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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Campeón Eterno (2 page)

Padre e hija estaban ante un estrado de cuarzo y oro sobre el cual, posada sobre un cojín de polvo, había una espada recta que no se atrevían a tocar. Ni siquiera osaban aproximarse demasiado a ella, pues despedía una radiación que podía matarles.

Estaban en el interior de un sepulcro.

El sepulcro de Erekosë. Mi sepulcro.

Avancé hacia el estrado, cerniéndome sobre él.

Tiempo atrás, mi cuerpo había estado colocado allí. Contemplé la espada, que no resultaba peligrosa para mí, pero me fue imposible tomarla entre las manos debido a mi cautividad. Era sólo mi espíritu el que habitaba el oscuro lugar, pero mi espíritu completo, no el fragmento del mismo que había morado en el sepulcro durante miles de años. Aquel fragmento de mi espíritu había escuchado la invocación del rey Rigenos y había hecho posible que John Daker la oyera, acudiera al lugar y se uniera a él, completándose por fin.

—¡Erekosë! —invocó el rey, entrecerrando los ojos para escrutar la penumbra como si me hubiera visto— ¡Erekosë, te lo rogamos!

Entonces experimenté un dolor lacerante que asocié inmediatamente al que deben sufrir las mujeres cuando dan a luz. Un dolor que parecía eterno pero que contenía en sí mismo su propia superación. Me puse a gritar y a agitarme en el aire por encima de las cabezas de Rigenos y su hija. Me asaltaron intensos espasmos agónicos, pero de una agonía llena de significado. Una agonía dirigida a la creación de una nueva vida.

Grité, pero en mi grito había alegría.

Gemí, pero en mi gemido había un aire victorioso.

Me sentí pesado y me asaltó una sensación de vértigo. La pesadez se hacía cada vez más acusada y emití un jadeo al tiempo que extendía los brazos para mantener el equilibrio.

Ahora tenía carne, músculos y sangre y vigor. El vigor se extendió por todo mi ser e inspiré profundamente y me palpé el cuerpo. Era un cuerpo poderoso, de gran tamaño y armoniosas proporciones.

Alcé la mirada y me vi delante de Rigenos y la muchacha, en carne y huesos. Yo era su dios y había regresado.

—He venido —exclamé—. Aquí estoy, rey Rigenos. No he dejado tras de mí nada que valiera la pena, pero no hagas que lamente haber venido.

—No lo lamentarás, Campeón de la humanidad.

Rigenos estaba pálido, exultante, sonriente. Dirigí la mirada hacia Iolinda, que bajó la vista al suelo en un gesto de modestia y, casi contra su voluntad, la volvió a levantar para contemplarme. Entonces me volví hacia el estrado situado a mi derecha.

—Mi espada... —murmuré al tiempo que extendía la mano para asirla. Escuché al rey Rigenos suspirar con aire satisfecho.

—Ahora sí que están perdidos esos perros —le oí decir.

2. «¡El Campeón ha llegado!»

Tenían una vaina para la espada. La habían fabricado unos días antes y el rey Rigenos salió a buscarla, dejándome solo con su hija.

Ahora que había llegado allí, ni se me ocurrió preguntarme cómo lo había hecho ni por qué había sido posible. Tampoco ella pareció admirarse de mi aparición. Yo estaba allí. Parecía un hecho inevitable.

Nos contemplamos mutuamente en silencio hasta que el rey regresó con la vaina.

—Esto nos protegerá del veneno de tu espada —declaró.

La tendió hacia mí y, por un instante, titubeé antes de extender mi mano hacia ella y aceptarla.

El rey frunció el ceño y bajó la mirada hacia el suelo. La vaina era opaca, como una especie de extraño cristal, pero el metal de que estaba compuesta me resultaba desconocido (o, más bien, se lo resultaba a John Daker). Era ligero, flexible y resistente.

