Read El ídolo perdido (The Relic) Online
Authors: Douglas y Child Preston
—Necesitaremos una cuerda para arrastrarla —indicó Margo.
—Veo cuerdas de embalar alrededor de aquella caja —dijo Frock.
Pendergast ató una a la chaqueta y deslizó el bulto por el suelo.
—Parece que aguantará —dijo—. Es una pena que no hayan barrido el suelo en mucho tiempo. —Se volvió hacia Margo—. ¿Dejará el suficiente olor para que la bestia nos siga?
Frock asintió vigorosamente.
—El Extrapolador calcula que el sentido del olfato del monstruo es mucho más agudo que el nuestro. Recuerde que fue capaz de seguir el rastro de las cajas hasta esta cámara.
—¿Y está seguro de que la… cena de esta noche no le ha saciado?
—Señor Pendergast, la hormona humana es un pobre sustituto. Creemos que la bestia vive de esta planta. —Frock asintió de nuevo—. Si huele fibras en abundancia, seguirá el rastro.
—Vamos a ello, pues —dijo Pendergast, levantando el fardo con cautela—. El acceso alterno al subsótano se encuentra a varios cientos de metros de aquí. Si usted tiene razón, nos hemos convertido en el grupo más vulnerable. El monstruo nos perseguirá.
Margo empujó la silla de ruedas, precedida por el agente. Tras cerrar la puerta, los tres avanzaron a buen paso por el pasillo en dirección al silencio del sótano antiguo.
Acuclillado sobre el agua, D'Agosta avanzaba al tiempo que apuntaba la pistola hacia la oscuridad. Había apagado la linterna para no delatar su posición. El agua fluía con rapidez entre sus muslos, y su olor a algas y limo se mezclaba con el hedor fétido del monstruo.
—¿Está ahí, Bailey? —susurró.
—Sí —contestó el sargento—. Estoy esperando en la primera bifurcación.
—Usted cuenta con más munición que yo. Si despistamos a ese mamón, monte guardia mientras yo retrocedo y trato de romper el cerrojo a tiros.
—Conforme.
El teniente caminó hacia Bailey, con las piernas entumecidas por el agua helada. De pronto, de la oscuridad que se extendía ante él surgió una confusión de sonidos; un chapoteo suave, luego otro, mucho mas cerca. Bailey disparó el fusil dos veces, y varias personas del grupo comenzaron a gemir.
—¡Jesús!
El teniente oyó el grito de Bailey, después un chasquido, y sintió que el agua se agitaba ante él.
—¡Bailey! —llamó, pero sólo le respondió el gorgoteo del agua.
Sacó la linterna e iluminó el túnel. Nada.
—¡Bailey!
Varias personas se habían echado a llorar, y alguien chillaba histéricamente.
—¡Cállense! —pidió D'Agosta—. ¡Tengo que escuchar!
Los alaridos se apagaron de inmediato. El policía paseó la luz por las paredes y el techo, pero no vio nada. Bailey se había desvanecido, y el hedor se había alejado de nuevo. Tal vez el sargento había alcanzado al cabrón, o tal vez la bestia había retrocedido al oír las detonaciones. Enfocó el agua y observó que fluía roja entre sus piernas. Un trozo de uniforme azul pasó flotando a su lado.
—¡Necesito ayuda aquí! —masculló sin volverse.
Smithback se acercó al instante.
—Apunte la luz a ese pasaje —indicó D'Agosta.
Tanteó el suelo de piedra con los dedos. Reparó en que el agua parecía haber aumentado de nivel. Se inclinó y algo flotó bajo su nariz, un pedazo de Bailey. Se incorporó de inmediato.
—Smithback, intentaré volar a tiros el candado. No podemos retroceder más con esa bestia al acecho. Busque un fusil en el agua. Si ve algo, o huele algo, dispare.
—¿Me deja aquí solo? —preguntó Smithback, vacilante.
—Usted tiene la linterna. Sólo será un momento. ¿Es capaz de hacerlo?
