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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Campeón Eterno (25 page)

Me pregunté si harían llegar el mensaje a Iolinda, y en caso afirmativo si se ella se dignaría acercarse a la muralla.

Así fue. Al día siguiente, al amanecer, se adelantó a sus filas junto a los mariscales que le quedaban, todos ellos con las mejores galas que poseían, y con su panoplia completa de batalla. Sin embargo, sus armas resultaban ahora insignificantes frente al poder del temible armamento que nos disponíamos a utilizar.

Habíamos colocado uno de los nuevos cañones apuntando al cielo por si convenía en algún momento hacer una demostración de su terrible potencia.

Llegó hasta nosotros la voz de Iolinda. —Saludos, Eldren. Y saludos también a su perrito faldero humano. ¿Ya le tienes bien entrenado, ahora?

—Saludos, Iolinda —repliqué yo, descubriéndome el rostro—. Ya empiezas a demostrar la misma tendencia al insulto sin gracia que tenía tu padre. No perdamos más tiempo.

—Ya lo estoy perdiendo por haber venido aquí —respondió ella—. Hoy vamos a destruiros definitivamente.

—Quizá no sea así —respondí—. Os ofrecemos una tregua..., y un tratado de paz. Iolinda soltó una carcajada.

—¿Tú me ofreces la paz, traidor? ¡Dentro de poco la suplicarás, pero no habrá piedad para ti!

—Te advierto, Iolinda—grité desesperadamente—. Os advierto a todos. Tenemos armas nuevas, armas que cierta vez estuvieron a punto de destruir la Tierra entera! ¡Observad! Di orden de disparar el gran cañón. Un guerrero Eldren pulsó un botón de los controles. Del cañón salió un zumbido y, de repente, una tremenda bola cegadora de energía dorada surgió de sus fauces. Sólo el calor que despedía levantó ampollas en nuestra piel y nos retiramos, protegiéndonos los ojos de la luz.

Los caballos relincharon y recularon. Los rostros de los mariscales se ensombrecieron mientras abrían las bocas, asombrados. Lucharon por dominar sus monturas, y sólo Iolinda permaneció firme en su silla, aparentemente en calma.

—Eso es lo que os prometemos si no queréis la paz —grité—. Tenemos una docena de estos cañones, y otras muchas armas diferentes pero igual de poderosas, y también tenemos cañones de mano que pueden matar un centenar de hombres con cada ráfaga. ¿Qué dices ahora, Iolinda?

La reina alzó la cabeza y me miró fijamente.

—Lucharemos —masculló.

—Iolinda -—le supliqué—. Por nuestro antiguo amor y por tu propio bien, no lo hagas. No te haremos daños. Podrás regresar a tu ciudad, junto al resto de los tuyos, y vivir segura lo que te quede de vida. Lo prometo.

—¡Segura! —se rió ella amargamente—. ¿Cómo va a haber seguridad mientras existan armas como esas?

—¡Tienes que creerme, Iolinda!

—No —replicó ella—. La humanidad luchará hasta el final, porque el Bienhechor está con nosotros, y con Él no hay ninguna duda de nuestra victoria. Ya estamos acostumbrados a librar batallas contra ejércitos embrujados, y nunca ha habido brujería mayor que la que hemos presenciado hoy.

—No es brujería. Es ciencia. Nuestras armas sólo son como vuestros cañones, pero más poderosas.

—¡Brujería!

Todo el grupo estaba sumido ahora en murmullos. Aquellos estúpidos eran como seres primitivos, cavernícolas.

—Si continuamos la lucha —dije—, será una guerra hasta el final. Los Eldren preferirían dejaros marchar una vez terminada la batalla pero, si vencemos, tengo la intención de borrar del planeta a vuestra raza, igual que vosotros jurasteis hacerlo con los Eldren. Aprovechad la ocasión y negociad la paz. ¡No seáis locos!

—¡Moriremos víctimas de la brujería, si es preciso! —respondió Iolinda—. ¡Pero moriremos luchando!

Me sentí demasiado apenado para continuar.

—Acabemos de una vez —exclamé.

Iolinda se alejó con su caballo, rodeada de su cohorte de mariscales, y galopó hasta sus filas para ordenar el ataque.

No vi morir a Iolinda, que pereció en la inmensa matanza que tuvo lugar aquel día.

