientras ultimamos los detalles.

—Estoy de acuerdo con Pendergast —replicó D'Agosta—. Éste no es el momento de liarse con videojuegos. Estamos hablando de vidas humanas.

—Escuche, D'Agosta, nosotros somos la releche, somos el FBI. No nos interesa la opinión de un policía de tráfico de Queens.

El teniente escudriñó la cara rojiza y sudorosa del agente.

—Usted es una desgracia para las fuerzas de la ley.

Coffey parpadeó.

—Gracias. Anotaré ese insulto gratuito en el informe que enviaré a mi buen amigo Horlocker, el jefe de policía, que sin duda emprenderá las acciones pertinentes.

—En ese caso, puede añadir este otro: es usted un saco de mierda.

Coffey echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.

—Me encanta la gente que se degüella y te ahorra la molestia. Ya me había dado cuenta de que este caso es demasiado importante para que un simple teniente actúe como enlace del Departamento de Policía de Nueva York. Le apartarán de este caso en veinticuatro horas, D'Agosta. ¿Lo sabía? Pensaba comunicárselo después de la fiesta, para no amargarle la diversión, pero creo que ahora es un buen momento. Por tanto, aproveche su última tarde en este caso. Nos veremos a las cuatro para el informe habitual. No se retrase.

D'Agosta no replicó. Curiosamente, aquella noticia no le había sorprendido.

37

Un sonoro estornudo hizo vibrar vasos de precipitación y especímenes de plantas secas desechados en el laboratorio botánico auxiliar del museo.

—Perdón —se disculpó Kawakita y sorbió por la nariz—. Alergia.

—Toma un pañuelo —ofreció Margo.

Introdujo la mano en su bolso. Había escuchado la descripción de Kawakita del programa genético Extrapolador. «Es brillante —pensó—. Apuesto a que casi toda la teoría fue suministrada por Frock.»

—En cualquier caso —dijo Kawakita—, se empieza con secuencias genéticas de dos animales o plantas. Eso se introduce y se obtiene una extrapolación, es decir, una estimación del ordenador sobre el vínculo evolutivo entre las dos especies. El programa empareja automáticamente fragmentos de ADN, compara secuencias similares y define cómo podría ser la forma extrapolada. Como ejemplo, haré una prueba con ADN de chimpancé y de humano. Deberíamos obtener la descripción de alguna forma intermedia.

—El eslabón perdido —Margo asintió—. No me digas que también realiza un dibujo del animal.

—¡No! —Kawakita rió—. Me concederían el premio Nobel si pudiera hacerlo. Facilita una lista, no definitiva, sino probable, de las características morfológicas y de conducta que el animal o la planta podría poseer. Y no se trata de una lista completa, por supuesto. Lo verás cuando terminemos la prueba.

Tecleó una serie de instrucciones, y los datos comenzaron a desfilar por la pantalla del ordenador; una progresión rápida y ondulante de ceros y unos.

—Esto se puede eliminar —aclaró Kawakita—, pero me gusta ver los datos volcados del secuenciador genético. Es tan hermoso como contemplar un río, lleno de truchas, a ser posible.

Al cabo de unos cinco minutos, los datos dejaron de aparecer y la pantalla proyectó una tenue luz azul. Entonces surgió la cara de Moe, de los Three Stooges
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, y por el altavoz del ordenador se oyó:

—¡Pienso, pienso, pero no pasa nada!

—Esto significa que el programa está funcionando —explicó Kawakita, y rió su broma—. Puede tardar una hora, según lo alejadas que estén las dos especies.

Un mensaje apareció en la pantalla: «Tiempo estimado de conclusión: 3.03.40 min.»

—Chimpancés y humanos están muy próximos. Comparten el 98 por ciento de los genes. Esto debería ir deprisa.

Una bombilla encendida se materializó de repente sobre la cabeza de Moe.

—¡Hecho! —exclamó Kawakita—. Vamos a ver los resultados.

Pulsó una tecla. En la pantalla del ordenador apareció:

PRIMERA ESPECIE:

Especie:
Pan troglodytes.

Género: Pan.

Familia:
Pongidae.

Orden:
Primata.

Clase:
Mammalia.

Filum:
Chordata.

Reino: Animal.

SEGUNDA ESPECIE:

Especie:
Homo sapiens.

Género: Homo.

Familia:
Hominidae.

Orden:
Primata.

Clase:
Mammalia.

Filum:
Chordata.

Reino: Animal.

Coincidencia genética global: 98,4%.

—Lo creas o no —dijo Kawakita—, la identificación de estas dos especies se ha llevado a cabo sólo por los genes. No indiqué al ordenador qué eran esos dos organismos. Es un buen método para demostrar a los incrédulos que el Extrapolador no es una farsa o un juguete. Sea como sea, ahora obtendremos una descripción de la especie intermedia. En este caso, como tú has dicho, el eslabón perdido.

Características morfológicas de la forma intermedia:

Ágil.

Capacidad cerebral: 750 cc.

Bípedo, postura erecta.

Pulgar oponible.

Pérdida de oponibilidad en dedos pies.