Me volví y así la espada. El puño estaba envuelto en hilo de oro y parecía vibrar al contacto con mi mano. El pomo era un globo de ónice y la empuñadura estaba repujada con franjas de plata y de ónice negro. La hoja era larga, recta y afilada, pero no tenía el fulgor del acero. Por su color, parecía más bien de plomo. Estaba admirablemente equilibrada y la blandí en el aire y emití una sonora carcajada. La espada pareció reír conmigo.

—¡Erekosë! ¡Enváinala! —gritó el rey Rigenos con voz alarmada—. ¡Enváinala! ¡La radiación que emite es mortal para todos menos para ti!

Sin embargo, ahora me sentía reacio a soltar el arma. El mero hecho de tocarla había despertado en mi interior un difuso recuerdo...

—¡Erekosë, por favor! ¡Te lo ruego...! —insistió la voz de Iolinda, secundando a su padre—. ¡Envaina la espada!

Por fin, a regañadientes, coloqué la espada en la funda. ¿Por qué era yo el único que podía blandir el arma sin ser afectado por su radiación?

¿Sería acaso porque, durante esa transición de mi vida anterior como John Daker a la que vivía ahora como Erekosë, se había producido en mi constitución física algún cambio profundo? ¿Era acaso que el antiguo Erekosë y el John Daker aún por nacer (¿o era al revés?) poseían unos metabolismos que se habían adaptado para protegerse de la energía que brotaba de la espada?

Me encogí de hombros. No importaba. El hecho en sí era suficiente. No me preocupaba. Era como si fuese consciente de que mi destino se me había escapado de las manos en gran medida. Me había convertido en un instrumento...

Si entonces hubiera sabido qué utilización iba a dárseme como tal instrumento, quizás habría podido luchar contra la fuerza que me había atraído y habría seguido siendo el John Daker, el inofensivo intelectual. Pero quizá ni siquiera así habría podido luchar e imponerme. La fuerza que me había arrastrado a aquel tiempo distinto era muy poderosa.

Fuera como fuese, en aquel momento estaba dispuesto a hacer todo cuanto el destino me exigiera. Permanecí de pie allí donde me había materializado, en el sepulcro de Erekosë, y me recreé con mi nueva fuerza y con mi espada.

Más adelante, las cosas iban a cambiar.

—Necesitaré ropas —dije, pues estaba desnudo—. Y una armadura y un corcel. Yo soy Erekosë.

—Las ropas ya están preparadas —respondió el rey Rigenos, al tiempo que llamaba a los sirvientes dando una palmada—. Aquí están.

Entraron los esclavos. Uno llevaba una túnica, otro una capa y un tercero un lienzo blanco que, según comprendí al instante, debía utilizar como ropa interior. Los esclavos me envolvieron la cintura y los muslos con el lienzo y me pasaron la túnica por la cabeza. Era ancha y fría, y me agradó su contacto con mi piel. Era de un azul intenso con bordados de complicado diseño en hilos de oro, plata y escarlata. La capa también era escarlata, con bordados en oro, plata y azul. También me trajeron unas botas de ante para los pies y un cinturón ancho de cuero marrón claro con una hebilla de hierro en la que había engastados rubíes y zafiros. Colgué de él la vaina con la espada y, asiendo la empuñadura de ésta con la mano izquierda, me volví hacia el rey y su hija.

—Ya estoy preparado —declaré.

Iolinda se estremeció.

—Entonces —murmuró—, salgamos de este tenebroso lugar.

Tras dirigir una última mirada al estrado sobre el cual todavía se apreciaba el montón de polvo, abandoné mi propia tumba con el rey y la princesa de Necranal y salí al aire libre, en un día luminoso y sereno que, pese al calor, resultaba sumamente agradable gracias a una ligera brisa. Nos encontrábamos sobre una pequeña colina. A nuestra espalda la tumba, aparentemente construida con cuarzo negro, parecía antigua y corroída por el tiempo, desgastada por la sucesión de gran número de tormentas y por la acción del viento. Sobre la cúpula del sepulcro observé la estatua corroída de un guerrero montado sobre un gran caballo de batalla. El rostro del guerrero había perdido sus rasgos debido al polvo y a la lluvia, pero lo reconocí al instante. Era el mío.

