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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Campeón Eterno (18 page)

Cabalgamos desde Noonos hacia el este, por donde se decía que venía el enemigo. Nuestra intención era cortarles el paso antes de que llegaran a Necranal.

Mucho antes de encontrarnos con las fuerza de Arjavh, escuchamos relatos de su avance de labios de campesinos que huían. Al parecer, los Eldren avanzaban a marchas forzadas hacia Necranal, evitando todas las poblaciones que cruzaban. No había, hasta entonces, noticias de atrocidades por su parte. Parecían llevar demasiada prisa como para molestarse por la población civil.

Arjavh sólo parecía tener un propósito: llegar a Necranal en el menor tiempo posible. Yo no sabía gran cosa del príncipe Eldren, salvo que tenía fama de ser un monstruo encarnado, un carnicero y torturador de mujeres y niños. Estaba impaciente por encontrarme con él en combate.

Y había otro rumor respecto al ejército del príncipe Arjavh. Se decía que estaba compuesto en parte por Halflings, criaturas de los Mundos Fantasmas. Esta posibilidad había espantado a muchos de los hombres, pero traté de animarlos, insistiendo en que tales rumores eran falsos.

Roldero y Rigenos no venían conmigo. Roldero había regresado para supervisar la defensa de Necranal, por si no teníamos éxito en nuestro empeño, y en la capital había quedado también el rey Rigenos.

Por primera vez en esa vida, estaba solo. No tenía consejeros. Y no creía necesitar ninguno.

Los ejércitos de los Eldren y las fuerzas de la humanidad se avistaron por fin cuando salieron a una vasta llanura conocida por el nombre de llanura de Olas, en recuerdo de una antigua ciudad que en otro tiempo se había alzado allí. La planicie estaba rodeada por los picos de unas montañas lejanas. El suelo era verde y las montañas púrpura, y vimos las banderas de los Eldren al ponerse el sol, y refulgían como si fueran llamas.

Cuando se hiciera de día, mis mariscales y capitanes estarían ya dispuestos para cargar sobre los Eldren. Para nuestro alivio, parecía que su número era menor que el nuestro y vimos grandes posibilidades de victoria.

Me sentí aliviado. Eso significaba que no tendría que utilizar a Ermizhad para negociar con Arjavh, y así podría regirme por el código de honor que los humanos utilizaban entre ellos pero se negaban a extender a los Eldren.

Mis comandantes se horrorizaron cuando se lo comuniqué, pero insistí:

—Actuemos limpiamente y con nobleza. Seamos un ejemplo para ellos.

Allí no estaban Katorn ni Rigenos. Ni siquiera Roldero. Nadie discutiría las órdenes ni me diría que debíamos ser traicioneros y astutos en lo que respecta a los Eldren. Quería librar aquella batalla en los términos que Erekosë entendía, pues ahora estaba siguiendo los instintos de Erekosë.

Observé a nuestro heraldo que se adentraba en la noche bajo una bandera de tregua. Le vi alejarse y, siguiendo un impulso, salí a espuela tras él.

Los mariscales salieron gritando detrás de mi caballo:

—¡Señor Erekosë, adonde vas!

—¡Al campamento de los Eldren! —contesté, riéndome al ver sus muestras de espanto.

El heraldo se volvió en su silla al escuchar las pisadas de mi caballo.

—¿Señor Erekosë? —dijo, dubitativo.

—Sigue adelante, heraldo... ¡Voy contigo!

Y así, juntos, llegamos por fin al campamento Eldren. Nos detuvimos bajo la orden de la guardia exterior.

—¿Qué hacéis aquí, humanos? —preguntó un oficial de baja graduación, observando la penumbra con sus ojos jaspeados de azul.

Salió la luna y se reflejó en la plata. Así mi bandera, doblada en la silla del caballo, la levanté y la agité al viento. La luz de la luna iluminó el motivo en su centro.

