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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (42 page)

—No se muevan —ordenó Pendergast.

Apartó la puerta rota de una patada y se encaminó con cautela hacia el pasillo. Margo oyó un disparo, luego otro. Después de lo que se le antojó una eternidad, el agente regresó e indicó que salieran. Una senda de gotas de sangre desaparecía por una esquina.

—¡Sangre! —exclamó Frock, inclinándose—. ¿Lo ha herido ?

Pendergast se encogió de hombros.

—Tal vez, pero no fui yo el primero. El rastro procede del subsótano. ¿Lo ven? El teniente D'Agosta o uno de sus hombres debió herirlo antes. Se alejó con asombrosa velocidad.

Margo miró a Frock.

—¿Por qué no ha mordido el anzuelo?

Frock le devolvió la mirada.

—Nos enfrentamos a una criatura que posee una inteligencia sobrenatural.

—Sugiere usted que detectó nuestra trampa —observó el agente con una nota de incredulidad en la voz.

—Permita que le formule una pregunta, Pendergast. ¿Usted habría caído en la trampa?

El hombre reflexionó un instante.

—Supongo que no —respondió por fin.

—Pues ya está —dijo Frock—. Hemos subestimado a la criatura. Dejemos de pensar que se trata de un animal estúpido. Posee la inteligencia de un ser humano. Si no he entendido mal, el cadáver que encontraron en la exposición estaba escondido, ¿verdad? Esa bestia sabía que la perseguían. Es evidente que ha aprendido a ocultar sus víctimas. Además… —vaciló— ahora nos enfrentamos a algo más que a una criatura hambrienta. Cabe la posibilidad de que la dieta de esta noche la haya saciado por un tiempo, pero está herida. Si su analogía con el búfalo es correcta, es posible que este ser no sólo esté hambriento, sino enfurecido.

—Por lo tanto, usted sospecha que ha ido a cazar —murmuró Pendergast.

Frock asintió de forma casi imperceptible.

—Entonces ¿quién es el cazador y quién es la presa ahora? —preguntó Margo.

Nadie contestó.

55

Cuthbert examinó la puerta de nuevo. Estaba cerrada a cal y canto. Encendió la linterna y enfocó a Wright, que permanecía derrumbado en la silla, con la vista clavada en el suelo. Apagó la linterna. La habitación olía a whisky. No se oía nada, excepto el repiqueteo de la lluvia sobre la ventana enrejada.

—¿Qué vamos a hacer con Wright? —preguntó en voz baja.

—No te preocupes —contestó Rickman, con voz tensa y chillona—. Diremos a la prensa que está enfermo y le enviaremos al hospital. Convocaremos una conferencia de prensa para mañana por la tarde…

—No me refiero a cuando salgamos, sino ahora. Si la bestia sube hasta aquí…

—Por favor, Ian, no hables así. Me asustas. Dudo de que el animal se atreva a hacer eso. Por lo que sabemos, lleva años en el sótano. ¿Por qué ha de subir aquí?

—No lo sé —respondió Cuthbert—. Y eso me preocupa.

Comprobó la Ruger una vez más, abrió y cerró el seguro. Cinco balas. Se acercó a Wright y le sacudió por el hombro.

—Winston.

—¿Sigues aquí? —preguntó Wright, mirándolo con ojos vidriosos.

—Winston, ve con Lavinia a la Sala de los Dinosaurios. Vamos.

El director apartó el brazo de Cuthbert de un manotazo.

—Estoy bien aquí. Tal vez eche una siesta.

—Pues vete a la mierda —masculló Cuthbert.

Se sentó en una silla frente a la puerta. Oyó un breve ruido, como si hubieran girado el pomo para soltarlo a continuación. Alarmado, se puso en pie de un salto, empuñando la pistola. Se acercó a la puerta y escuchó.

—Oigo algo —susurró—. Ve a la Sala de los Dinosaurios, Lavinia.

—Tengo miedo —susurró la mujer—. No me obligues a entrar ahí sola.

—Haz lo que digo.

Rickman caminó hacia la puerta del fondo y la abrió. Vaciló.

—Adelante.

—Ian… —suplicó ella.

Detrás de Rickman, Cuthbert vio los enormes esqueletos de dinosaurios que se cernían en la oscuridad. Una luz espectral iluminó de repente las grandes costillas negras y las hileras de dientes.

—Entra ahí, maldita sea.

El subdirector se volvió y escuchó. Algo frotaba con suavidad la puerta. Se inclinó para aplicar el oído a la pulida madera. Quizá era el viento.

De pronto, fue empujado hacia atrás por una fuerza tremenda. Rickman chilló en la Sala de los Dinosaurios, y Wright se levantó, tambaleándose.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

Cuthbert, cuya cabeza aún martilleaba, recogió la pistola del suelo, se puso en pie y corrió hacia el fondo de la habitación.

—¡Entra en la Sala de los Dinosaurios! —ordenó a su compañero.

Wright se dejó caer en la silla.

—¿Qué es ese olor tan desagradable? —preguntó.