—Lo intentaré.
D'Agosta apretó el hombro de Smithback y volvió sobre sus pasos. Para ser periodista, el tío tenía un par de huevos.
Una mano le agarró del brazo mientras vadeaba entre el grupo.
—Díganos qué ha ocurrido, por favor —sollozó una voz femenina.
D'Agosta se soltó con delicadeza y oyó que el alcalde hablaba con la mujer. Tal vez votaría por el viejo bastardo en las próximas elecciones.
—Que todo el mundo se eche hacia atrás —ordenó, colocándose ante la puerta. Debía alejarse lo máximo posible para evitar que una bala le hiriera al rebotar, pero le costaba apuntar en la oscuridad.
Se aproximó a la puerta, colocó el cañón cerca del candado y apretó el gatillo. Cuando el humo se disipó, encontró un limpio agujero en el centro del candado, que sin embargo había resistido al impacto.
—Mierda —masculló antes de disparar de nuevo. El candado desapareció.
El teniente apoyó su peso contra la puerta.
—¡Que alguien me eche una mano! —exclamó.
Varias personas se precipitaron de inmediato sobre la puerta. Los herrumbrosos goznes cedieron con un chirrido, y el agua se coló por la abertura.
—Smithback, ¿ha encontrado algo?
—¡He conseguido la linterna del sargento!
—Buen chico. Venga aquí.
Cuando D'Agosta cruzó la puerta, observó que había una anilla al otro lado. Dejó que pasara el grupo y contó; treinta y siete. Bailey había desaparecido.
—Muy bien, cerraremos este trasto —anunció D'Agosta.
La puerta se cerró lentamente contra el potente flujo de agua.
—¡Smithback! Apunte una de las linternas hacia aquí. Quizá podamos hallar una forma de atrancarla.
La examinó un segundo. Si introducían una pieza de metal en la anilla, tal vez la puerta quedara sujeta. Se volvió hacia el grupo.
—¡Necesito algo, cualquier cosa metálica! ¿Alguien tiene una pieza de metal que podamos utilizar para asegurar la puerta?
El alcalde pasó a toda prisa entre el grupo y luego se acercó a D'Agosta para depositar una pequeña colección de objetos de metal en su mano. Cuando Smithback la iluminó, el teniente descubrió broches, collares y peines.
—Esto no sirve de nada—murmuró.
Tras un súbito chapoteo y un profundo gruñido, el ya familiar hedor se filtró por las tablillas inferiores de la puerta. Un golpe suave, un breve chirrido de goznes, y la puerta se entreabrió.
—¡Joder! ¡Ayúdenme a cerrarla!
Como antes, la gente se abalanzó sobre la puerta hasta lograr ajustarla al marco. Se oyó un ruido metálico y un golpe más fuerte cuando el monstruo encontró resistencia. La puerta se abrió unos centímetros.
—¡Sigan empujando! —vociferó D'Agosta.
Otro rugido; después un tremendo impacto que obligó a los fugitivos a retroceder. La puerta crujió, asediada por dos pesos opuestos, y siguió abriéndose, primero quince centímetros, después treinta. El hedor resultaba insoportable. D'Agosta vio que tres largas garras aparecían por la jamba, tanteaban la superficie y se lanzaban hacia adelante, extendiéndose y retrayéndose alternativamente.
—Jesús, María y José —oyó D'Agosta que decía el alcalde con tono muy sereno.
Alguien comenzó a salmodiar una plegaria. El teniente colocó el cañón de la pistola cerca de la monstruosidad y disparó una vez. Se oyó un terrible rugido, y la forma desapareció.
—¡La linterna! —exclamó Smithback—. ¡Encaja perfectamente! ¡Métala en la anilla!
—Nos quedaremos con una sola luz —repuso D'Agosta.
—¿Se le ocurre una idea mejor?
—No —susurró el policía—. ¡Que todo el mundo empuje! —vociferó.
