Read El ídolo perdido (The Relic) Online
Authors: Douglas y Child Preston
Cuando D'Agosta guardó la radio en el estuche, Coffey se acercó, seguido del jefe de seguridad del museo.
—¿Informe? —preguntó con brusquedad el agente.
—Todo el mundo está en su sitio. —El teniente retiró el puro de su boca y examinó el extremo humedecido—. Cuatro policías de paisano circulan por la fiesta. Cuatro de uniforme patrullan el perímetro con sus hombres. Cinco controlan el tráfico del exterior, y otros tantos supervisan los detectores de metales y la entrada. Cinco hombres uniformados se hallan dentro de la sala; dos de ellos me acompañarán a la exposición cuando corten la cinta. He apostado a un hombre en la sala de ordenadores, otro en la de control de seguridad…
Coffey entornó los ojos.
—Esos hombres uniformados que se mezclarán con los invitados en la exposición no estaban previstos en el plan.
—No es nada oficial. Sólo pretendo que estén cerca de la cabeza de la multitud a medida que vaya entrando. No se nos permitió rastrear la zona, ¿recuerda?
Coffey suspiró.
—Haga lo que le dé la gana, pero no quiero un jodido servicio de escolta. Procuren ser discretos y no bloquear la exposición, ¿de acuerdo?
D'Agosta asintió. Coffey se volvió hacia Ippolito.
—¿Y usted?
—Bien, señor, todos mis hombres están también en su sitio. Exactamente donde usted los quería.
—Estupendo. Mi base de operaciones estará aquí, en la Rotonda, durante la ceremonia. Después nos desplegaremos. Entretanto, Ippolito, adelántese con D'Agosta. Manténganse cerca del director y el alcalde. Ya conoce la rutina. D'Agosta, quiero que permanezca en segundo plano. Nada de chupar cámara; no la cague el último día. ¿Entendido?
Waters sentía el frío de la sala de ordenadores, bañada en luz de neón. Le dolía el hombro a causa del pesado fusil. Era el servicio más aburrido que le habían asignado. Echó un vistazo al chiflado (había empezado a llamarlo así mentalmente) que tecleaba. El tío llevaba horas tecleando y bebiendo Coca-Colas bajas en calorías. Waters meneó la cabeza. Lo primero que haría por la mañana sería pedir a D'Agosta un cambio de turno. Se volvería loco allí.
El chiflado se rascó la nuca y se estiró.
—Un día largo —comentó.
—Sí —contestó el agente.
—Casi he terminado. Es increíble lo que este programa puede hacer.
—Supongo que tiene razón —dijo Waters sin entusiasmo. Consultó su reloj; aún faltaban tres horas para el relevo.
—Mire.
El chiflado pulsó un botón. El policía se acercó un poco más a la pantalla y observó. Nada, sólo un puñado de palabras; un galimatías que debía de ser el programa.
De pronto apareció la imagen de una cucaracha en la pantalla. Al principio permaneció inmóvil, luego estiró sus patas verdes y comenzó a caminar sobre las palabras. Entonces otra cucaracha animada surgió en la pantalla. Ambos bichos repararon en su mutua presencia y se aproximaron. Empezaron a copular.
Waters miró al chiflado.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Siga mirando —contestó el chiflado.
Cuatro cucarachas nacieron al poco y se pusieron a copular. Al cabo de escasos momentos, la pantalla estaba plagada de aquellos insectos, que en un par de minutos engulleron las letras de la pantalla. Por último las cucarachas procedieron a devorarse entre sí. Pasado un instante, el monitor quedó en negro.
—Guay, ¿eh? —exclamó el chiflado.
—Sí —contestó Waters. Tras una pausa, añadió—: ¿Para qué sirve el programa?
—Sólo es… —El chiflado se mostré un poco confuso—. Sólo es un programa guay. No sirve para nada.
—¿Cuánto tiempo ha tardado en elaborarlo?
—Dos semanas —respondió el chiflado con orgullo—. En mi tiempo libre, por supuesto.
El chiflado se volvió hacia la terminal y continuó tecleando. Waters se apoyó contra la pared, cerca de la puerta de la sala de ordenadores. Oyó el sonido de un millar de pies, que se arrastraban y deslizaban en el piso de arriba, y la música de la orquesta que tocaba; el matraqueo de la batería, la vibración de los bajos, el lamento de los saxos. Y allí estaba él, atrapado en aquel pabellón de psicóticos, con un chiflado por única compañía. El momento de mayor emoción fue cuando éste se levantó para ir a buscar otra Coca-Cola baja en calorías.
De pronto oyó un ruido procedente del cuarto de la instalación eléctrica.
—¿Ha oído eso? —preguntó.
—No —respondió el chiflado.
Tras un largo silencio, sonó un golpe sordo.
—¿Qué coño es eso? —inquirió Waters.
—No lo sé —contestó el chiflado, que dejó de teclear y miró alrededor—. Tal vez debería echar un vistazo.
Waters acarició la pulida culata del fusil y miró la puerta que comunicaba con el cuarto. «Probablemente no será nada. La última vez, con D'Agosta, no fue nada.» Debería entrar. Siempre podía pedir refuerzos al mando de seguridad, que se hallaba al final del pasillo. Su compañero García estaría allí. ¿O no?