Se produjo otro salvaje impacto contra la puerta, y el chasquido de la madera al astillarse sonó como el disparo de un rifle. El dedo de Cuthbert apretó instintivamente el gatillo. Cayó polvo del techo. El hombre bajó el arma un momento con manos trémulas. «Estúpido, una bala desperdiciada. Me cago en la leche, ojalá supiera más sobre armas de fuego.» La levantó otra vez y trató de apuntar, pero sus manos temblaban de forma incontrolable. «Has de calmarte —se dijo—. Respira hondo varias veces. Apunta a una zona vital. Cuatro balas.»

El silencio se adueñó de nuevo de la habitación. Wright estaba derrumbado sobre la silla, como petrificado.

—¡Winston, idiota! —masculló Cuthbert—. ¡Ve a la sala!

—Si tú lo ordenas —respondió Wright, y avanzó arrastrando los pies. Por fin parecía lo bastante asustado como para moverse.

Cuthbert oyó el sonido suave otra vez, y la madera gimió. La cosa estaba empujando la puerta. Se oyó un horrible «crac», y la madera se partió. Un fragmento salió disparado hacia el interior de la habitación. Una figura surgió en la oscuridad del pasillo, y una zarpa con tres garras penetró por la abertura y asió la madera rota. El resto de la puerta desapareció en las tinieblas, y Cuthbert distinguió una forma oscura en el umbral. Wright se precipitó hacia la Sala de los Dinosaurios y casi tropezó con Lavinia, que sollozaba apoyada contra e! marco.

—¡Dispara, Ian, por favor! ¡Por favor, mátalo! —exclamó.

El subdirector esperó y apuntó. Contuvo el aliento. «Sólo cuatro balas», pensó.

El comandante del equipo SWAT se movía por el tejado —una sombra felina recortada contra el añil del cielo—, mientras el observador guiaba sus pasos desde la calle. Coffey se hallaba junto a éste, bajo una tela alquitranada. Ambos sostenían radios con coberturas de goma impermeable.

—Piragua a Uno Rojo, avance un metro y medio más hacia el este —indicó por radio el observador, mientras miraba hacia arriba por el telescopio de visión nocturna—. Casi ha llegado.

Consultó los planos del museo desplegados sobre una mesa bajo una sábana de plexiglás. La ruta del comando estaba marcada en rojo.

Rodeado por las parpadeantes luces del Upper West Side, la figura oscura se desplegaba con sigilo sobre el tejado de pizarra, que se alzaba sobre el río Hudson, los faros destellantes de los vehículos de emergencia estacionados en la entrada del museo, y los altos edificios de apartamentos que flanqueaban Riverside Drive como hileras de cristales brillantes.

—Muy bien —dijo el observador—. Ya ha llegado, Uno Rojo.

Coffey observó que la silueta se arrodillaba y disponía las cargas con rapidez. El comando esperaba a cien metros, y los médicos tras ellos. Una sirena aulló en la calle.

—Colocada —anunció el comandante, se levantó y caminó despacio hacia atrás al tiempo que desenrollaba un cable.

—Hágalo estallar cuando esté preparado —murmuró Coffey.

Coffey contempló como todos los hombres apostados en el tejado se tumbaban. Vio un breve destello, luego otro más, y a continuación oyó un sonido penetrante. Al cabo de unos segundos, el comandante avanzó.

—Uno Rojo a Piragua, tenemos una abertura.

—Procedan —ordenó Coffey.

El comando del SWAT entró por el agujero, seguido de los médicos.

—Estamos dentro —explicó el comandante—, en el corredor de la quinta planta, y actuamos según las instrucciones.

Impaciente, Coffey consultó su reloj; las nueve y cuarto. Habían permanecido de brazos cruzados, sin energía eléctrica, durante los noventa minutos más largos de su vida. La desagradable imagen del alcalde muerto y destripado le acosaba sin cesar.

—Nos hallamos en la puerta de emergencia, quinta planta, sección 14, del módulo tres. Dispuestos para colocar las cargas.

—Procedan —dijo Coffey.

—Colocando cargas.

D'Agosta y su grupo no habían informado desde hacía más de media hora. Dios, si algo le ocurría al alcalde, a nadie le importaría de quién era en realidad la culpa. Responsabilizarían a Coffey. Así funcionaban las cosas en aquella ciudad. Le había costado mucho llegar a donde estaba, había obrado con cautela, y ahora aquellos bastardos le arrebatarían cuanto había conseguido. Todo era culpa de Pendergast. Si no se hubiera empeñado en remover la mierda de otras personas…

—Cargas colocadas.

—Háganlas estallar cuando estén preparados —repitió el agente.

Pendergast la había cagado, no él, que había asumido el mando el día anterior. Tal vez no le culparían a él, a fin de cuentas. Sobre todo si Pendergast no aparecía; el hijoputa era muy convincente.

—Uno Rojo a Piragua, ruta despejada —comunicó el comandante.

—Procedan. Entren y maten a ese hijo de puta —ordenó Coffey.

—Como ya le dije, señor, nuestra prioridad es evacuar a los heridos —replicó el comandante con voz inexpresiva.

—¡Lo sé! ¡Apresúrese, por el amor de Dios!