Por fin consiguieron ajustar la puerta al marco con un último empellón, y Smithback introdujo en la anilla la linterna, que entró con facilidad. Mientras recobraban el aliento, se produjo otro impacto, y la puerta tembló, pero se mantuvo firme.
—¡Corran! —ordenó D'Agosta—. ¡Corran!
Comenzaron a chapotear por el agua turbulenta, trastabillando y resbalando. D'Agosta cayó de bruces, se levantó y siguió avanzando, esforzándose por ignorar los rugidos y golpes del monstruo, convencido de que perdería la cordura si les prestaba atención. Se obligó a pensar en la linterna. Era una buena linterna de policía, pesada. Aguantaría. Rezó para que aguantara. El grupo se detuvo en la segunda bifurcación del túnel. «Es hora de llamar por radio a Pendergast y salir de este jodido laberinto», pensó el teniente. Se llevó la mano al estuche de la radio y descubrió, horrorizado, que estaba vacío.
De pie en el puesto de seguridad avanzado, Coffey contemplaba el monitor con semblante sombrío. Le resultaba imposible comunicarse con Pendergast o D'Agosta. Dentro del perímetro, García y Waters, apostados en el mando de seguridad y la sala de ordenadores respectivamente, aún contestaban. ¿Acaso habían matado a todos? Se le revolvió el estómago al pensar en el alcalde muerto y los titulares de la prensa.
Cerca de la puerta metálica de seguridad situada en el extremo este de la Rotonda, una antorcha de acetileno parpadeaba y arrojaba sombras fantasmales sobre el alto techo. El olor acre del acero fundido impregnaba el aire. Un silencio extraño reinaba en la estancia. Aún se efectuaban amputaciones de urgencia junto a la puerta de seguridad. El resto de invitados había marchado a sus casas o a hospitales de la zona. Las barreras policiales habían logrado contener a los periodistas. Unidades de cuidados intensivos móviles y otros vehículos sanitarios estaban estacionados en las calles cercanas.
El comandante del SWAT se acercó al tiempo que abrochaba la hebilla de un cinturón con municiones sobre su mono negro.
—Estamos preparados —anunció.
Coffey asintió.
—Explíqueme la táctica.
El comandante empujó a un lado un grupo de teléfonos de emergencia y extendió una hoja.
—Nuestro observador de tiro, que dispone de planos detallados, nos guiará por radio. Fase uno: practicaremos un agujero en el techo, aquí, para introducirnos en la quinta planta. Según los especialistas del sistema de seguridad, esta puerta de aquí volará con una carga, lo que nos facilitará el acceso al siguiente módulo. Después nos dirigiremos a este cuarto de almacenamiento de la cuarta planta, situado encima del Planetario. Hay una trampilla en el suelo que mantenimiento utiliza para limpiar y cuidar la araña. Nuestros hombres bajarán, e izaremos a los heridos. Fase dos: rescatar a los del subsótano; el alcalde y el grupo que está con él. Fase tres: localizar a los otros que se hallan dentro del perímetro. Tengo entendido que hay gente atrapada en la sala de ordenadores y el mando de seguridad. El director del museo, Ian Cuthbert y una mujer aún no identificada quizá permanezcan arriba. ¿Usted no tiene agentes dentro del perímetro, señor? El hombre de la oficina de Nueva Orleans…
—Yo me ocuparé de él —atajó Coffey—. ¿Quién elaboró este plan?
—Nosotros, con la colaboración del mando de seguridad. Ese tal Allen tiene los planos de los módulos. En cualquier caso, según los especialistas de este sistema de seguridad…
—¿Ustedes lo hicieron? ¿Quién manda aquí?
—Señor, como ya sabe, en situaciones de emergencia el comandante del SWAT…
—Quiero que entren ahí y maten a ese hijo de puta. ¿Entendido?