—Esa es la bandera de Erekosë —murmuró el oficial.

—Y yo soy Erekosë.

Una mirada de repulsión cruzó el rostro del Eldren.

—Hemos sabido lo que hicisteis en Paphanaal. Si no estuvieras bajo esa bandera de tregua...

—No he hecho en Paphanaal nada de lo que me avergüence —repliqué.

—No, seguro que no te avergüenzas.

—Mi espada permaneció envainada todo el tiempo que estuve en vuestra ciudad, Eldren.

—Sí... envainada en los cuerpos de recién nacidos.

—Piensa lo que te plazca —respondí—. Llévame a tu amo. No quiero perder más tiempo contigo.

Avanzamos con los caballos por el silencioso campamento hasta el sencillo pabellón militar del príncipe Arjavh. El oficial entró en la tienda.

Escuché un movimiento en el interior y de ésta surgió una figura ágil, vestida con media armadura, un peto de acero atado sobre una camisa suelta de color verde, calzones de cuero bajo las grebas y espinilleras, también de acero, y sandalias en los pies. Su cabello, largo y negro, llevaba una banda de oro con un gran rubí solitario para que no le cayera sobre sus extraños ojos.

Y su rostro... Su rostro era hermoso. Dudo de si usar la palabra que describe a un humano, pero es la única que puede hacer justicia a aquellos finos rasgos. Como Ermizhad, tenía el cráneo alargado y los ojos oblicuos y sin órbitas. En cambio, sus labios no se curvaban hacia arriba como los de la muchacha. Su boca estaba tensa y surcada por arrugas de preocupación. Se pasó la mano por el rostro y alzó la mirada hacia nosotros.

—Soy el príncipe Arjavh de Mernadin —dijo con su voz líquida—. ¿Qué tienes que decirme, Erekosë, tú que has tomado prisionera a mi hermana?

—He venido en persona para retarte al desafío tradicional de los adversarios de la humanidad.

Arjavh alzó la cabeza y miró a su alrededor.

—Alguna trampa, supongo. ¿Es éste un nuevo tipo de traición, quizás?

—Yo sólo digo la verdad —sentencié.

En su respuesta había una especie de sonrisa cargada de melancólica ironía.

—Muy bien, señor Erekosë. Acepto su gentil desafío en nombre de los Eldren. Nos batiremos, pues, ¿es eso? Nos mataremos mañana, ¿de acuerdo?

—Tú puedes decidir cuándo empezar —respondí—, ya que nosotros somos quienes lanzamos el desafío.

Arjavh frunció el ceño.

—Hace quizás un millón de años que los Eldren y la humanidad no luchan de acuerdo al código de la guerra. ¿Cómo puedo confiar en ti, Erekosë? Hemos sabido cómo exterminaste a los niños.

—Yo no he exterminado a nadie —respondí en voz baja—. Pedí que les respetaran la vida, pero en Paphanaal me aconsejaron el rey Rigenos y sus mariscales. Ahora controlo yo las fuerzas a mi mando, y opto por luchar según el código de la guerra. El mismo código, me parece, que yo instauré en un principio...

—Así es —respondió Arjavh, pensativo—. A veces es llamado también el código de Erekosë. Pero él era un mortal como todos los humanos. Sólo los Eldren son inmortales.

—Soy mortal en muchos aspectos —respondí en pocas palabras—, e inmortal en otros. Bien, ¿pactamos entonces los términos del combate?

Arjavh abrió los brazos.

—¿Cómo quieres que crea en toda esa palabrería? ¿Cuántas veces hemos decidido creer a los humanos y hemos sido traicionados? ¿Cómo puedo aceptar que tú eres Erekosë, el Campeón de la humanidad, nuestro antiguo enemigo al que, incluso en nuestras leyendas, respetamos como un noble enemigo? Me gustaría creerte, tú que te llamas a ti mismo Erekosë, pero no puedo permitirme...

—¿Puedo desmontar? —pregunté.