El sudor cubrió su frente. Waters alzó un brazo instintivamente para enjugarlo y no hizo ademán de avanzar hacia la puerta del cuarto de la instalación eléctrica.
Cuando Margo entró en la Gran Rotonda, vio una escena caótica: los presentes agitaban paraguas empapados o charlaban en grupos pequeños, y el rumor de sus conversaciones se añadía al estruendo procedente de la recepción. Empujó a Frock hasta una cinta de terciopelo que colgaba junto a los detectores de metales, vigilados por un policía uniformado. Al otro lado, el Planetario estaba inundado por una luz amarilla. La enorme araña que colgaba del techo lanzaba destellos irisados.
Exhibieron sus tarjetas de identificación del museo al policía, que retiró la cinta y les franqueó la entrada tras inspeccionar la bolsa de Margo. Cuando ésta pasó, el agente le dirigió una mirada de curiosidad. Ella bajó la vista y comprendió; vestía tejanos y un jersey.
—Deprisa —urgió Frock—. Vamos hacia la plataforma.
Ésta se hallaba al fondo de la sala, cerca de la entrada a la exposición. Las puertas talladas a mano estaban sujetas con cadenas, y en lo alto un arco de letras toscas, que parecían de hueso, formaban la palabra «Supersticiones». A cada lado se alzaban postes de madera, que recordaban tótems enormes o columnas de un templo pagano. Margo observó que Wright, Cuthbert y el alcalde se habían reunido en el estrado, donde charlaban y bromeaban mientras un técnico de sonido manipulaba los micrófonos. Detrás de ellos se erguía Ippolito, rodeado de ayudantes y administrativos. Hablaba por su radio, haciendo gestos furiosos. El ruido era ensordecedor.
—¡Con su permiso! —vociferó Frock. La gente se apartó de mala gana—. Fíjese en todas estas personas —dijo a Margo—. El nivel feromonal de esta sala debe ser astronómico. ¡Será irresistible para la bestia! Hemos de detener esto ahora mismo. —Señaló hacia un lado—. Mire, ahí está Gregory.
Kawakita se encontraba de pie junto a la pista de baile, con una copa en la mano. Al verlos, avanzó hacia ellos.
—Hola, doctor Frock. Estaban buscándolo. La ceremonia no tardará en empezar.
Frock le agarró del brazo.
—¡Gregory! ¡Has de ayudarnos! ¡Hay que suspender la inauguración y evacuar el edificio ahora mismo!
—¿Qué? —preguntó Kawakita—. ¿Es una broma? —Dirigió una mirada de perplejidad a la pareja.
—Greg —dijo Margo a voz en grito—, hemos descubierto al culpable de las matanzas. No es un ser humano, sino un monstruo, una bestia. Nunca nos habíamos topado con nada semejante. Tu programa de Extrapolación nos ayudó a identificarlo. Se alimenta de las fibras con que Whittlesey embaló las cajas. Como ya no las encuentra, necesita las hormonas de los hipotálamos humanos como sustituto. Creemos que ha de tener…
—Basta, Margo. ¿De qué hablas?
—¡Maldita sea, Gregory! —bramó Frock—. No tenemos tiempo para explicaciones. Hemos de evacuar este lugar ahora mismo.
Kawakita retrocedió un paso.
—Doctor Frock, con el debido respeto…
El profesor le apretó más el brazo y habló despacio:
—Escucha, Gregory. Un terrible monstruo merodea por el museo. Necesita matar y matará. Esta noche. Todos deben abandonar el edificio.
Kawakita retrocedió otro paso y miró hacia el estrado.
—Lo siento. No sé de qué va todo esto, pero si han utilizado mi programa de extrapolación para gastar una broma… —Liberó su brazo—. Creo que debería subir al estrado, doctor Frock. Le esperan.
—Greg… —empezó Margo, pero Kawakita ya se había alejado y los miraba con suspicacia.
—¡Al estrado! —exclamó Frock—. Wright puede hacerlo, puede ordenar que evacuen el lugar.
De pronto se oyó un redoble de tambores y una fanfarria.
—¡Winston! —llamó Frock a voz en cuello, desplazándose hasta el pie de la plataforma—. ¡Escucha, Winston! ¡Hay que desalojar el lugar! —Sus últimas palabras flotaron en el aire cuando la fanfarria enmudeció—. ¡Hay una bestia salvaje suelta en el museo! —vociferó en el silencio.
Un súbito murmullo se elevó de la muchedumbre. Las personas más cercanas a Frock se apartaron, se miraron entre sí y cuchichearon. Wright traspasó al profesor con la mirada, mientras Cuthbert se separaba del grupo a toda prisa.
—Frock —masculló—, ¿qué cojones estás haciendo? —Saltó de la plataforma y se acercó—. ¿Qué te ocurre, Frock? ¿Te has vuelto loco? —susurró.
Frock tendió la mano.
—Ian, hay una bestia terrible en el museo. Sé que hemos tenido nuestras diferencias, pero confía en mí, por favor. Pide a Wright que saque de aquí a toda esta gente; ahora.