Las huestes de la humanidad se lanzaron al ataque y nos enfrentamos a ellas. No tenían defensa alguna ante nuestras armas. La energía manaba de los fusiles térmicos y arrasaba sus filas. Todos sentíamos un gran dolor mientras disparábamos las terribles ondas energéticas que les barrían y les envolvían en fuego, convirtiendo a los orgullosos hombres y a las bestias en restos ennegrecidos.

Hicimos lo que habíamos predicho. Les destruimos a todos.

Sentía lástima cuando les veía avanzar contra nosotros. Allí estaba la crema de la humanidad.

Tardamos una hora en destruir a un millón de guerreros.

Una hora.

Cuando terminó el exterminio, me invadió una extraña emoción que no pude definir entonces, ni puedo definir ahora. Era una mezcla de pesar, alivio y triunfo. Lloré por Iolinda, que estaba allí, en el tremendo paisaje de huesos pesados y carne humeante. Sólo era ya un pedazo de carne muerta entre tantos. Su belleza había desaparecido al tiempo que su vida. Por lo menos, todo habría sido muy rápido, me dije.

Y entonces fue cuando tomé la decisión final. ¿O no fue ésta una obra de mi voluntad? ¿No era acaso un juguete de fuerzas ocultas que me impulsaban a cumplir mi destino?

¿O fue mi decisión el crimen imperdonable del que ya he hablado? ¿Fue ese, quizás, el crimen que me condenó a ser eternamente lo que soy?

¿Tenía razón al hacer lo que hice?

Pese a la constante oposición de Arjavh a mis planes, ordené la salida de las máquinas de transporte de Loos Ptokai, y montado en una de ellas ordené que avanzaran.

Y esto fue lo que hicimos:

Dos meses antes había sido responsable de la conquista de las ciudades de Mernadin para la humanidad. Ahora las reclamaba en nombre de los Eldren.

Y las reclamé de una manera terrible. Destruí a todos los seres humanos que las ocupaban.

Al cabo de una semana estábamos en Paphanaal, donde permanecían ancladas en el gran puerto las naves de la flota de la humanidad.

Destruimos las naves y destruimos la fortaleza y a su guarnición, y perecieron mujeres y niños. No quedó nadie con vida.

Y luego, como muchas de las máquinas eran anfibias, llevé a los Eldren a los Dos Continentes cruzando el océano. Arjavh y Ermizhad, sin embargo, no vinieron conmigo.

Y cayeron las ciudades. Noonos, la de las torres cubiertas de gemas, cayó. Y cayó Tarkar. Las florecientes ciudades de las tierras del trigo, Stalaco, Calodemia , Mooros y Ninadoon, todas cayeron. Wedma, Shilaal, Sinaan y otras cayeron también, convertidas en ruinas bajo un infierno de energía desatada. Cayeron en pocas horas.

En Necranal, la ciudad de color pastel de las montañas, cinco millones de ciudadanos murieron y lo único que quedó de la ciudad fue la propia montaña, pelada y chamuscada.

Pero no me detuve allí. No sólo fueron destruidas las grandes ciudades. Destruimos los pueblos. Destruimos las villas. Destruimos los caseríos y las granjas.

Descubrí a algunos que se ocultaban en cuevas. Y las cuevas fueron destruidas.

Destruí los bosques donde podían ocultarse. Destruí las piedras bajo las cuales podían refugiarse.

Sin duda, habría destruido hasta la última brizna de hierba si Arjavh no hubiera cruzado apresuradamente el océano para detenerme.

Estaba horrorizado ante lo que me había visto hacer. Me suplicó que cesara.

Y lo hice.

Ya no quedaba nada por matar.

Regresamos a la costa y nos detuvimos para contemplar la montaña humeante donde se había levantado Necranal.

—¿Y todo esto por la cólera de una mujer y el amor de otra? —preguntó el príncipe Arjavh.

—No lo sé —respondí, encogiéndome de hombros—. Creo que lo he hecho por la única paz duradera posible. Conozco demasiado bien a mi raza. Esta Tierra habría estado condenada eternamente a guerras o luchas de algún tipo. Tenía que decidir quién merecía más seguir con vida. Si hubieran destruido a los Eldren, pronto se habrían vuelto unos contra otros, como bien sabes. Y lucharían, además, por cosas vacías. Por el poder sobre los demás, por un cetro, por un palmo más de tierra que después no será arado, por la posesión de una mujer que no les quiere...