Apretó salvajemente el botón de transmisión.

El comandante salió de la escalera y miró con cautela en derredor antes de indicar a su equipo que lo siguiera. Una tras otra, las figuras oscuras emergieron, con las máscaras antigás subidas sobre la cabeza, los uniformes de camuflaje confundidos con las sombras, los M-16 y Bullpups equipados con bayonetas largas. En la retaguardia, un robusto oficial portaba un lanzagranadas de 40 milímetros de seis disparos, un arma panzuda que parecía una metralleta embarazada.

—Hemos llegado a la cuarta planta —informó el comandante al observador—. Colocamos una baliza infrarroja ante la Sala de los Monos.

—Intérnense veintiún metros en la sala, dirección sur —indicó el observador—, luego seis metros al oeste hasta alcanzar una puerta.

El comandante extrajo una pequeña caja negra de su cinturón y pulsó un botón. Surgió un rayo láser rubí, delgado como un lápiz. Movió el rayo alrededor hasta obtener la lectura de distancia que necesitaba. Después de avanzar unos metros, repitió la operación, apuntando el haz hacia la pared oeste.

—Uno Rojo a Piragua. Puerta a la vista.

—Bien. Proceda.

El comandante se encaminó hacia la puerta e indicó a sus hombres que lo siguieran.

—La puerta está cerrada con llave. Colocando cargas.

El equipo se apresuró a ajustar dos pequeñas barras de plástico alrededor del pomo y por último retrocedió, desenrollando un cable.

—Cargas colocadas.

Tras un ruido sordo, la puerta se abrió.

—La trampilla debería estar delante de usted, en el centro del cuarto de almacenamiento —indicó el observador.

El comandante y sus hombres apuntaron varios bastidores y dejaron al descubierto la trampilla. El comandante descorrió los pasadores, agarró la anilla de hierro y tiró hacia arriba. Un aire viciado salió a su encuentro cuando se inclinó. La tranquilidad reinaba en el Planetario.

—Tenemos una abertura —anunció por radio—. Parece buena.

—De acuerdo —contestó Coffey—. Controlen la sala. Bajen a los médicos y evacuen a los heridos, deprisa.

—Uno Rojo, recibido, Piragua.

El observador habló.

—Derriben la horma construida en el centro de la pared norte. Detrás encontrarán una viga de veinte centímetros donde asegurar las sogas.

—Lo haremos.

—Vayan con cuidado. Es una caída de dieciocho metros.

El comandante y su equipo trabajaron con rapidez. Derrumbaron el muro indicado, pasaron dos cadenas alrededor de la viga y sujetaron una polea. Un miembro del comando enganchó una escalera de cuerda a una de las cadenas y la dejó caer por el agujero.

El comandante se inclinó una vez más y apuntó la potente linterna hacia las tinieblas de la sala.

—Aquí Uno Rojo. Hay algunos cuerpos ahí abajo.

—¿Algún rastro de la bestia?—preguntó Coffey.

—Negativo. Calculo que hay diez, doce cuerpos; tal vez más. La escalerilla ya está colgada.

—¿A qué espera?

El comandante se volvió hacia el equipo médico.

—Haremos una señal cuando todo esté dispuesto. Empiecen a bajar las camillas plegables. Los sacaremos de uno en uno.

Agarró la escalerilla y comenzó a descender, balanceándose sobre el enorme espacio vacío. Sus hombres lo siguieron. Dos se encargaban de cubrirles con las armas, mientras otros dos disponían trípodes con lámparas halógenas que conectaban a los generadores portátiles bajados mediante sogas. El centro de la estancia no tardó en inundarse de luz.

—¡Controlad todas las entradas y salidas! —exclamó el comandante—. ¡Equipo médico, descienda!

—¡Informe! —ordenó Coffey por radio.

—Hemos tomado la sala —anunció el comandante—. Ni rastro del animal. El equipo médico está desplegándose.

—Bien. Es necesario que encuentre a esa cosa, la mate y localice al grupo del alcalde. Creemos que bajaron por una escalera posterior cercana a la zona de servicio.

—Recibido, Piragua.

En ese instante se oyó una repentina detonación, apagada pero inconfundible.

—Uno Rojo a Piragua, hemos oído un disparo de pistola. Parecía proceder de arriba.

—¡Maldita sea, suba allí! —bramó Coffey—. ¡Vaya hacia allí con sus hombres!

El comandante se volvió.

—Muy bien. Dos Rojo, Tres Rojo, terminad de asegurar la sala. Cojan ese lanzagranadas. Los demás, acompáñenme.

56

El agua viscosa ya cubría a Smithback hasta la cintura. Mantener el equilibrio resultaba agotador. Además, tenía las piernas entumecidas, y no dejaba de temblar.

—El agua asciende muy deprisa —observó D'Agosta.

—Creo que ya no tendremos que preocuparnos por el monstruo —dijo el periodista, esperanzado.

—Tal vez no. ¿Sabe una cosa? Actuó usted con gran rapidez antes, cuando atrancó la puerta con la linterna. Nos salvó la vida a todos.

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