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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Campeón Eterno (13 page)

—¡Así acabarán todos los Eldren! —gritó en una loca manifestación de triunfo—. ¡Todos, todos, todos!

A continuación, se lanzó hacia las bodegas de la nave para ver qué botín aguardaba a los vencedores.

El silencio volvió a la cubierta. El humo empezaba a dispersarse y ascendía a más altura, ocultando ahora la luz del sol.

Una vez tomada la nave insignia, la batalla estaba ganada. No se tomaban prisioneros. A lo lejos, los victoriosos guerreros humanos se ocupaban en incendiar las naves de los Eldren. No parecía haber escapado uno solo de sus barcos, ni quedaba uno solo por capturar. Muchas de nuestras embarcaciones habían sido destruidas o se hundían envueltas en llamas. Ambas flotas se extendían por una gran área del océano y las propias aguas de éste estaban cubiertas con una gran alfombra de restos de naufragios y cadáveres, dando la impresión de que los barcos enteros estaban apresados en ella, como en una especie de mar de los Sargazos.

También yo me sentía atrapado allí. Deseaba abandonar aquel escenario lo antes posible. El nauseabundo olor de la muerte me sofocaba. Aquella no era la batalla que yo había esperado librar. Aquella no era la gloria que yo había esperado obtener.

Katorn volvió a aparecer con un aire satisfecho en su oscuro rostro.

—Vuelves con las manos vacías —le dije—. ¿A qué viene tanta satisfacción?

Katorn se limpió los labios con el guante.

—El duque Baynahn traía consigo a su hija.

—¿Está viva todavía?

—Ya no.

Un escalofrío recorrió mi espinazo.

Katorn alzó la cabeza y miró a su alrededor.

—Bien. Hemos acabado con ellos. Daré orden de que incendien las naves que quedan.

—Eso es un desperdicio inútil. Podríamos utilizar las que siguen en buen estado para reemplazar a las que hemos perdido —repliqué.

—¿Usar esos barcos malditos? Jamás!

Katorn hablaba con un rictus nervioso en los labios. Dio unos pasos hasta la borda de la nave Eldren y gritó a sus hombres que le siguieran a nuestro barco.

Yo regresé también, a regañadientes, tras dedicar una mirada al cuerpo del traicionado duque Baynahn, de cuya garganta sobresalía aún la saeta lanzada por la ballesta.

Subí a la
Iolinda,
di orden de recuperar todos los garfios que fuera posible, y mandé cortar los restantes.

El rey Rigenos se acercó a recibirme. Él no había tomado parte en el auténtico combate.

—Te has portado bien, Erekosë. Parece que habrías podido tomar ese barco tú solo, sin más ayuda...

—Probablemente habría podido —asentí—. Y quizás hasta la flota entera...

—¡Qué confianza tienes! —exclamó con una carcajada—. ¡La flota entera!

—Así es. Había un modo de conseguirlo.

—¿A qué te refieres? —replicó, al tiempo que fruncía el ceño.—Si me hubieras dejado luchar con el duque Baynahn, como él mismo sugirió, habríamos podido salvar muchos barcos y muchas vidas. Barcos nuestros. Y vidas nuestras.

—Estoy seguro de que no creerías sus palabras, ¿verdad? Los Eldren siempre intentan trucos así. Indudablemente, si hubieras accedido a su plan, habrías pasado a su barco y, de inmediato, habrías sido asaeteado por un centenar de flechas. Créeme, Erekosë, no debes dejar que te engañen con sus falsedades. Nuestros antepasados fueron engañados así, y ve ahora nuestros sufrimientos.

—Quizá tengas razón —respondí, encogiéndome de hombros.

—Naturalmente que la tengo. —El rey Rigenos volvió la cabeza y se dirigió en voz alta a la tripulación—. ¡Incendiad esa nave! Daos prisa, holgazanes, ¡incendiad esa maldita nave Eldren!

El rey Rigenos estaba de buen humor. De muy buen humor.

Observé el lanzamiento de las flechas incendiarias sobre los fardos de materiales combustibles que se habían colocado en lugares estratégicos del barco Eldren.

La esbelta embarcación quedó pronto en llamas. Los cuerpos abatidos en la matanza empezaron a arder y un humo aceitoso se alzó rápidamente hacia el cielo. El barco se alejó mientras sus cañones de plata nos apuntaban como las fauces de unos animales sacrificados en la matanza. Sus velas brillantes cayeron en jirones llameantes sobre las cubiertas ya incendiadas. El casco se estremeció de pronto como si exhalara su último suspiro.

—Enviadle un par de cañonazos bajo la línea de flotación —gritó Katorn a sus artilleros—.Asegurémonos de que ese barco maldito se hunde de una vez por todas.

Uno de nuestros cañones de bronce rugió y el poderoso obús fue a dar en la nave insignia de los Eldren, levantando una columna de agua y abriendo un gran boquete en el casco.

La nave insignia dio unas guiñadas, pero aún parecía querer seguir a flote. Sus movimientos se hicieron cada vez más lentos al tiempo que se sumergía en las aguas hasta que, de pronto, se detuvo. Y después, en un instante apenas, se hundió y desapareció.

