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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Campeón Eterno (10 page)

La flota era enorme y contaba con grandes naves de combate de muchos tipos, algunas de ellas similares a lo que John Daker habría identificado como clípers del siglo XIX, otras parecidas a juncos, otras más con las formas típicas de los navíos latinos del Mediterráneo y algunas más muy semejantes a las carabelas del tiempo del descubrimiento. Navegando en formaciones separadas según su provincia u origen, las distintas flotillas simbolizaban las diferencias y la unidad de la humanidad. Me sentí lleno de orgullo al verlas.

Excitados, tensos, alertas y confiados en la victoria, dejamos atrás Paphanaal, puerta de Mernadin y de su conquista.

Sin embargo, seguía sintiendo la necesidad de conocer más características de los Eldren. Mis borrosos recuerdos de la vida de un Erekosë anterior sólo me aportaban la impresión de confusas batallas contra ellos y también, quizás, una especie de sensación de emocionado pesar. Eso era todo. Había oído decir que los Eldren no tenían órbitas óseas alrededor de los ojos, y que ésta era su principal característica claramente no humana. Se decía que poseían una belleza inhumana, que eran inhumanamente despiadados y que sus apetencias sexuales tampoco eran humanas. Eran ligeramente más altos que lo habitual en los hombres, y tenían la cabeza alargada, con los pómulos ligeramente sesgados y los ojos también un tanto oblicuos. Sin embargo, todo eso no me bastaba, en realidad. No había una sola imagen de los Eldren en rincón alguno de los Dos Continentes, pues existía la creencia de que las imágenes traían mala suerte, sobre todo si se dibujaban los maléficos ojos de los Eldren.

En el curso de la travesía hubo un gran trasiego de comunicados de un barco a otro, y los comandantes de las unidades eran transbordados mediante cuerdas y poleas hasta la nave insignia, y de nuevo a la suya propia, siempre que el tiempo lo permitía. Habíamos preparado una estrategia general y teníamos planes alternativos por si resultaba imposible poner en acción tal estrategia. La idea había partido de mí y pareció una novedad a los demás, pero pronto comprendieron su conveniencia y, en poco tiempo, tuvimos preparados todos los detalles. Diariamente, los guerreros de cada nave se adiestraban para la labor específica que deberían desarrollar cuando fuera avistada la flota Eldren, si es que tal cosa se producía. En caso contrario, despacharíamos parte de la flota a Paphanaal y empezaríamos directamente a atacar la ciudad. No obstante, esperábamos que los Eldren enviarían contra nosotros su flota de defensa antes de llegar a Paphanaal, y era sobre esta probabilidad donde basábamos nuestra estrategia principal.

Katorn y yo nos evitábamos lo más posible. Durante aquellos primeros días de navegación desaparecieron los duelos verbales como los sostenidos en Necranal o en el río Droonaa. Me mostraba cortés con Katorn cuando tenía necesidad de comunicarle algo y él, siempre con su habitual hosquedad, era también correcto conmigo. El rey Rigenos parecía aliviado al verlo, y me dijo que se alegraba de que hubiéramos resuelto nuestras diferencias. Naturalmente, no habíamos resuelto nada. Simplemente, las habíamos dejado a un lado hasta el momento en que pudiéramos solventarlas de una vez por todas. Finalmente, me había convencido de que debería luchar contra Katorn, y que él intentaría acabar conmigo.

Hice una buena amistad con el conde Roldero de Stalaco, aunque éste quizá fuera el más sediento de sangre cuando la conversación giraba en torno a los Eldren. John Daker le habría tildado de reaccionario, pero también a él le habría gustado. Era un hombre leal, estoico y sincero que siempre decía lo que pensaba y dejaba que los demás hicieran lo mismo, esperando de ellos la misma tolerancia que él mostraba hacia los demás. En cierta ocasión en que apunté que simplificaba demasiado las cosas, reduciéndolas a blanco o negro, sonrió tristemente y respondió:

—Erekosë, amigo mío, cuando hayas visto lo que yo he llegado a ver durante mi vida en este planeta nuestro, verás las cosas con mi misma claridad, blancas o negras. Uno sólo puede juzgar a los demás por sus acciones, no por sus proclamas. Las personas actúan para bien o lo hacen para mal, y quienes causan grandes males son malos, y quienes hacen grandes bienes, son buenos.

—Pero la gente puede hacer un gran bien accidentalmente, aunque sea con la intención opuesta y, contrariamente, una persona con la mejor de las intenciones puede causar un gran perjuicio —repliqué, sorprendido por su afirmación de que había vivido y visto más que yo (aunque creo que el conde bromeaba al decirlo).

—¡Exacto! —respondió éste—. No haces sino repetir mi punto de vista. A mí no me importa, repito, lo que la gente diga que guía sus intenciones. Yo juzgo a las personas por los resultados que consiguen. Los Eldren, por ejemplo...

Levanté la mano, con una sonrisa, y le interrumpí:

—Ya sé lo perversos que son. Todo el mundo me ha hablado de su astucia, de lo traicioneros que son, de su uso de los poderes de la magia negra.