—Estás hablando en presente —musitó Arjavh—. Realmente, Erekosë, no creo que te hayas dado cuenta aún de lo que has hecho.

—Pero está hecho —suspiré.

—Sí —murmuró él. Me asió del brazo—. Ven, amigo mío. Volvamos a Mernadin. Dejemos atrás este hedor. Ermizhad te espera.

Yo era entonces un hombre vacío, privado de emociones. Le seguí hacia el río. Ahora, las aguas pasaban mucho más lentas, teñidas de polvo negro.

—Creo que he obrado bien —dije—. No era mi voluntad, sino otra cosa, ¿sabes? Creo que esto ha sido lo que realmente había venido a hacer a este mundo. Creo que hay fuerzas cuya naturaleza nunca llegaremos a conocer, que sólo podemos soñar. Creo que fue otra voluntad distinta a la mía la que me trajo aquí. Y no fue Rigenos. No, el rey, igual que yo, era sólo una marioneta, una herramienta que esa fuerza utilizó, igual que me usó a mí. Estaba escrito que la humanidad debía morir en este planeta.

—Es mejor que lo creas así —respondió el Eldren—. Ahora, vamos. Regresemos a casa.

Epílogo

Las cicatrices de la destrucción han sanado ya y finalizo mi crónica.

Regresé a Loos Ptokai para casarme con Ermizhad, para obtener de los Eldren el secreto de la inmortalidad, para reposar un par de años antes de que mi mente se tranquilizara.

Ahora lo entiendo con claridad, y no siento la menor culpabilidad por lo que hice. Me siento más seguro que nunca de que no fue una decisión de mi voluntad.

¿Es eso quizás una locura? ¿Una manera de asimilar mis sentimientos de culpabilidad? Si es así, estoy en paz con mi locura, no me desgarra en dos como me sucedía con los sueños. Actualmente, rara vez me asaltan éstos.

Y aquí estamos los tres, Ermizhad, Arjavh y yo. Arjavh es el líder indiscutido de la Tierra, una Tierra Eldren, y nosotros gobernamos con él.

Hemos limpiado la Tierra de la raza humana. Yo soy su último representante. Y al eliminarla, siento como si hubiéramos devuelto a este planeta su equilibrio original, como si ahora pudiera seguir adelante, por fin, en armonía con un universo armonioso. Pues el universo es antiguo, quizá más que yo, y no podía tolerar a los humanos que perturbaban su paz.

¿Hice bien?

Debéis juzgar por vosotros mismos, dondequiera que estéis. Para mí, es demasiado tarde para hacer esa pregunta. Hoy poseo el suficiente control de mí mismo para no hacérmela nunca. El único modo en que podría contestarla significaría probablemente la destrucción de mi cordura.

Hay una cosa que me inquieta. Si realmente el tiempo es, de algún modo, cíclico, y el universo que conocemos renacerá otra vez para efectuar otro gran ciclo, entonces la humanidad surgirá de nuevo, de alguna forma, en esta Tierra y el pueblo que me ha adoptado entre los suyos desaparecerá de la Tierra, o parecerá hacerlo.

Y si eres un humano, tú que lees esto, quizá lo sepas. Quizá mi pregunta parezca infantil y estés, en este momento, riéndote de mí. Pero no tengo respuesta para ella. No puedo imaginar ninguna.

No voy a ser el padre de tu raza, humano, pues Ermizhad y yo no podemos tener hijos.

Entonces, ¿cómo vendrás de nuevo para trastocar la armonía del universo?

¿Y estaré aquí para recibirte? ¿Me convertiré otra vez en tu héroe? ¿O moriré con los Eldren, combatiendo contra ti?

¿O moriré antes de eso y seré el líder que traiga a la Tierra a la perturbadora humanidad? No lo sé.

¿Qué nombre tendré la próxima vez que me invoques?

Ahora, la Tierra está en paz. El aire silencioso sólo trae el rumor de una suave risa, el murmullo de una conversación, los tímidos ruidos de los animales. Nosotros y la Tierra estamos en paz.

Pero, ¿cuánto va a durar?

¡ Ah!, ¿cuánto va a durar?

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