Pensé en el duque Eldren. Y pensé en su hija.

Y, en cierto modo, les envidié en aquel instante. Ahora conocerían la paz eterna, igual que a mí parecía no esperarme otra cosa que la guerra eterna.

Nuestra flota comenzaba a reunirse tras la batalla.

Habíamos perdido treinta y ocho barcos de guerra y ciento diez embarcaciones menores de diferentes tipos.

Pero no quedaba nada de la flota Eldren.

Nada salvo los cascos en llamas que dejábamos ahora tras nosotros, a la deriva, mientras nos dirigíamos con los ánimos sedientos de batalla hacia Paphanaal.

13. Paphanaal

Durante el resto de nuestra travesía hacia Paphanaal, evité deliberadamente a Katorn y al rey Rigenos. Quizá tuvieran razón y no debía confiarse en los Eldren pero, ¿no deberíamos dar nosotros alguna suerte de ejemplo?

La segunda noche de viaje tras la gran batalla con los Eldren, vino a verme el conde Roldero.

—Lo hiciste muy bien —me felicitó—. Tu táctica resultó soberbia, y he oído que respondiste a tu fama en la lucha cuerpo a cuerpo. —Me miró con una expresión de fingido temor y susurró—: Pero me han dicho que el rey Rigenos decidió que era preferible no poner su real persona en peligro a menos que sus guerreros perdieran ímpetu.

—Bueno —respondí—, Rigenos tiene un punto a su favor. Ha venido en la expedición, no lo olvides. Podría haberse quedado en tierra. Todos esperábamos que lo hiciera. ¿Te has enterado de la orden que dio mientras estaba vigente la tregua con el capitán enemigo? Roldero se puso tenso. —Hizo que Katorn acabara con él, ¿verdad? —En efecto.

—Bien... —Roldero me sonrió—. Tú eres indulgente con la cobardía de Rigenos y yo lo seré con ese acto traicionero. Es lo justo, ¿no? —añadió con una carcajada.

No pude evitar corresponder con una sonrisa, pero después, con más seriedad, insistí:

—¿Acaso tú habrías hecho lo mismo?

—Hum... Supongo que sí. Después de todo...

—... Pero Baynahn estaba dispuesto a enfrentarse conmigo. Debía de saber que sus posibilidades eran pocas. Y también debía de saber que no podía confiar en que el rey Rigenos fuera fiel a su palabra...

—Si era así, habría actuado del mismo modo que lo hizo Rigenos. Sólo que éste fue más rápido. Simple táctica, ¿lo ves?... El truco está en saber el momento exacto en que efectuar la traición.

—Baynahn no parecía de los que actuarían a traición.

—Probablemente era un ser muy honrado y trataba bien a su familia, pero quiero que entiendas, Erekosë, que no es el carácter de Baynahn lo que discuto. Sólo digo que, como guerrero, habría intentado sin duda lo que Rigenos consiguió: eliminar al jefe enemigo. ¡Es uno de los principios básicos de la guerra!

—Si tú lo dices, Roldero...

—Así lo afirmo. Y ahora, bebamos.

Bebí. Bebí mucho hasta quedar envuelto en el sopor. Ahora no sólo tenía que enfrentarme con los recuerdos soñados, sino con otros mucho más recientes, además.

Transcurrió otra noche antes de que llegáramos a la ciudad puerto de Paphanaal y echáramos anclas a una legua marina de la costa, aproximadamente.

Después, con las primeras luces tornadizas del alba, levamos anclas y remamos hacia Paphanaal, pues no había viento que impulsara nuestras velas.

Nos aproximamos más a tierra.

Vi acantilados y montañas oscuras que se alzaban a gran altura.

Estábamos cada vez más cerca.

Vi un destello de brillante color al este.

—¡Paphanaal! —gritó el vigía desde su precaria cofa en el palo mayor.

Cada vez más cerca.

Y allí estaba Paphanaal

Indefensa, según todos los indicios. Habíamos dejado a sus defensores en el fondo del océano, allá atrás.

En la ciudad no había cúpulas ni minaretes. Había campanarios, contrafuertes y almenas, apretados unos junto a otros, que daban a la ciudad el aspecto de un gran palacio. Los materiales utilizados en su construcción eran admirables. Había mármoles blancos veteados de rosa, azul, verde y amarillo. Mármoles anaranjados veteados de negro. Mármoles con incrustaciones de oro, basalto y cuarzo, y gran abundancia de malaquitas.

Era una ciudad reluciente.

Al llegar ante ella, no vimos más que uno de sus muelles, sin rastro de actividad alguna en las calles o las defensas. Consideré que la ciudad había sido abandonada.

Me equivoqué.

Entramos en el gran puerto y desembarcamos. Formé nuestros ejércitos en aguerridas filas y les advertí sobre una posible encerrona, aunque no creía que realmente la hubiera.

Los guerreros habían pasado el resto de la travesía reparando sus trajes y armaduras, limpiando las armas y colaborando en la reparación de las naves.