Aparté la mirada.

Al pie de la colina, una caravana nos aguardaba. Había un puñado de caballos ricamente enjaezados y una escolta de hombres vestidos con las mismas armaduras doradas que había visto en mis sueños. Sin embargo, los guerreros que ahora contemplaba parecían más frescos y descansados que los de mis ensoñaciones.

Sus armaduras eran estriadas, realzadas con grabados en relieve, espléndidas de adornos pero absolutamente inadecuadas para la batalla, según me dieron a entender mis escasos conocimientos sobre armaduras y los confusos recuerdos de Erekosë que, poco a poco, iban acudiendo a mi mente. Las estrías y grabados actuaban como una trampa para atrapar la punta de la espada o lanza enemigas, en lugar de formar una superficie que hiciera resbalar el arma del adversario. Pese a la belleza de su acabado, aquellas armaduras significaban más un peligro añadido que una protección contra el atacante.

La escolta iba a lomos de robustos caballos de batalla, pero los animales que nos aguardaban, arrodillados en el suelo, parecían una especie de camellos de los que se hubiera eliminado la fealdad de sus gibas. Tales animales resultaban hermosos, y sobre sus altos lomos había unas cabinas de ébano, marfil y madreperla, cerradas con cortinas de sedas refulgentes.

Descendimos la ladera de la colina y, mientras lo hacíamos, advertí que todavía llevaba en el dedo el anillo perteneciente a John Daker, un anillo de plata labrada que me había regalado mi esposa... Mi esposa... No lograba recordar su rostro. Pensé que debería haber dejado atrás el anillo, en aquel otro cuerpo perteneciente a otro tiempo y a otro lugar. Aunque quizás ese otro cuerpo no existía...

Llegamos hasta los animales y la escolta adoptó un aire marcial para saludar nuestra llegada. Aprecié un aire de curiosidad en muchos de los ojos que me contemplaban.

El rey Rigenos señaló uno de los animales.

—¿Quieres ocupar tu cabina, Campeón?

Aunque había sido él quien me había invocado, parecía tener cierta prevención respecto a mí.

Asentí y subí por la escalerilla de seda trenzada hasta la cabina, que estaba completamente forrada de mullidos cojines de diversos colores.

Los camellos se incorporaron y empezaron a avanzar rápidamente por un estrecho valle cuyos costados estaban cubiertos de verdes árboles que me resultaban desconocidos, similares a baobabs pero con más ramas y hojas más anchas.

Había colocado la espada sobre mis muslos y procedía a inspeccionarla. Era de hoja lisa, sin marcas, propia de un guerrero. El puño se adaptaba perfectamente a mi mano derecha al asirla. Era una buena espada, pero no logré comprender por qué resultaba mortífera para los demás seres humanos. Presumiblemente, también debía resultar letal para los Eldren, esos seres a los que el rey Rigenos denominaba la Jauría del Mal.

Continuamos avanzando bajo el espléndido día y me adormilé entre los cojines, sintiéndome extrañamente fatigado, hasta que escuché un grito y aparté las cortinas de la cabina para ver qué sucedía.

Allí estaba Necranal, la ciudad que había visto en mis sueños.

La ciudad, todavía lejana, se alzaba hacia el firmamento de tal modo que toda la montaña sobre la que se había construido quedaba oculta por su prodigiosa arquitectura. Minaretes, campanarios, cúpulas y almenas refulgían al sol y, por encima de todos ellos, surgía el inmenso palacio de los reyes guerreros, una estructura noble de incontables torres, conocido por el nombre de Palacio de las Diez Mil Ventanas. El nombre me vino de inmediato a la memoria.