Cuthbert lanzó una mirada penetrante a Frock.
—No sé qué planeas —dijo el escocés—, ni a qué juegas. Quizá se trate de un intento desesperado de última hora para frustrar la exposición, para dejarme en ridículo. Te diré algo, Frock; si armas otro escándalo, ordenaré al señor Ippolito que te expulse por la fuerza del museo y me ocuparé de que nunca más vuelvas a pisarlo.
—Ian, te suplico —Cuthbert dio media vuelta y subió al estrado.
Margo apoyó una mano sobre el hombro del profesor.
—No se moleste —murmuró—. Nunca nos creerán. Ojalá George Moriarty estuviera aquí para ayudarnos. Es su exposición, y debería estar aquí, pero no le veo.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Frock, temblando de frustración. Las conversaciones se reanudaron cuando los invitados cercanos a la plataforma concluyeron que todo había sido una broma.
—Deberíamos buscar a Pendergast —propuso Margo—. Es el único con suficiente autoridad para poder hacer algo.
—Tampoco nos creerá —afirmó Frock, abatido.
—Quizá —dijo Margo mientras hacía girar la silla de ruedas—, pero nos escuchará. Hemos de apresurarnos.
Detrás de ellos, Cuthbert indicó que sonara otro redoble de tambores y una fanfarria. Entonces se adelantó y levantó las manos.
—¡Damas y caballeros! —exclamó—. ¡Tengo el honor de presentarles al director del Museo de Historia Natural de Nueva York, Winston Wright!
Éste ocupó el estrado, sonrió y saludó a la multitud.
—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos, amigos míos, conciudadanos de Nueva York, ciudadanos del mundo! ¡Bienvenidos a la inauguración de la mayor exposición jamás montada!
Las palabras amplificadas del director resonaron en la sala. Una tremenda salva de aplausos se elevó hasta el techo abovedado.
—Preguntaremos en seguridad —sugirió Margo—. Sabrán dónde está Pendergast. Hay toda una hilera de teléfonos en la Rotonda.
Empujó a Frock hacia la entrada mientras la voz de Wright atronaba por el sistema de megafonía.
—Es una exposición sobre nuestras creencias más profundas, nuestros temores más ocultos, el lado más brillante y más oscuro de la naturaleza humana…
De pie detrás del estrado, D'Agosta, que contemplaba la espalda de Wright mientras éste se dirigía al público, cogió su radio.
—¿Bailey? —susurró—. Cuando corten esa cinta, usted y McNitt se adelantarán al gentío. Sitúense detrás de Wright y el alcalde, y delante de todos los demás. ¿Entendido? Procuren pasar desapercibidos y no permitan que los aparten.
—Recibido, Loo.
—Cuando la mente humana evolucionó hasta la comprensión de los misterios del universo, la primera pregunta fue: ¿qué es la vida? Luego preguntó: ¿qué es la muerte? Hemos averiguado mucho sobre la vida. En cambio, pese a los avances tecnológicos, hemos averiguado muy poco acerca de la muerte y lo que hay más allá… —La multitud escuchaba, embelesada—. Hemos sellado la exposición para que ustedes, nuestros invitados de honor, sean los primeros en entrar. Verán muchos objetos raros y exquisitos, en su gran mayoría expuestos al público por primera vez. Verán imágenes hermosas y terribles, símbolos de la bondad y la maldad más espantosa, símbolos del esfuerzo del hombre por asimilar y comprender el misterio definitivo…
D'Agosta se preguntó qué habría sido del anciano conservador de la silla de ruedas. Se llamaba Frock. Había vociferado algo, y Cuthbert, el pope del acontecimiento, le había expulsado. Política museística, mucho peor aún que en One Police Plaza.
—Expreso mi más ferviente esperanza de que esta exposición iniciará una nueva era en nuestro museo, una era en que la innovación tecnológica y un renacimiento en la metodología científica se combinarán para infundir nuevo vigor al interés del público por los museos…
D'Agosta paseó la vista por la sala y se fijó en la posición que ocupaban sus hombres. Todos se hallaban en sus puestos. Cabeceó en dirección al guardia que custodiaba la entrada a la exposición y le ordenó que retirara la cadena de las pesadas puertas de madera.
Cuando el discurso concluyó, una salva de aplausos estalló de nuevo en el enorme recinto. Entonces Cuthbert regresó al estrado.
—Quiero dar las gracias a algunas personas…
D'Agosta consultó su reloj y se preguntó dónde estaría Pendergast. No había conseguido localizarlo en la sala, y el agente era un tipo que destacaba en la multitud.
Cuthbert sostenía en alto unas grandes tijeras que tendió al alcalde. Éste aferró un ojo y ofreció el otro a Wright, y ambos bajaron por los peldaños del estrado hasta una cinta suspendida ante la entrada de la exposición.
—¿A qué esperamos? —preguntó el alcalde, y soltó una carcajada.
Cortaron la cinta por la mitad ante una descarga de flashes, y dos guardias del museo abrieron lentamente las puertas. La orquesta interpretó
The Joint Is Jumpin'.