Todas ellas poblaban ahora el puerto con sus enseñas ondeando bajo la ligera brisa que se había levantado casi en el mismo instante en que pusimos pie en el empedrado del muelle. Con la brisa llegaron unas nubes que dieron al día un color plomizo.

Los guerreros formaron ante el rey Rigenos, Katorn y yo mismo. Fila a fila, sus armaduras relucían y sus estandartes se agitaban airosamente con la brisa.

Había setecientos regimientos, cada centenar de ellos bajo el mando de un mariscal que tenía como comandantes a sus capitanes, que controlaban veinticinco regimientos cada uno, y a sus caballeros, que controlaban uno de tales regimientos.

El vino me había ayudado a olvidar el recuerdo de la batalla y sentí que me invadía de nuevo el orgullo al contemplar a los paladines y los ejércitos de la humanidad reunidos ante mí. Me dirigí a ellos:

—¡Mariscales, capitanes, caballeros y guerreros de la humanidad! ¡Ya me habéis visto como victorioso señor de la guerra!

—¡Sí! —rugieron todos, exaltados.

—Venceremos aquí y en cualquier rincón de Mernadin. Id ahora, con precaución, y buscad a los Eldren en esas casas. Pero tened cuidado. Recordad que esta ciudad podría ocultar un ejército.

El conde Roldero levantó su voz desde la primera fila de combatientes.

—¿Y el botín, lord Erekosë? ¿Qué hay de eso?

El rey Rigenos levantó la mano.

—Tomad el botín que deseéis —dijo—, pero recordad lo que os ha dicho Erekosë. Cuidaos de cosas como alimentos envenenados. Incluso las copas de vino pueden estar embadurnadas de veneno. ¡Todo en esta maldita ciudad puede estarlo!

Los regimientos empezaron a desfilar ante nosotros, tomando diferentes direcciones.

Los observé alejarse y pensé que, pese a que la ciudad les recibía en su mismo centro, no les acogía de buen grado.

Me pregunté qué encontraríamos en Paphanaal. ¿Emboscadas? ¿Francotiradores ocultos? ¿Un envenenamiento generalizado, como había dicho Rigenos?

Encontramos una ciudad de mujeres.

No había quedado un solo varón Eldren.

Ningún muchacho de más de doce años. Ningún anciano de edad alguna

Los habíamos matado a todos en el mar.

14. Ermizhad

No sé cómo mataron a los niños. Supliqué al rey Rigenos que no diera la orden. Pedí a Katorn que les perdonara, que los llevara fuera de la ciudad si tenía que hacerlo, pero que no los matara.

Pero todos los niños fueron eliminados. No sé cuántos eran.

Habíamos tomado el palacio que había pertenecido al duque Baynhan quien, por lo que cabía deducir, había sido el Guardián de Paphanaal.

Me encerré en mis aposentos del edificio mientras en el exterior continuaba la matanza. Cavilé, irónicamente, que pese a tanto hablar de la «basura» Eldren, los soldados no tenían reparos en violentar a las mujeres.

No podía hacer nada por impedirlo. Ni siquiera estaba seguro de que debiera hacerlo. El rey Rigenos me había llevado allí para luchar por la humanidad, no para juzgarla. Había accedido a sus peticiones, después de todo, e indudablemente con toda razón, pero ahora no recordaba cuáles eran aquellas razones.

Tomé asiento en un salón exquisitamente amueblado, con delicadas marqueterías y tapices ligeros y refinados en las paredes y en el suelo. Admiré la artesanía Eldren y di un sorbo al aromático vino de la tierra, e intenté no oír los gritos de los niños Eldren que eran degollados y pasados a espada en las camas, las casas y las calles de la ciudad, al otro lado de las débiles murallas del palacio.

Contemplé la espada Kanajana que había dejado en un rincón y odié por un instante aquel arma ponzoñosa. Me había despojado de la armadura y estaba sentado sin compañía.

Y tomé otro trago de vino.

Pero el vino de los Eldren empezó a saberme a sangre y arrojé lejos la copa. Encontré uno de los odres que me había dado el conde Roldero y apuré su contenido, que era un vino más amargo.

Sin embargo, no conseguí emborracharme. Ni pude detener los gritos que llegaban de las calles. No pude dejar de ver las móviles sombras en los tapices que había colocados sobre las ventanas. No conseguí emborracharme y por eso no pude siquiera probar a dormir, pues sabía cómo serían mis sueños y les tenía casi tanto miedo como a pensar en las implicaciones de lo que estábamos haciendo con los que se habían quedado en Paphanaal.

¿Por qué estaba allí? ¿Por qué había llegado a aquel tiempo y lugar?

Escuché un ruido ante mi puerta, y luego unos golpecitos.

—Adelante —exclamé.

No entró nadie. Mi voz había sido demasiado débil.

La llamada a la puerta se repitió.

Me levanté y avancé tambaleándome hasta ella, abriéndola de golpe.

—¡Es que no podéis dejarme en paz!

Un atemorizado soldado de la guardia imperial estaba ante la entrada y me dijo:

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