—Señor, nuestra prioridad es rescatar a los rehenes y salvar vidas. Sólo entonces nos ocuparemos de…
—¿Me está llamando estúpido, comandante? Si matamos a esa cosa, todos nuestros problemas se solucionarán. Ésta no es una situación corriente, comandante, y requiere un pensamiento creativo.
—Cuando un criminal mantiene rehenes, si se consigue liberar a éstos, se elimina el poder del asesino y…
—Comandante, ¿se durmió durante la reunión en que se planteó cómo afrontar la crisis? No hay una persona ahí dentro, sino un animal.
—Pero los heridos…
—Utilice a algunos de sus hombres para sacar a los malditos heridos. Los demás se encargarán de perseguir a esa cosa y matarla. Después rescataremos a los demás con seguridad y comodidad. Ésas son sus órdenes directas.
—Lo comprendo, señor. No obstante, yo recomendaría…
—No me venga con memeces, comandante. Actúe como ha planeado, pero haga el trabajo correcto. Mate a ese mamón.
El comandante miró con curiosidad a Coffey.
—¿Está seguro de que se trata de un animal?
El agente vaciló.
—Sí —respondió por fin—. No sé gran cosa sobre él; tan sólo que ya ha matado a varias personas.
El comandante clavó la vista en Coffey.
—Bien, sea lo que sea, contamos con munición suficiente para convertir en fosfatina a una manada de leones.
—La necesitarán. Localice a esa cosa y elimínela.
Pendergast y Margo contemplaron el estrecho túnel de servicio que se adentraba en el subsótano. El agente trazó un círculo luminoso sobre el agua negra y aceitosa que fluía por debajo de ellos.
—Cada vez es más profunda —comentó. Se volvió hacia Margo—. ¿Está segura de que el monstruo puede subir por este pozo?
—Casi segura. Es muy ágil.
Pendergast retrocedió y de nuevo trató de localizar a D'Agosta por radio.
—Algo ha ocurrido —dijo—. Hace quince minutos que el teniente no se pone en contacto conmigo; desde que se toparon con esa puerta cerrada. —Miró de nuevo hacia el pozo que descendía hacia el subsótano—. ¿Cómo piensa dejar un rastro de olor con toda esta agua?
—Calcula que pasaron por aquí hace un rato, ¿verdad? —preguntó Margo.
Pendergast asintió.
—La última vez que hablé con él, D'Agosta me informó de que se hallaban entre la primera y la segunda bifurcación. Si no han vuelto sobre sus pasos, deben de encontrarse bastante lejos.
—En mi opinión —dijo Margo—, si tiramos algunas fibras al agua, la corriente las arrastrará hasta el monstruo.
—Suponiendo que la bestia sea lo bastante inteligente para comprender que las fibras llegaron flotando. De lo contrario, las seguirá corriente abajo.
—Creo que es lo bastante lista —dijo Frock—. No debe pensar en ese ser como en un animal. Es posible que sea casi tan inteligente como un ser humano.
Pendergast utilizó el pañuelo para sacar algunas fibras del fardo y diseminarlas a lo largo de la base del túnel. Arrojó otro puñado al agua.
—No muchas —advirtió Frock.
Pendergast miró a Margo.
—Esparciremos unas cuantas más para establecer un buen rastro corriente arriba, arrastraremos el fardo hasta la zona de seguridad y esperaremos. La trampa estará tendida.
Después de esparcir unas fibras más, aseguró el hato.
—Con la rapidez con que fluye el agua —dijo—, llegará a la bestia en unos minutos. ¿Cuánto cree que tardará en reaccionar?
—Si los datos del programa de extrapolación son correctos —respondió Frock—, la criatura puede avanzar a una gran velocidad; quizá a cuarenta y cinco kilómetros por hora o más, sobre todo en caso de necesidad. Y su necesidad de las fibras parece abrumadora. No podrá desplazarse tan deprisa por estos corredores. Además, quizá el olor residual que dejamos sea difícil de rastrear, aunque dudo de que el agua represente un gran problema. La zona de seguridad está cerca.