Dimorfismo sexual por debajo de lo normal.

Peso macho adulto: 55 kg.

Peso hembra adulta: 45 kg.

Período de gestación: ocho meses.

Agresividad: de baja a moderada.

Período de ciclo en hembra: suprimido.

La lista proseguía, cada vez más oscura. Bajo «osteología», Margo no comprendió casi nada.

Proceso foraminal parietal atávico.

Cresta ilíaca muy reducida.

10-12 vértebras torácicas.

Trocánter mayor parcialmente articulado.

Borde prominente de la órbita.

Frontal atávico con proceso zigomático prominente.

«Eso debe de significar frente de escarabajo», pensó Margo.

Diurno.

Parcial o totalmente monógamo.

Vive en grupos sociales cooperativos.

—Vamos, vamos, ¿cómo puede el programa deducir cosas como ésas? —preguntó Margo señalando «monógamo».

—Hormonas —contestó Kawakita—. Hay un gen que codifica una hormona existente en especies mamíferas monógamas, pero no en las promiscuas. En los humanos, esta hormona está relacionada con el emparejamiento. No está presente en los chimpancés, que son animales muy promiscuos. Y el hecho de que el período de celo de la hembra esté suprimido… Sólo aparece en especies relativamente monógamas. El programa utiliza todo un arsenal de herramientas (sutiles algoritmos AI, lógica confusa), con el fin de interpretar el efecto de conjuntos de genes sobre el comportamiento y el aspecto de determinado organismo.

—¿Algoritmos AI? ¿Lógica confusa? Creo que me he perdido.

—Bien, no importa. Tampoco necesitas conocer todos los secretos. Se trata de hacer pensar al programa más como una persona que como un ordenador normal. Lanza suposiciones, utiliza la intuición. Esa característica en concreto, «cooperativo», se extrapola a partir de la presencia o ausencia de ochenta genes diferentes.

—¿Eso es todo? —bromeó Margo.

—No. También se puede utilizar el programa para conjeturar el tamaño, la forma y la conducta de un solo organismo, introduciendo el ADN de un solo ser en lugar de dos, es decir, inutilizando la extrapolación lógica. Si no me retiran la subvención, añadiré dos módulos más a este programa. El primero extrapolará hacia el pasado de una especie, y el segundo hacia el futuro. En otras palabras, podremos descubrir más cosas sobre seres extintos del pasado y conjeturar sobre criaturas del futuro. —Sonrió—. No está mal, ¿eh?

—Es asombroso —se maravilló Margo. Temió que su proyecto de investigación pareciera insignificante en comparación—. ¿Cómo lo desarrollaste?

Kawakita vaciló, mirándola con suspicacia.

—Cuando empecé a trabajar con Frock, me comentó que estaba frustrado por las diferencias del archivo de fósiles. Quería llenar los huecos, averiguar cuáles eran las formas intermedias. De modo que elaboré este programa. Él me facilitó casi todas las tablas normativas. Comenzamos a probarlo con diversas especies; chimpancés y humanos, así como bacterias varias de las que teníamos numerosos datos genéticos. Entonces ocurrió algo increíble. Frock, el viejo demonio, lo esperaba, pero yo no. Comparamos al perro doméstico con la hiena, y no obtuvimos una especie intermedia, sino una forma de vida extraña, muy diferente al perro o la hiena. Esto también sucedió con otros pares de especies. ¿Sabes qué dijo Frock?

Margo negó con la cabeza.

—Sonrió y dijo: «Ahora ya conoces el verdadero valor de este programa.» —Kawakita se encogió de hombros—. Mi programa otorgó validez a la teoría del Efecto Calisto al demostrar que pequeñas modificaciones en el ADN pueden desencadenar a veces cambios radicales en un organismo. Me cabreé un poco, pero Frock trabaja así.

—No me extraña que Frock tuviera tantas ganas de que yo utilizara el programa —dijo Margo—. Esto puede revolucionar el estudio de la evolución.

—Sí, aunque de momento nadie le presta atención —afirmó con amargura Kawakita—. Últimamente todo lo relacionado con Frock es como el beso de la muerte. Es decepcionante dedicarte en cuerpo y alma a un proyecto y que luego la comunidad científica te ignore. Entre nosotros, Margo, pienso abandonar a Frock como supervisor e integrarme al grupo de Cuthbert. Creo que podría llevarme casi todo el material en que he trabajado. Tal vez también tú deberías planteártelo.

—Gracias, pero me quedaré con Frock —replicó Margo, ofendida—. No me habría dedicado a la genética de no haber sido por él. Le debo mucho.

—Como quieras. De todas formas, quizá no puedas quedarte en el museo, ¿verdad? Al menos, eso me ha comentado Bill Smithback. Yo he invertido todo en este lugar. Mi filosofía es: «Sólo te debes a ti.» Mira alrededor. Piensa en Wright, Cuthbert, todos los demás. ¿Se preocupan de alguien aparte de sí mismos? Tú y yo somos científicos. Sabemos que sólo sobrevive el más apto y que hay que combatir con uñas y dientes. La lucha por la supervivencia también se aplica a los científicos.

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