—¡ Ah! —respondió el conde Roldero—, pareces creer que odio a los Eldren como individuos, y no es así. Por lo que sé, quizá sean dulces y tiernos para con sus hijos, quizás amen a sus mujeres y cuiden bien a sus animales. Yo no afirmo que sean unos monstruos como individuos. Es más bien su fuerza lo que debe valorarse, es esa fuerza lo que debemos tener en cuenta, es en la amenaza de sus ambiciones en lo que debemos basar nuestra actitud hacia ellos.

—¿ Y cómo podemos valorar esa fuerza? —pregunté entonces. —No es humana, y por tanto sus intereses no son humanos. En consecuencia, para adecuarse a sus propios intereses, necesita destruirnos. En este caso, debido a la naturaleza no humana de los Eldren, su mera existencia es una amenaza para nosotros. Y, por la misma razón, nosotros lo somos para ellos. Los Eldren han asumido esta realidad y, en consecuencia, intentarían eliminarnos por completo. Nosotros también hemos asumido este estado de cosas y vamos a eliminarles antes de que tengan la oportunidad de destruirnos. ¿Me vas comprendiendo?

El argumento parecía suficientemente convincente para la actitud pragmática que yo siempre había procurado adoptar ante la vida, pero me vino a la cabeza un pensamiento que expresé en voz alta.

—¿No olvidas una cosa, conde Roldero? Tú mismo has dicho que los Eldren no son humanos. ¿Acaso consideras que tienen intereses humanos...?

—Bueno, son de carne y hueso —replicó—. Son animales, igual que nosotros. Tienen impulsos animales, lo mismo que nosotros.

—Pero muchas especies animales parecen vivir en paz unas junto a otras, en una especie de armonía básica —le recordé—. El león no pelea constantemente con el leopardo, el caballo no se pelea con la vaca, e incluso entre los miembros de estas especies rara vez se matan, por importante que sean las diferencias entre ellos.

—Pero lo harían —replicó el conde Roldero, impávido—. Lo harían si pudieran prever los acontecimientos. Lo harían si tuvieran información sobre el ritmo al que el animal adversario consume las reservas alimenticias, se reproduce o expande su territorio.

Me rendí. Noté que ahora nos hallábamos ambos en un terreno resbaladizo. Estábamos sentados en mi camarote, contemplando la hermosa tarde y el tranquilo mar a través del portillón abierto. Serví al conde un poco más de vino de mis reservas, que disminuían a gran velocidad (me había acostumbrado a beber una buena cantidad de vino poco antes de acostarme, para asegurarme de que mi descanso no se viera turbado por visiones o recuerdos).

El conde Roldero apuró el vino en un par de largos tragos y se levantó del asiento.

—Se hace tarde. Debo regresar a mi barco o mis hombres creerán que me he ahogado y empezarán a celebrarlo. Veo que no te queda demasiado vino, así que te traeré un par de odres en mi próxima visita. Adiós, amigo Erekosë. Tienes el corazón donde debe tenerse, estoy seguro. Sin embargo, eres un sentimental, aunque te empeñes en decir lo contrario.

—Buenas noches, Roldero —sonreí, al tiempo que alzaba una copa medio llena—. ¡Bebamos por la paz cuando termine este asunto!

—¡ Ay, la paz...! —exclamó Roldero—. ¡Como las vacas y los caballos! Buenas noches, amigo mío.

Le vi alejarse con una carcajada. Bastante bebido, me despojé de mis ropas y me derrumbé en el catre, sonriendo estúpidamente ante la última exclamación de Roldero al despedirse.

—¡Como las vacas y los caballos, tiene razón! ¿Quién prefiere una vida así? ¡Por la guerra!

Alcé la copa y la lancé por el portillón abierto, antes de caer derrumbado en el lecho y quedarme dormido antes casi de que mis ojos acabaran de cerrarse.

Y tuve un sueño.

Pero esta vez soñé en la copa de vino que había lanzado por el portillón. Creí verla flotar entre las olas, refulgente de oro y piedras preciosas. Creí verla arrastrada por una corriente marina, alejándose cada vez más de la flota hasta un lugar solitario donde jamás se acercaban los barcos y donde no se divisaba nunca tierra, perdida para siempre en un mar negro.

Durante el mes entero de navegación, el mar se mantuvo en calma, el viento nos fue favorable y el tiempo fue espléndido, en general.

Nuestros ánimos fueron exaltándose, pues consideramos estas condiciones favorables como un signo de buena suene. Todos estábamos alegres. Todos, claro está, salvo Katorn, quien gruñía continuamente por lo bajo, diciendo que aquello podía ser la calma que precede a la tormenta, y que debíamos esperar lo peor de los Eldren cuando, por fin, nos enfrentáramos a ellos.

—Los Eldren son tramposos —repetía una y otra vez—, esa basura es de lo más traicionera. Es posible que incluso conozcan nuestra expedición y hayan preparado alguna maniobra que no esperemos. Puede que incluso sean responsables del tiempo...

Al escuchar esto último, no pude evitar una carcajada y Katorn apareció en la cubierta con gesto irritado.

—¡Ya veremos, Erekosë! —aulló al verme—. ¡Ya veremos!