El heraldo me miró asombrado.

—Si te place.

Descabalgué de lomos del caballo, que lucía una coraza, y me quité del cinto la espada. Tras colgarla de la perilla de la montura, aparté a un lado al caballo y avancé unos pasos, hasta encontrarme frente a frente con Arjavh.

—Tenemos unas fuerzas superiores a las tuyas —dije—. Tenemos grandes probabilidades de vencer mañana en la batalla. Es posible que en una semana incluso los pocos de vosotros que escapéis en la batalla seáis muertos a manos de nuestros soldados y campesinos. Te ofrezco la posibilidad de librar un combate noble, príncipe Arjavh. Un combate justo. Sugiero que los términos incluyan el respeto a los prisioneros, el tratamiento médico a todos los heridos que sean capturados, un recuento de los vivos y los muertos...

Mi mente iba recordando todo mientras hablaba.

—Conoces bien el código de Erekosë —dijo Arjavh.

—Así debe ser.

El Eldren alzó la mirada hacia la luna.

—¿Sigue con vida mi hermana?

—En efecto.

—¿Por qué has venido a nuestro campamento con tu heraldo?

—Por curiosidad, supongo —respondí—. He hablado mucho con Ermizhad. Quería ver si eras el diablo que me han contado, o la persona que describía Ermizhad.

—¿Y qué has decidido?

—Si lo eres, eres un diablo triste y preocupado.

—No tanto como para no luchar —replicó—. Ni para no tomar Necranal, si se presenta la ocasión.

—Pensábamos que marcharías sobre Paphanaal —le dije—. Consideramos lógico que intentaras reconquistar tu puerto principal.

—Sí, ésos eran los planes. Hasta que tuve noticia de que habías tomado prisionera a mi hermana —hizo una pausa y añadió—: ¿Cómo está?

—Bien. Fue puesta bajo mi protección y me he ocupado de que sea tratada con toda la cortesía posible.

El príncipe asintió.

—Naturalmente, hemos venido a rescatarla—dijo.

—Me decía que ésa debía de ser la razón —murmuré con una media sonrisa—. Deberíamos haberlo esperado, pero no fue así. ¿Te das cuenta de que, si mañana vences en la batalla, ellos amenazarán con matarla en el caso de que no te retires?

Arjavh apretó los labios.

—La matarán de todos modos, ¿no es así? La torturarán. Sé muy bien cómo tratan los humanos a los prisioneros Eldren.

No pude decir nada para disuadirle.

—Si matan a mi hermana —dijo el príncipe Arjavh— convertiré Necranal en cenizas, aunque sea el único que quede para hacerlo. Mataré a Rigenos, a su hija, a cualquiera que encuentre...

—Etcétera, etcétera... —dije en voz baja.

Arjavh volvió a mirarme.

—Lo siento. Querías discutir los términos del código para la batalla, ¿verdad? Muy bien, Erekosë, confío en ti. Accedo a los términos que propones..., y ofrezco uno por mi parte.

—Te escucho.

—Que liberes de su cautiverio a Ermizhad si vencemos. Eso nos ahorrará a ambos bandos muchas vidas.

—Así será —asentí—, pero no está en mi mano hacer ese trato. Lo lamento, príncipe Arjavh, pero es el rey quien la tiene. Si fuera prisionera mía y no estuviera sólo bajo mi protección, accedería sin dudarlo. Si vences, deberás ir a Necranal y sitiar la ciudad.

Arjavh suspiró.

—Está bien, señor Campeón. Mañana al amanecer estaremos preparados.

—Os superamos en número, príncipe Arjavh—dije apresuradamente—. Aún podéis volveros atrás..., en paz.

El Eldren movió la cabeza con gesto resuelto.

—Libremos la batalla.

—Hasta el amanecer, pues, príncipe de los Eldren.

Arjavh movió la mano en un gesto cansino de asentimiento.

—Adiós, señor Erekosë.