Vi al rey Rigenos asomar el rostro entre las cortinas de su cabina y gritar:

—¡Katorn, adelántate y comunica al pueblo que Erekosë el Campeón ha venido para expulsar otra vez a los malvados a sus montañas del Dolor!

El hombre al que se dirigía era un individuo de rostro cetrino, que sin duda dirigía la guardia imperial.

—¡A la orden, señor! —respondió.

Apartó su caballo de la fila y emprendió un veloz galope por el camino de blanco polvo que serpenteaba ahora para salvar un desnivel. Observé que el camino se extendía leguas y leguas hasta la lejana ciudad. Seguí el avance del jinete un buen rato, hasta que me cansé y, en lugar de seguir forzando la vista sobre su diminuta figura, me puse a identificar los detalles de la monumental arquitectura de la ciudad.

Probablemente, Londres, Nueva York o Tokio debían de ser mayores en superficie, aunque no mucho más. Necranal se extendía al pie de la montaña kilómetros y kilómetros, circundada por una elevada muralla de la que sobresalían las torres defensivas a intervalos regulares.

Y así, finalmente, llegamos hasta la inmensa puerta principal de Necranal, ante la cual se detuvo la caravana.

Se escuchó el sonido de un instrumento musical y las puertas empezaron a abrirse. Nos internamos por unas calles rebosantes de gente alegre y festiva que gritaba tanto que, a veces, tuve que cubrirme los oídos por temor a que me rompieran los tímpanos.

3. La amenaza de los Eldren

La algarabía fue quedando atrás gradualmente mientras la pequeña caravana ascendía el tortuoso camino hacia el Palacio de las Diez Mil Ventanas. Se hizo el silencio y hasta mis oídos sólo llegó el crujido de la cabina sobre la que viajaba, el tintineo ocasional de un arnés o el ruido de una herradura sobre el empedrado. Empecé a sentirme inquieto. Había en el ambiente de la ciudad algo que no resultaba agradable, pero que me era imposible concretar en términos tradicionales. Desde luego, se notaba el temor de la gente a un ataque enemigo; se notaba que la ciudad estaba cansada de luchar. Sin embargo, el ambiente me parecía que contenía una cierta carga malsana, una mezcla de exaltación histérica y de depresión melancólica que sólo había sentido una vez en mi vida anterior, durante la única visita que realicé a un hospital psiquiátrico...

O quizá sólo estaba proyectando en el ambiente mis propios sentimientos. Después de todo, bien podía decirse que me encontraba en una situación paranoide-esquizofrénica: un hombre con dos o más identidades bien definidas que, asimismo, era considerado en aquel mundo como el potencial salvador de la humanidad. Por un instante, me pregunté si de hecho no me habría vuelto absolutamente loco, si no sería todo aquello más que una monstruosa fantasía de mi mente, si no estaría en aquel instante, en realidad, encerrado en aquel mismo manicomio que había visitado una vez.

Palpé los cortinajes, la espada envainada; contemplé la enorme ciudad que ahora se extendía ante mí y admiré la enorme mole del Palacio de las Diez Mil Ventanas que se cernía sobre mí. Intenté fijarme bien en los detalles, convenciéndome deliberadamente de que se trataba de una ilusión y esperando ver los muros de una habitación de hospital, o incluso los conocidos muros de mi propia vivienda. Sin embargo, el Palacio de las Diez Mil Ventanas seguía teniendo la misma solidez del primer instante. La ciudad de Necranal no tenía ninguna de las características de los espejismos. Me recosté de nuevo en los cojines. Tenía que autoconvencerme de que aquello era real, de que, de algún modo, había sido transportado a través de los tiempos y del espacio, hasta aquella Tierra de la que no había rastros en ningún libro de historia que hubiera leído nunca (y había leído un buen número de ellos) y de los cuales sólo quedaban rastros en mitos y leyendas.

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