Y, al día siguiente, tuvimos oportunidad de comprobarlo.

Según los mapas, nos aproximábamos a las costas de Mernadin. Apostamos más vigías, dispusimos la escuadra de la humanidad en orden de batalla, revisamos nuestro armamento y aminoramos la velocidad.

La mañana transcurrió lentamente mientras aguardábamos con la nave insignia al frente, mecida por las olas, con las velas arriadas y los remos levantados.

Y entonces, hacia el mediodía, el vigía de nuestro palo mayor gritó por su megáfono:

—¡Barcos a la vista! ¡Cinco velas al frente!

El rey Rigenos, Katorn y yo corrimos a la cubierta de proa, mirando al frente. Observé al rey Rigenos y fruncí el ceño.

—¿Cinco velas? —murmuré—. ¿Sólo cinco velas?

—Quizá no sean naves de los Eldren—dijo el rey moviendo la cabeza en señal de negativa

—Naturalmente que son Eldren —gruñó Katorn—. ¿Quién si no podría haber en estas aguas? Ningún mercader humano comerciaría con esas criaturas...

Llegó hasta nosotros un nuevo grito del vigía.

—¡Diez velas ahora! ¡Veinte! ¡Es la flota, la flota de los Eldren! ¡Navegan a toda velocidad hacia nosotros!

Ahora, yo mismo creí ver un destello blanco en el horizonte. ¿Habría sido la cresta de una ola? No. Era la vela de una nave, estaba seguro.

—¡Mirad! —exclamé—. ¡Ahí! —y señalé hacia el frente.

Rigenos forzó sus ojos, al tiempo que los protegía del sol con una mano.

—No veo nada. Son imaginaciones tuyas. No pueden aproximarse a tal velocidad...

También Katorn escrutaba el horizonte ante nosotros.

—¡Sí, yo también lo veo! ¡Una vela! ¡Qué rápidos son! ¡Por las escamas del dios del mar, seguro que les impulsa algún extraño exorcismo! Es la única explicación.

El rey Rigenos se mostró escéptico ante las palabras de Katorn.

—Son naves más ligeras que las nuestras —le recordó—, y el viento sopla a su favor.

Katorn, a su vez, no pareció muy convencido.

—Quizá—gruñó—. Quizá tienes razón, majestad.

—¿Han utilizado la brujería en alguna otra ocasión? —le pregunté.

Estaba dispuesto a creer en cualquier cosa, pues era mi único recurso si quería seguir creyendo en lo que me había sucedido.

—¡ Ay! —masculló Katorn—. ¡Han usado todo tipo de sortilegios! ¡Vaya, si casi puedo oler en el propio aire su ponzoñosa magia!

—¿Cuándo la han utilizado? —insistí—. ¿De qué tipo? Quiero saber todos los detalles para poder adoptar contramedidas adecuadas.

—En ocasiones, pueden hacerse invisibles. Se dice que fue así como consiguieron tomar Paphanaal. También pueden caminar sobre las aguas, y navegar por los aires.

—¿Les has visto hacerlo?

—Con mis propios ojos, no. Sin embargo, he oído muchos relatos al respecto. Relatos que me son fiables porque provienen de hombres que jamás mienten.

—Y esos hombres, ¿han experimentado personalmente tales actos de brujería?

—Ellos mismos, no. Pero conocen a otros que sí los han padecido.

—Así pues, todo ello no dejan de ser rumores —insistí.

—¡Bah, di lo que te plazca! —rugió Katorn—. ¡Que tú no me creas...! ¡Tú, que eres la esencia misma de la brujería, que debes tu existencia a un encantamiento! ¿Por qué crees que apoyé la idea de traerte de nuevo a este mundo, Erekosë? ¡Porque consideré que necesitábamos una brujería que fuera más poderosa que la de ellos! ¿Qué es, entonces, la espada que pende de tu cinto sino un arma encantada?

Me encogí de hombros.

—Esperemos, pues —musité—, y veamos sus exorcismos.

El rey Rigenos alzó la cabeza y gritó al vigía:

—¿Qué tamaño tiene la flota que divisas?

—Aproximadamente la mitad de la nuestra, mi señor —contestó el aludido, con las palabras algo distorsionadas por el megáfono—. No más de eso, desde luego. Y creo que están todas sus reservas. No veo que se aproximen más.

—De momento, no parece que vayan a acercarse más —comenté en voz baja al rey—. Pregunta al vigía si avanzan.

—¿Se ha puesto al pairo la flota de los Eldren, maese vigía? —inquirió el rey Rigenos.

—En efecto, mi señor. Ya no vienen hacia nosotros y parecen estar arriando velas.

—Están esperándonos —murmuró Katorn—. Quieren que les ataquemos. Pues bien, nosotros también aguardaremos.

—Esa es la estrategia que hemos acordado —asentí.

Y esperamos.

Esperamos hasta el crepúsculo y cayó la noche y a lo lejos, en el horizonte, brilló de vez en cuando un destello plateado que tanto podía ser una ola como una nave. Unos consumados nadadores transportaban apresurados mensajes de un barco a otro de nuestra flota.

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