—Adiós.

Hinqué espuelas a mi caballo y regresamos al campamento, yo con el ánimo apesadumbrado, y el heraldo perplejo a mi lado.

Una vez más, me sentía dividido. ¿Eran acaso tan astutos los Eldren que podían engañarme con semejante facilidad?

Mañana lo sabría.

Por la noche, en mi tienda, dormí tan mal como siempre, pero acepté mis sueños, los vagos recuerdos, y no intenté combatirlos o interpretarlos. Ya me había convencido de que no tenía objeto. Yo era lo que era; era el Campeón Eterno, el Combatiente Perpetuo. Aunque nunca sabría por qué.

Antes del amanecer, nuestras fanfarrias nos advirtieron que era momento de prepararnos. Me coloqué la armadura, la espada, y desenfundé la lanza, dejando a la vista su punta larga, de reluciente metal. Salí bajo el aire fresco de los últimos momentos de la noche. E1 día todavía no había llegado. Recortada a la escasa luz del ambiente, mi caballería estaba ya montada. Noté un sudor frío y pegajoso en la frente. Me sequé repetidas veces con un trapo, pero siguió bañándome. Alcé el yelmo y me lo puse en la cabeza, fijándolo a las hombreras. Los servidores me sostuvieron los guantes hasta que los hube asegurado. Después, con las piernas rígidas dentro de la armadura, caminé hasta la montura, fui ayudado a subir a la silla, recuperé el escudo y la lanza y revisé las filas hasta ponerme a la cabeza de mis tropas. Había un gran silencio cuando empezamos a avanzar, un mar de acero lamiendo la costa que era el campamento Eldren.

Cuando llegó la húmeda alborada, nuestras fuerzas se divisaron. Los Eldren estaban todavía junto a su campamento pero, al vernos, también ellos empezaron a moverse. Muy lentos, al parecer, pero implacablemente.

Alcé la visera del casco para tener una perspectiva más amplia de los alrededores. El terreno parecía firme y seco. No vi que hubiera sitios más ventajosos que otros para la lucha.

Las herraduras de los caballos pisotearon la hierba con un retumbar. Las armas de los jinetes chirriaban a los costados. Y, sin embargo, pese a ello, un gran silencio parecía llenar el aire. Nos aproximamos más y más.

Una bandada de golondrinas nos sobrevoló a gran altura y se deslizó luego hacia las lejanas montañas.

Cerré la visera. El lomo del caballo se arqueó bajo la silla. El sudor frío parecía bañar todo mi cuerpo e inundar la armadura. La lanza y el escudo me parecían, de pronto, muy pesados.

Llegó a mí el hedor de otros hombres y bestias sudorosos. Dentro de poco, olería también su sangre.

Dada nuestra prisa, no habíamos traído cañones. Los Eldren, que también deseaban avanzar con rapidez, tampoco disponían de artillería. Pensé que quizá sus máquinas para el asedio les seguían a una marcha más lenta.

Cada vez más próximos a los Eldren, distinguí la bandera de Arjavh y un racimo de gallardetes pertenecientes a sus comandantes.

Yo proyectaba basarme en la caballería. Los jinetes se extenderían por los costados para rodear a los Eldren mientras una tercera punta de lanza de jinetes atacaba el centro de sus filas e intentaba llegar hasta el otro extremo, dejando al enemigo rodeado por todos lados.

Ya estábamos muy próximos. Así el freno del caballo. El estómago me gruñó y me vino a la boca un sabor a bilis.

Azucé al caballo, levanté la lanza y di orden a los arqueros para que dispararan.

No teníamos ballestas, sino sólo arcos largos, que tenían un mayor alcance y poder penetrante y que podían lanzar muchas más flechas en menos tiempo. La primera descarga de flechas silbó sobre nuestras cabezas y cayó sobre las filas de los Eldren, seguida inmediatamente de una nueva andanada de flechas y otra más.

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